Nunca podré con ellas

Publicado el 22 agosto 2016 por Elalmacendelibros @almacendelibros

NUNCA PODRÉ CON ELLAS

(cuento de Pablo Laborde perteneciente al libro de relatos “Bilis”)

El alquiler de la casona de Flores confirmaba la continuidad de la pareja: con los dos años de contrato que se iniciaban, renovábamos nuestro compromiso afectivo. Veníamos de tiempos difíciles, y aunque Tamara me había perdonado, yo todavía sentía un resquemor de parte de ella. Ante una emergencia, echaríamos mano a la cláusula de rescisión.

Tanto ella como yo teníamos dos o tres buenas razones para pretender y necesitar una mudanza. Tamara quería más luz y espacio, y yo necesitaba recuperar los derechos arrebatados por los nuevos ricos que invadieron Villa Urquiza. Entre otros derechos, el de dormir en silencio.

Las casas de estilo Tudor son lo único que quedó con estilo en Flores, y a Tamara no le caía nada bien que el caserón estuviera ubicado cerca de una zona roja. Pero le expliqué que a veces conviene dejar de lado la tilinguería: ciento noventa metros cuadrados en dos plantas ―y seis habitaciones―, al precio de un departamentucho en un barrio caro y colapsado, representaban un negocio redondo.

Según los de la inmobiliaria, el deterioro de la casa se debía a que estaba deshabitada desde hacía años. De ahí el precio. Nos decían que los antiguos dueños murieron, y que el inmueble estuvo en sucesión durante mucho tiempo. O sea, pormenores técnicos que a nosotros no nos importaban demasiado. Parece ser que nuestro locatario real es un extravagante heredero. Según la martillera, un “chifladito”.

Como fuese, Tamara podrá dar sus clases de yoga los sábados, sin necesidad de alquilar una sala. Plutón tendrá mucho para husmear, rincones para investigar; y no hará falta sacarlo tan a menudo. En cuanto a mí, podré concentrarme en mis proyectos sin la distracción del afuera.

En suma, la casa era ideal, y el alquiler tan bajo nos permitía reparar lo que hiciera falta.

***

Cuando cerré la puerta con todos nuestros muebles adentro sentí una batalla ganada. Un nuevo comienzo.

Acomodamos lo más grueso, y nos sentamos en las cajas a comer unos sándwiches. Plutón nos manoteaba las rodillas requiriendo su pedazo.

El hogar a leños era una chimenea del infierno: teñido de hollín y carcomido por una sustancia oscura y rojiza, me hizo pensar que no había sido usado como calefacción, sino para cocinar. Quién sabe qué habrán cocinado ahí. Una comida densa y roja. Algún tuco grasoso.

Y ese agujero negro infestado de malezas que es el patio central, ya lo dejaría yo como un vergel. Vergel que Plutón abonará profusamente. Y estará bien que lo haga. Todos necesitamos nuestro pedazo de tierra.

Una cuestión: ¿qué cuarto usaríamos como dormitorio? Porque seis habitaciones no se tienen todos los días. Optamos, por supuesto, por la del baño en suite. Pero, como no había luz eléctrica en la planta alta, apilamos ahí algunas cosas, y bajamos al salón principal.

Bien entrada la noche, pedimos comida china. Mientras la traían, no entretuvimos abriendo cajas y redescubriendo nuestros objetos como si fueran ajenos.

Comimos el chow fan directamente de la bandejita, sentados en el colchón que habíamos dejado en la sala principal. El perro comió los restos. Después, nos recostamos los tres en ese mismo colchón, y nos quedamos dormidos. Agotados.

Poco antes del amanecer me desperté sintiendo cosquillas en mis pies descalzos. Los moví para correr a Plutón, pero él no estaba. Intenté seguir durmiendo, pero fue inútil. La excitación por la novedad de la nueva casa me desveló.

Le di unos besos y unos pellizcos a Tamara, que ni se enteró y siguió durmiendo como un tronco. Entonces, me levanté. Ya entraba algo de claridad por las ventanas del patio. Contemplando el salón, me desperecé como un oso. En verdad era oscura la casa, pero qué enorme. Quizá podría ganarse algo de luz si pintáramos de blanco. Tendría que sacar el empapelado, y vaya a saber con qué me encontraría. En fin, ya veríamos qué hacer.

Me acomodé la ropa, me puse las zapatillas, y hurgándome lagañas fui en busca de Plutón.

