Mi deseo abre abismos con el mundo circundante. Descubro que los momentos en los cuales más disfruto me encuentran en soledad. Camino largas cuadras diariamente. Adoro la liviandad de las piernas una vez entradas en calor, el sol acariciando la piel en días de aires gélidos, la brisa enmarañando el pelo, las gafas de sol tiñéndolo todo de un color, sobre todo cuando es de azul, los aromas que remiten a escenas del pasado, el crujir de las hojas ocreamarillentas del otoño, discernir mil valores de grises en un cielo tormentoso, ni qué hablar de la lluvia golpeando con vehemencia contra el pavimento. Y todo eso en un ir y venir, de mi casa al taller, de cuadra en cuadra. Deshabitada de cualquier vecino indiscreto.
Mis días después de ese suceso transcurrieron en paz. Hasta hoy, que promediando la clase del taller y relajada en mi lugar de distención, recibimos una visita inesperada. Tal vez fue la licencia de los jueves y el vino que empezaba a marearme un poco, lo cierto es que Martín, así se llama, me dejó un tanto inquieta. La profesora no acostumbra recibir gente sin cita previa, también suele avisarnos previamente a modo de cortesía, por lo que su llegada me tomó por sorpresa. El extranjero no podía siquiera sostener la mirada en alto y escapaba a cualquier pregunta que le demandara exponerse con algo propio. Lo primero que diagnostiqué era que se trataba de un tímido patológico y no debía apresurarme a conjeturar. Analicé con detenimiento su actitud corporal, su mirada evasiva, su incomodidad. Había algo más que no lograba entender, ¿Por qué me dejaba tan perpleja? Enseguida la profesora le convidó una copa de vino y uno de mis compañeros le hizo algunas preguntas. Él suspiró, aliviado. Lo invité a quedarse un rato. Raro en mí. Pero tal vez, entrando en confianza él, yo podría destrabar esta sensación que nacía en mí… empezaba a palpitar que si quería saber algo más, tendría que pagar algún precio por ello.