Digámoslo alto y claro desde el principio: Nunca apagues la luz (2016) es una película de terror que da miedo de verdad. Y esto, en una época en la que el género está infectado de remakes insufribles, cintas que más que miedo dan risa y otras que pretenden ser tan falsamente vanguardistas que olvidan que el principal objetivo de una cinta de terror es que el espectador se retuerza en la butaca, es de especial agradecer. El director David F. Sandberg, que debuta en el largometraje con la adaptación de un corto dirigido por él –Lights out (2013)- nos regala una película confeccionada para que los amantes del cine de terror nos lo pasemos pipa. Y, como sabe que el público de este tipo de productos es de todo menos paciente, empieza a disparar sustos, sangre y dinamita desde el primer minuto. El cineasta sueco, que aplica la máxima de lo bueno si breve nos veces bueno -la acción queda condensada en apenas hora y cuarto- no se va por las ramas y desde el primer segundo comienza a darle a su público lo que pide. Parece poco, pero no lo es. Y más en un género en el que parecía que había que acostumbrarse a que transcurriera el ecuador de la película para encontrar un susto, por mínimo que fuera. La afilada capacidad de provocar miedo es algo de lo que cada vez más carecen las películas de terror y este es, precisamente, uno de los platos fuertes de un film del que el propio director ya está preparando la secuela.
La trama gira en torno al personaje de Rebecca (Teresa Palmer), una joven aterrorizada desde pequeña por Diana, un espectro que sólo se deja ver en la oscuridad y que tiene una especial vinculación con su madre (Maria Bello). Una vez adulta, Rebecca descubrirá que este ser tan extraño como terrorífico tiene un nuevo objetivo: su hermano pequeño, Martin. Cierto es que el guión no está lo suficientemente trabajo, y que éste se sustenta en una idea simplona resuelta en un desenlace pobre y sin garra, pero esto no es incompatible para que la película nos tenga en vilo durante sus escasos 80 minutos, rezando prácticamente para que la luz no se apague y volvamos a aterrorizarnos con un espectro, por otro lado, realmente conseguido -a la mente me vienen esas otras películas de terror a las que parece que hay suplicarle al director para que nos muestre en pantalla al monstruo, al fantasma, al asesino en serie o lo que quiera que sea que provoca el mal…-. Otro punto a su favor, por tanto, junto con la anteriormente señalada capacidad de síntesis.
A destacar la estimable labor de producción de James Wan, uno de los máximos renovadores del cine de terror de los últimos años gracias a títulos como Expediente Warren: The Conjuring y su secuela o la saga Insidious. El realizador, con una trayectoria intachable a sus espaldas, acierta al producir una cinta que bien podría haber sido firmada por él por hablar de terrores cotidianos, de los miedos más primarios del ser humano -en este caso, de la oscuridad-. Además de lo cuidada que está técnicamente, los sustos están realmente bien conseguidos, y eso a pesar de que nadie puede negar que Nunca apagues la luz abusa de los más tópicos recursos de las cintas de terror para dar miedo -repentinas ráfagas de música, puertas que se abren solas, sótanos oscuros-, pero son precisamente estos recursos los que los devotos del género reclamamos por activa y por pasiva. Al igual que agradezco que dentro del cine de terror haya películas de corte independiente como It follows (2014) o La bruja (2015), y otras de corte más visceral como El infierno verde (2013) o Saw (2004), también me satisface que existan obras cuya máxima aspiración sea aterrorizarnos con el chirriar de una puerta o la incertidumbre de lo que se esconderá al doblar el pasillo. Evidentemente, dentro de cada uno de estos subgéneros, habrá películas mejores y peores, pero el film de Sandberg está dentro del primer grupo. A la mente me vienen dos escenas que justifican por sí solas la película: esa habitación iluminada intermitentemente por una luz roja proveniente de la calle y esa otra del niño protagonista andando con el pasillo con una vela que, ay dios, en cualquier momento y con cualquier mínima ráfaga de aire se puede apagar… y estallar la locura.
La película será un jarro de agua fría para los que esperen algo diferente, algo nunca visto en el género. Nunca apagues la luz es plenamente consciente que no inventa nada nuevo y que abusa de todo lo habido por haber, pero precisamente por esto nos gusta. Porque algo aparentemente tan sencillo de hacer y tan simple es cada vez menos habitual. La película no aporta nada nuevo al cine de terror, es cierto, pero no lo necesita. Y nadie se lo pide. Aunque la obra se sitúa lejos de las grandes películas de terror de los últimos años, estamos sin duda ante uno de los mejores escalofríos de este 2016 cinematográfico.