El jardín ―mejor dicho, el baldío― era el único lugar por el que entraba algo de luz. Pensé que debería hacer un poco de marketing para convencer a Tamara del beneficio de la mudanza, ya que ella ―ahora instalados― encontraría la casa demasiado oscura y derruida.

No vi al perro en el jardín. Me llamó la atención, imaginé que estaría investigando por ahí. Seguramente, había subido la escalera.

Yo tenía en la mochila café instantáneo y un paquete de bizcochitos. Un desayuno en el colchón, aunque fuera escaso, sería la garantía del buen humor de Tamara. Entré en la cocina, y me sorprendí también por la dimensión. Se ve que de mañana uno ve todo más grande. Los azulejos blancos colocados como ladrillos, con sus junturas negras, me rememoraban las películas de la Alemania nazi. Es cierto, era un ambiente algo tétrico. Pero, a su debido tiempo, todo sería reacondicionado.

Cuando encendí la hornalla industrial, brotaron decenas de cucarachas, que desaparecieron por los mismos recovecos después de movimientos erráticos y atropellados.

Me arrodillé en el colchón junto a Tamara, con el café humeante en la única taza sin embalar, convencido de que el ruido del paquete de bizcochos atraería a Plutón. Un débil rayo de sol atravesó el ventanal del patio, y se metió en la sala, recortando el humito del café con dramatismo publicitario.

Tamara despertó con los ojos hinchados y el pelo hecho una maraña, pero igualmente hermosa. Sin hablarme me sacó la taza de la mano, y al sorber, hizo un gesto desaprensivo.

―Está muy caliente ―dijo.

Me devolvió la taza y se acurrucó en el colchón, tapándose con mi campera hasta la frente.

Bebí el café y comí bizcochitos.

Ella se incorporó de golpe.

―¿Y Plutón? ―preguntó.

―No sé ―dije, bostezando―. Debe estar arriba.

―¿Pero qué, no te fijaste? ¡Pluti! ―gritó―. Te fijás, por favor ―me dijo, y se abrazó la almohada improvisada con diez de mis remeras.

Al subir la escalera, cada peldaño crujía más que el otro, y el ruido era imposible de atenuar. Sin embargo, no habíamos oído al perro.

Y ahora tampoco podía verlo: sin luz y con los postigos cerrados, prácticamente no se veía nada.

―Plutón ―dije, y silbé por el pasillo penumbroso.

Nada.

Entré en cada cuarto iluminando con el celular. Me resultaba absurdo que el perro no apareciera.

Había un olor que no había percibido las veces que vinimos con la martillera a ver la casa. Tampoco lo había notado ayer cuando subimos con Tamara. Pero ahora sentía claramente un hedor dulzón y penetrante. Como amoníaco, o algo así.

―¡Plutón!

Desde el baño en suite de la habitación principal, se proyectaba un haz de luz. La única abertura sin postigo estaba en ese baño. Igual que la mayoría de los cuartos, daba al jardín. Al entrar, me sorprendió ver los mismos azulejos blancos de la cocina, colocados como ladrillos con sus junturas negras. Uno no se fija en estos detalles cuando hace las visitas con la inmobiliaria. La gigantesca bañera blanca ―beige, mejor―, con sus patitas de cerdo, remitía a las casas europeas de la posguerra. Curiosamente, dentro del baño el hedor había mermado. O puede ser que la nariz se me acostumbró. ¿De qué sería ese olor fétido? ¿Las cañerías, las cloacas? Tendría que procurar que Tamara no se diera cuenta de esto hasta que yo pudiera arreglarlo: compraría sahumerios cuanto antes.

Por primera vez, después de semanas de luchar contra viento y marea ―y contra Tamara― para que saliera la operación, comprendí que quizá me había apresurado. La casa era genial, sí; pero su estado, francamente…

Un mazazo en el pecho me dispersó esos pensamientos. Con la escasa claridad que provenía del ventiluz, percibí un movimiento en la bañera. En el microsegundo que tardé en entender que era Plutón quien se movía, casi muero de un infarto.

El perro temblaba y tenía los ojos bien abiertos, su enorme cuerpo peludo hecho un ovillo, la cola entre las patas.

