Hay autores a los que se entra a disfrutar y autores a los que se entra a pelear con ellos. A mí, al menos, me parece que es así. Uno se sumerge en las páginas de Shakespeare, de Whitman, de Muñoz Molina o de Neruda para dejarse mecer por la belleza de sus períodos, la contundencia de sus metáforas o el ritmo elegante de su decir. Pero cuando se abre un volumen de Jünger, Nietzsche o Miguel de Unamuno hay que colocarse unos guantes de boxeo, un protector bucal y tragar saliva, porque sabes que vas a encontrar frente a ti paradojas, silogismos, brillos negros, retruécanos y zarpazos ante los que no puedes permanecer impasible, estático, pasivo. O entras al combate o no consigues nada del libro. Sabes que sus autores te están provocando, retando, incitando.Leo la breve obra Nuevo mundo, del bilbaíno más salmantino, del vasco más ibérico, del pensador más emocional y desgarrado: Miguel de Unamuno y Jugo. En ella nos encontramos a un narrador que nos informa sobre la vida (sobre todo la vida interior) de su amigo Eugenio Rodero, chico de virtuosa condición, recta voluntad de estudio, afanes filosóficos y rotunda fe que, trasladándose desde el pueblo hasta la capital para cursar estudios superiores, padece una crisis religiosa de gran magnitud, mezclada con alguna leve flaqueza carnal. A partir de ese instante, toda su energía vital se concentra en una desgarrada reflexión sobre mil temas conectados entre sí: el alma, la ciencia, la autenticidad, el sentido de la vida humana, Dios, las limitaciones del lenguaje…¿Nos encontramos ante una novela? Es complicado pronunciarse. Habría que dar al término, en todo caso, un sentido muy flexible: más bien parece que el texto utiliza una leve excusa argumental para introducirnos en un cauce vertiginoso de pensamientos unamunianos (Rodero no es sino un trasunto suyo), tan volcánicos como contradictorios. Curiosa obra iniciática, en todo caso (está fechada en 1896, cuando don Miguel apenas tenía treinta y dos años), que busca a un lector más reflexivo que convencional.
“Es triste, muy triste; jamás, jamás, jamás salimos de nosotros mismos para ver a otro como él es, sentirle y quererle y respetarle por lo tanto. Somos impenetrables”.