Nunca confíes en una mujer con gafas - II -

Por Aletaubas

La pelea: en este rincón, la fantasía. En aquel, la realidad. Una historia que no es, que no empezó, tiene todas las de ganar frente a una historia en desarrollo. ¿Estoy evadiendo algo? ¿Cuándo voy a dejar de creer en hadas, duendes y olvidar a las princesas en problemas? Tan fácil se me quitan las ganas de llamarla, la angustia y la soledad. Basta con un pequeño gesto para que la imaginación se dispare y siga alimentando un vicio que me tiene atrapado hace más de tres años, que me priva de una caricia sincera y me aparta la posibilidad de integrar en serio a alguien en mi vida. Porque lo cierto es que nadie atraviesa el hall de entrada. Todo se abandona ahí, antes de abrir la segunda puerta.
Debería volver a tirar el libro, olvidarme de lo que sucedió esta noche y llamarla. ¡Ella es real y vale la pena! Debo hacer algo de eso que nunca hago sólo para ver qué sucede. Debería… Las emociones no me conducen por un camino de bienestar. Algo falla, no sé qué, pero estoy averiado.
Agarro el libro, forzándome a ignorar el señalador que brilla como si tuviera luz propia. Abro la ventana, la noche está desierta. Pienso en dejarlo caer pero no puedo. De nuevo este sentido de supervivencia. No puedo matar la fantasía y los sueños y todo lo que representan. ¿Cómo una extraña con gafas puede alterar el desenlace? Sé que se trata, en parte, de una excusa. Pero hay algo más. Y tiene que ver con racionalizar el valor de una historia del pasado. Revuelvo en mis recuerdos y me encuentro enamorado. Lo siento como si fuera hoy. Y si lo comparo con lo que pasó en estos años no puedo sentir más que esa ausencia. Creer que algo así no va a volver a pasarme es una idea falsa y peligrosa como aquello que sugiere que la vida se trata de disfrutar de lo que está cerca y al alcance. Lo posible. Nada lo que soy fue construido sobre lo posible.
Así pacto mi última oportunidad: iré detrás de la fantasía, una vez más. Me drogaré con sueños a modo de despedida, sabiendo todo lo que estoy dejando de lado al no llamarla. Y si en unos meses, tal vez más, tal vez menos, me encuentro mirando por esta ventana nuevamente, recordaré este momento y sabré lo que hacer.
Convencido, ahora sí, abrí el libro y leí el señalador. Tenía la publicidad gráfica de un taller de arte. De un lado el dibujo de una niña triste en blanco y negro. Del otro, una dirección, un teléfono y una página web. Fui a la computadora sin dudarlo. Es la profesora, pensé. Aunque nuestro desencuentro no me dio tiempo a nada, pude percibir en la misteriosa mujer con gafas un look artístico. No sé cuánto tiempo habré estado en Internet pero para cuando miré la hora eran casi las 2AM. No fueron las obras sino más bien las palabras lo que me retuvieron: “El artista es un investigador cuyo camino lo obliga a mirarse a sí mismo para indagar en la verdad de las cosas”. Por un momento, dejé de sentirme solo. ¿Podía encontrar ahí personas que sientan más de lo que comen, duermen o trabajan, personas que vivan los días de la semana todos del mismo modo porque no se necesitan descanso y hacen lo que verdaderamente disfrutan? ¿Acaso no va por ahí algo de la verdad de las cosas? Fue como un viaje. Un dato me llevó a otro, un link al siguiente, una frase a un pensador y así. Estaba cansado pero emocionado y ansioso. Y no descarté la posibilidad de acercarme al taller. Antes de apagar todo e irme a dormir, encontré la frase que me iluminó: “Quien busca la belleza en la verdad es un pensador, quien busca la verdad en la belleza, es un artista”. Algo de verdad en la belleza necesito. Y acercarme al lugar o a las personas que saben llevar esto adelante puede ser un buen punto de partida.
Por fin un pensamiento me traía algo de paz. Estaba cansado y con ganas de dormirme rápido pero no pude resistir ocupar esos últimos minutos en imaginar a mi mujer con gafas. ¿Será la dueña del taller?, ¿será una alumna? ¿o no tendrá nada que ver con esto? ¡Qué desilusión sería! El taller está cerca, no resta más que ir y tocar timbre.
Ya casi dormido, sucedió lo que no tenía que suceder. Sonó el teléfono. Temí que fuera ella y no quise atender. Sabía que podía tratarse de la última vez y por eso evadía el enfrentamiento. Caminé hacia el teléfono mientras pensaba pero dejó de sonar antes de lo usual. Raro, pensé. Si no es ella, ¿quién sería a esta hora? Nadie llama a mi teléfono fijo. Volví al dormitorio y sonó el celular. Se me hizo un nudo en el estómago. Era ella y, sin pensarlo más, decidí atender.