Le hablé suave, y de a poco, acerqué una mano para acariciarlo. Él, con los ojos, buscaba mi mirada sin mover la cabeza. Cuando por fin lo toqué, lloriqueó como un chico. No le conocía ese timbre de voz: apenas ladraba alguna que otra vez, y nunca lo había oído llorar; sólo pucherear cuando quería más comida. Ahora emitía un sonido agónico, como si estuviera lastimado, dolorido.

Alentándolo con promesas de bizcochitos, lo fui sacando de la bañadera. Reticente y empecinado, él todo lo olía. El silencio matinal del domingo amplificaba cada pequeño crujido o movimiento. Se hizo oír el oso de las cañerías ―seguramente, Tamara tiraba la cadena en la planta baja―, y Plutón atinó a volver a la bañera. Me puse firme: lo agarré del collar y lo reté.

Cuando bajamos, Tamara salía del baño. Saludó al perro con la efusividad que no tenía conmigo, y él se abalanzó sobre ella. Quejoso y con llantitos, se le pegaba al cuerpo mirándola con ojos requirentes. Ella me preguntó qué le pasaba, y yo me alcé de hombros. Yo qué carajo sabía qué le pasaba.

Al otro día logramos que dieran electricidad en la parte de arriba, y a partir de la segunda noche dormimos en la habitación principal. Plutón se mantenía siempre pegado a nosotros. Si yo me levantaba a la madrugada para hacer pis, él venía conmigo. Se paraba detrás de mí, y me observaba. Como si me custodiara.

―¿A qué le tenés miedo, Pluti? ―le pregunté una noche, y me miró a los ojos.

Una mañana, encontré en el cuartito del fondo una vieja cortadora de pasto. La enchufé y la puse a andar. Aunque vieja y desvencijada, funcionaba bien. Emparejar toda esa espesura me producía una sensación agradable. Con todo, la máquina hacía un ruido infernal, y Plutón, aturdido, no había tardado en meterse adentro de la casa.

Entonces ocurrió algo repugnante: cuando me acerqué con la cortadora al epicentro de la maleza, un ejército de ratas salió disparado en todas direcciones. No eran tres o cuatro, sino decenas y decenas. Y de todos los tamaños. Algunas increíblemente enormes. No parecían tenerme miedo; muchas se me quedaban mirando provocadoras, preguntándome con qué derecho destrozaba su hábitat. Apagué la cortadora.

Por suerte Tamara trabajaba fuera de casa en esos horarios. Si hubiera visto con qué facilidad las ratas se dispersaban y subían la medianera usando esas patitas de ventosa, me hubiera obligado a irnos de allí para siempre. Encima no preví cerrar la puerta que daba al interior, y buena parte de la manada se metió en la casa.

Le oculté a Tamara el asunto de las ratas. Pero el diablo siempre mete la cola.

***

Con el empapelado pintado de blanco, los cuadros colgados, las lámparas y nuestros muebles ―económicos pero simpáticos―, la casa adquirió calidez. Con luz, la planta alta se veía mucho menos tétrica. Y, nuestra habitación, realmente fastuosa.

Haber sorteado los problemas de las primeras semanas, y empezar a disfrutar del espacio y la libertad de nuestro nuevo hogar, hizo que las cosas se distendieran. Tamara sonreía de nuevo, hacía algún que otro chiste. Y ayer, antes de irse a trabajar ―cuando me creía aún dormido―, me dio un dulce beso en los labios, mientras me decía, bajito:

―Decí que sos tan lindo, hijo de puta.

Todo esto me ponía muy feliz. Hasta me olvidaba, de a ratos, de las subinquilinas ―ni se hacían notar, por suerte.

Después de pagar el segundo mes de alquiler, nos dimos cuenta de que la decisión de mudarnos, y más específicamente de mudarnos a esta casa, había sido la correcta. De a poco, fue volviendo la armonía. Y Plutón lo celebraba. Se notaba que al perro lo hacía feliz vernos juntos. Vernos juntos bien. Él sufría nuestra desconexión, por pequeña que fuera.

En la cocina no planeamos remodelar. Sólo limpiamos y le sacamos brillo a todo, y reemplazamos los horribles tubos fluorescentes por spots de par36. La ambientación, entre vintage y minimalista ―conseguida solamente con la nueva iluminación―, nos conformaba.

En uno de los tantos y enormes armarios de la alacena, guardábamos la enorme bolsa de quince kilos con el alimento balanceado de Plutón. Esa bolsa, que era imposible disimular en nuestro viejo departamentito, cabía aquí en sólo una de las puertas.

