Cuando me adentré por primera vez en Las mil y una noches, durante mis años universitarios de Salamanca, y llegué a la noche de Aladino y la princesa Budur, me pregunté qué sería de nuestro mundo si la lámpara fuera a caer a unas manos tan ingenuas como las de Aladino y tan feroces como la pasión que sentía por su amada. La lámpara no era como la fórmula de la invisibilidad o la naturaleza mejorada de héroes de los ochenta como Batman o Robocop, que beneficiaban básicamente a quien las disfrutaba. La lámpara prometía cambios en pueblos, ciudades, y más allá, de continentes enteros, pues el único freno de su poder residía en el letargo o el agotamiento de su portador. Veía la lámpara como un peligro enorme, no sólo porque obedeciera a deseos sin atender a cuestiones morales sino por ser objeto potencial de codicia universal.
En lo que no reparé es por qué tenía que ser frotada para hacer salir al genio, esto es, para activarla o hacerla funcionar. Un gesto que, indudablemente, nos pone en contacto con el cuerpo, con el tacto y el ser a la mano; en definitiva, con la naturaleza que todavía nos vincula, como nada lo podrá hacer, a las cosas y a los otros. Que el deseo necesite de la materia y que la materia necesite de la forma (o de la técnica) es algo en lo que sí han tenido que reparar las grandes amenazas globales:
"Pues todavía llegaremos a experimentar cómo las modernas bio-ciencias se convierten en una tentación para la política. Los proyectos de transformación, castigo y «mejora» del hombre recibirán un nuevo impulso. La amenaza del futuro no se cifra tanto en una nueva edición del fascismo nacional, cuanto en el moderno «bio-fascismo». Por bio-fascismo entendemos el trabajo con el «material humano» bajo la perspectiva de lo que puede hacerse o manipularse sin límites. En un nuevo nivel tecnológico y desde el trasfondo de una población excesiva, la eugenesia y la destrucción de «la vida que no merece vivir» pueden convertirse de nuevo en un tema actual." (El Mal, Rüdiger Safranski)