Cierto mediodía, abría yo esa puerta para sacar la ración. Tenía una medida inequívoca: la cavidad de mi propia mano. Plutón comía lo que cabía en mi puño. Se lo mezclaba con un poco de arroz, sobras y menudencias. Yo metía la mano en la bolsa, y la sacaba llena de esos granos. Me había acostumbrado a hacerlo así, en vez de usar el pocillo medidor. Pocillo que nunca encontraba, y que a veces me costaba meter por el agujero de la bolsa. Ahora, al meter mi mano sentí un asco extremo. Por reflejo me aparté hasta casi romperme la cabeza con las ollas colgantes: Tamara decía que con las ollas colgadas ganábamos lugar y “onda”. Adentro de la bolsa había algo que se movía. Algo peludo, y a la vez gelatinoso. Algo que conformaba una unidad total, pero compuesta por muchas pequeñas unidades. Lo registré con un simple, aterrador y asqueroso tacto. Enseguida corrí a poner las manos debajo del agua caliente. Desesperado, me froté con Cif. Plutón me observaba sin entender por qué no le servía de una vez su alimento. Agarré la escoba nueva, y descargué sobre la bolsa una brutal repetición de golpes, con la furia y el ensañamiento que nacía de la propia repulsión. A cada palazo oí agudos chillidos, que se mezclaron con mis puteadas y el lloriqueo del perro; seguramente Plutón creería que yo me había vuelto loco: ¿cómo el amo atacaba a escobazos su más preciado bien?

Cuando cesaron los chillidos, dejé de golpear. Apoyé la escoba contra la pared del corredor, y agarré un Tramontina del cajón de los cubiertos. Ensayé un cuchillazo al lomo de la bolsa, no me animaba a pasar a los hechos. Tuve que juntar valor, y entonces puse un pie a cada lado en media sentadilla, y clavé el cuchillo con violencia, trazando un corte longitudinal. Salté, y agarré de nuevo la escoba. Con la parte del palo, abrí las láminas plásticas que dejó el corte. Una rata grisácea del tamaño de una pelota de rugby yacía aplastada contra el Proplan, ahora ensangrentado. Entre las garras, tenía un grano de alimento a medio comer. Del abdomen hinchado y blancuzco, le salía un racimo de pequeñas tetitas blancas. Y conectada a esas tetitas, media docena de escrotos de viejo. No. No eran escrotos, por supuesto: Madre Rata amamantaba a sus crías, ahora reventadas.

Tuve una arcada. Plutón, babeando, quiso acercarse a devorar ese manjar. Pero lo espanté con la misma escoba.

―¡Plutón, la reconcha de tu madre! ―le grité, sacando afuera la bronca de una conmoción que el pobre no me había provocado.

Agarré una bolsa grande de consorcio, y sin tocar mucho metí adentro la del alimento balanceado. Mejor dicho, el despojo sanguinolento de la familia rata.

Después tiré todo en el contenedor de la esquina. No pude dejar de imaginar el bien que le estaba haciendo a la comunidad ratuna ―treinta ratas por habitante según el último censo porteño―, si es verdad que las ratas son caníbales.

Decidí que era tiempo de ocuparme de la plaga.

***

“Matamos por encargo” decía el anuncio. Me atendió el teléfono alguien que no conoce los rudimentos del trato con humanos. Asimismo, conseguí explicarle lo que necesitaba. Y tengo que admitirlo: vinieron rápido.

Vistos a través de la mirilla de la puerta, enmarcados por las tejas de mi vetusto porche, los dos personajes parecían salidos de un correccional. Uno, el regente; el otro, un internado. Los imaginé limpiando un pasado delictivo.

De la camionetita estacionada en doble fila, bajaron varios cajones de plástico y una especie de aspiradora. Abrí la puerta y les ofrecí ayuda, pero ninguno me contestó. Se veían muy ocupados con los trastos. Sin embargo, uno de ellos ―el más viejo―, reparó en la rubiecita que ofrecía sus servicios parada al costado de mi casa. El tipo le dijo algo que yo no llegué a oír, y sonrió procaz. La chica lo miró de reojo, con desprecio. Después desvió la vista hacia mí, y me dedicó la sonrisa que le escatimó al fumigador.

Quedé perplejo. No por la actitud de ella, que cuajaba con su oficio, sino porque era muy hermosa. No sabía que había putas tan hermosas. Por lo menos, así, en la calle. Menos, de mañana. Y en la puerta de mi casa. Y no sólo eso, estaba bien vestida, con ropa sencilla pero de buen gusto. Sexy, aunque no vulgar. Digna, como rescatada de su oficio. Hasta se daba el lujo de no exhibir de manera grotesca su cuerpo exuberante. No calzaba una micromini, ni un pantalón muy ajustado; podría pasar perfectamente por una universitaria veinteañera de clase media alta.

Quedé tan estúpido que no pude responder a su sonrisa. No me la imaginaba cogiéndose al desratizador. Y me costó cerrar la puerta después de que él entrara las cosas con el asistente, que se puso a observar mi casa con un descaro exasperante. Insolente y provocador, en su desparpajo analizaba portarretratos y pañoletas de Tamara. No sé qué miraba tanto el hijo de puta. Era alto, fuerte, y con cara de resentido. Y además estaba todo picado de viruela, si es que aún existía la viruela.

El más viejo, que al menos simulaba alguna amabilidad, era el típico chanta argentino.

―Qué lindas que son las putas ―dijo, y me miró como esperando que yo aprobara tal aseveración.

Cambié de tema.

―Bueno ―dije, hosco―, es acá, en el patio… y todo arriba también.

El picado de viruela seguía estudiando cada detalle. Estuve a punto de echarlos a patadas, pero me contuve: quería solucionar lo de las ratas.

―Mirá, pibe ―dijo el viejo―: acá tenés que hacer una desinfección a fondo ―lo dijo como si no fueran ellos los encargados de hacerla―. Acá, esto… ―Aplastaba el piso flotante con el metatarso del pie, lo hundía peligrosamente―. Acá esto está todo podrido por dentro, eh.

Me explicó que ellos podían “dejar concha p’arriba a las ratas”, pero que no me garantizaban que no volvieran.

―Se aquerencian ―decía, el “especialista”, como si hablara de los niños coristas de un orfanato.

―Bueno, está bien ―dije―. Pero ahora pueden hacer el trabajo, sí o no.

No pude evitar decirlo mal, con bronca, y el más joven me miró desafiante. El viejo se hizo cargo de mi ansiedad.

―Sí, sí, por supuesto. Pero acordate: las ratas reinciden. Te lo digo para que lo sepas. Porque después, vistes…

Matá las ratas y dejate de joder, pensé, pero no dije nada.

―Bueno, si necesitan algo ―dije, impaciente―. Alguna cosa…

―No, no, nada ―dijo el viejo, y le hizo un cabezazo al cara agujereada como para que arranquen―. Si querés, pibe ―el “pibe” era yo―, tapate un poquito acá todo esto ―Y señaló los sillones.

Mientras sacaban la aparatología, me explicaba ―siempre el viejo, el otro no abría la boca― que cuando echaran no sé qué producto tóxico me tendría que ir por unas horas. Le expliqué que no podía irme, pero insistió.

―No es bueno respirar esta porquería las primeras horas ―dijo―. Nosotros somos mamíferos también.

Lo pensé mejor y les impuse a mis viejos un asado express en su propia casa. Siempre deseosos de recibirnos, accedieron de una. Llamé a Tamara y le mentí que me había olvidado que mi mamá nos había invitado a cenar ―el Desratizador en Jefe me miraba asintiendo con sabiduría―. Tamara puso el grito en el cielo, pero la convencí con diferentes argumentos.

―Te paso a buscar por el trabajo ―dije, convincente―, no tenés que cocinar.

Bien sabía yo que debería aguantar su mal humor, pero peor era que se enterara de lo de las ratas.

Los tipos terminaron bien entrada la tarde. El viejo me dijo que en los próximos días podía encontrar alguna rata muerta. Si así era, que metiera el cadáver en una bolsa y lo tirara así nomás. Decía también que me convenía llamar a un arquitecto.

―¿Por? ―pregunté mirando el techo.

―Tenés buena madera acá, pero estas hijas de puta te la morfan que da miedo. Y vi que tenés un perro también.

―¿Qué hay con el perro? ―dije, alarmado.

―Mejor vacunalo, pibe. Nunca se sabe.

Siempre tenía algo más para agregar. Insoportable. Yo solamente quería que se fueran de una buena vez. Le entregué la plata en efectivo, mientras el otro subdotado me miraba receloso.

―Acordate, nene ―dijo el viejo―: reinciden.

El grandote sonrió por primera vez, pero con malicia.

Quería deshacerme de ellos más que de las ratas. Les abrí la puerta, y salieron. Me quedé observando cómo subían todo a la camioneta, y los vi partir. Cuando se perdieron por la esquina, miré a izquierda y derecha un par de veces. No vi lo que buscaba.

―Picarona ―dije.

Ya en casa, busqué cambio en la mesa de luz, y me fui a comprar sahumerios.

***

―No me vas a decir que trajiste a Plutón ―se lamentó Tamara al subir al auto.

―Vos sabés: a los viejos les gusta.

Puso su mejor mueca de escepticismo. Media hora después, mi madre disparó:

―¡Ay, pero me va a llenar todo de pelo!

―Tu hijo no lo pensó así, Perla ―agregó Tamara, y me miró ganadora.

Conciliador como siempre, mi padre se llevó el perro afuera.

―Plumón me va ayudar a hacer el asado ―dijo, cambiándole sin querer el nombre.

Tuvimos una comida amena. Bastante. Hasta casi olvido el motivo por el que estábamos ahí: las ratas; las reincidentes.

***

Apenas entramos en casa, Tamara empezó a olfatear.

―¿Qué es ese olor espantoso?

Contribuyó con mi tono casual el hecho de estar apoyando llaves y documentos en la mesita de recepción:

―¿Qué olor, Tamy? ¡Ah, no…! Es que hoy prendí un par de pastillas de Gamexane. Por las dudas, viste.

―¿Por las dudas de qué? ―preguntó, desencajada.

―No, nada ―dije con actitud displicente, aunque temía lo peor―. Por las pulgas de Plutón y todo eso. Y la casa, viste que es todo madera…

Agarrando a dos manos la cartera, Tamara inspeccionaba todo el ambiente, como buscando algo más.

―Pero sos boludo, vos. ―Y descargó con violencia la cartera sobre el sillón de la entrada―. Qué pulgas tiene el perro. Mirá el olor que hay.

Levantaba presión. Procuré tranquilizarla con tono despreocupado.

―No, gorda… Pero esto después se va. ―Y como afianzando agregué―: Era necesario hacer una desinfección. Pensá que no sabemos quién vivió acá, o qué carajo hicieron. Mirá lo que era la chimenea, por ejemplo.

Ella pareció recapacitar.

―Pero sos boludo. Al menos me hubieras avisado, y sacaba la ropa. O por lo menos enfundaba todo. Además, por qué se te ocurre hacerlo ahora. Por qué no lo hiciste antes de mudarnos.

―No, ya sé ―dije, rascándome la cabeza como un adolescente―. Tenés razón. Pero hoy encontré de nuevo cucarachas en la cocina, y dije basta. Acabo con el problema de raíz.

―¿Y por qué no echaste Raid? Yo no sé si el Gamexane mata las cucarachas.

―No, gorda, te explico: el otro día leí un artículo que decía que el Raid no sirve para nada. ―Era una perfecta mentira, por supuesto, pero la dije con toda la autoridad del caso―. Para desinfectar bien necesitás meter algo fuerte. Por eso… Perdoná, tenés razón. Pero bueh, pensá que ahora no hay más cucarachas.

―Ay, ay, ay…

―No te enojes, bichín.

―No, boludo, no me enojo. Pero por lo menos avisame. ¿Cómo carajo dormimos hoy con este olor?

―No, Tamy, ya ventilé arriba. Dejé todo abierto. Así que no hay problema.

―Y para colmo me tengo que fumar a estas trolas mirándome de arriba abajo cuando entro a mi casa… ―dijo, y agarró la cartera―. La puta madre, carajo.

Y subió.

***

El único cadáver lo encontré meses después bajo la escalera, en el hueco que aprovechamos para archivar el papelerío de cuentas y facturas. Ratas de mierda, parece que tuvieran pasadizos secretos: jamás vi a ninguna paseando campante por el living. Son astutas.

***

Las cosas con Tamara iban mejor. Las novedades de la casa ayudaban a esa mejoría. Plutón disfrutaba, aunque seguía con esa actitud temerosa. Se nos pegaba a Tamara y a mí. Y si salíamos hacía berrinches, y no quería quedarse solo. Me seguía acompañando al baño cada noche. Cuando Tamara se iba a trabajar, iba con ella hasta la puerta y, tras su salida, se quedaba un buen rato olfateando y lloriqueando.

Fuera de eso, todo marchaba.

***

Una tarde ―un rato antes de que llegara Tamara del trabajo―, me puse a espiar a las chicas que trabajaban ahí, en la puerta de casa. Por la mirilla veía poco movimiento, no distinguía más que unas siluetas borrosas. Así que abrí la puerta unos veinte centímetros. Plutón se acercó para querer salir.

―No, Plutón, basta ―le dije, sin mirarlo―. Andá para allá ―y le señalé la cocina.

Obedeció, desilusionado, y yo seguí espiando con la puerta entreabierta.

Y ahí estaba ella de nuevo. La rubiecita.

Enseguida me advirtió, y se le formó una sonrisa seductora. No me miró explícitamente, pero supo mostrarme que percibía mi presencia. Vestía ropa similar a la del día de los fumigadores. Revirtiendo la conducta timorata de un par de meses atrás, abrí del todo la puerta: no me gusta quedar como un pelele.

Ella se acercó, y nos miramos sin hablar.

Lo pensé, lo pensé mucho: en esos pocos segundos mi cabeza fue una autopista colapsada. Atrapado y sin movimiento durante tantos meses, mi cuerpo pugnaba por acción. La agarré de la mano y la metí para adentro.

―¡Ah, bueno! ―dijo, pero sin resistirse.

Cerré la puerta.

―Sacate esto ―le dije, y no esperé a que obedeciera: la desvestí con apremio de condenado.

Ella colaboró, pero mi urgencia era tal que terminé arrancándole lo que le quedaba de ropa.

La tiré al piso ahí nomás a cogerla salvaje sin forro ni nada. No pude siquiera permitirme juegos previos. Sólo necesitaba penetrarla, una brutal desesperación. Fuimos arrastrándonos como animales, hasta que nos frenaron las cajas y las carpetas apiladas bajo la escalera. Ella besaba, chupaba mi boca con la misma fruición con que yo la cogía y la cogía. Me descubrí pensando: ¿No era que las putas no besan en la boca? Y al acabar me oí decirle que la amaba. Me derrumbé bufando encima de ella, que se aferraba a mi cintura como si me conociera. Como si me quisiera.

Abrazados como novios, fuimos recuperando el aliento.

Y ahí estaba, al igual que cada vez: el aplastante peso de la culpa. La frustración de confirmar que soy esclavo de una pulsión que me doblega. Ese malestar de sábado de juerga y borrachera babosa, que anticipa un domingo de resaca y depresión. Lo espantoso de fallarle a lo que más quiero. De fallarme.

Apenas pasan segundos, la lujuria de leche y miel muta a un asqueroso engrudo de fluidos propios y ajenos. Descubrir los ojos de Plutón mirándome asustado desde la cocina no hace más que confirmar mi vicio: esos ojos sabios me recriminan la incoherencia de castrarlo a él, y licenciarme a mí.

Pero hay más ojos: los de la rata que asoma la cabeza desde ese agujero, ahí en el piso hueco, debajo de la escalera.

Y otros ojos. Los de Tamara. Petrificada en la puerta de calle, panea de la rata a la puta, y de la puta a la rata. Y esos ojos enloquecidos no pueden con lo que ven. Y estallan entonces. Estallan en lágrimas que ―literalmente― explotan de esos ojos. Y caen al piso. Y alcanzo a oír el ruido que hacen esas lágrimas cuando caen. Como caen también el portafolio y el abrigo, no pudiendo ya ser sujetados por las manos temblorosas.

Me odio mucho, y necesito contárselo a ella.

―Tamy, por favor tratá de entender… soy un enfermo.

Pero sé que no hago más que matarla. Matarla más, si se pudiera. Y sé que no habrá vuelta atrás. Esta vez no.

Tamara da largos pasos hasta alcanzar el perro. El deteriorado piso hueco de madera retumba ante la furia de su pisada. Ella agarra a Plutón con la violencia con que una buena madre sacaría a un hijo del vicio. Lo arrastra hasta la puerta de calle, levanta sus cosas, y se va con nuestro perro dejando la puerta abierta.

La puta me mira con picardía. Y hace un chiste. Y dice su cifra.

Pero yo he perdido conexión: un zumbido se interpone; el zumbido que embota mi cabeza por saber que acabo de perderlo todo.

Y la puta rata sigue ahí, mirándome ganadora.

Reincidentes.

Es así, nunca podré con ellas.

Pablo Laborde