Si algo define a Lars Von Trier como director es la oscuridad. Una oscuridad, eso sí, alejada de su concepción más primaria. Una oscuridad reinventada, íntima, desasosegaste, llena de matices, que podría llevarnos a imaginar que el director de Rompiendo las Olas no rueda en digital ni en película, sino en una materia concebida para mantener al Sol alejado durante varias eternidades.
Nymphomaniac constituye la enésima trampa de su creador. Olvidada cualquier referencia a su provocador Dogma, Von Trier sigue jugando al despiste, poniendo zanahorias en el camino para que nosotros, como ingenuos conejos, caigamos una y otra vez. Esta vez, fue el sexo. Nos dijeron que Von Trier iba a acercarse a la pornografía como jamás nadie había osado. Que íbamos a asistir a la historia de una ninfómana, y que la censura no había sido invitada. Que duraría cinco horas, o cinco días. Atraídos por el cálido rumor, los espectadores ocuparon sus butacas sedientos de placer, desnudez y excitación. Acabaron escuchando a Bach y divagando sobre la naturaleza del bien y el mal. Notando desde el silencio como erección y lubricación desaparecían mientras su mente peleaba por respirar. Desconcertados al no poder gozar de un erotismo que, ¡oh, pobres ilusos!, Von Trier no contempla en su perversa mente.
Es difícil definir la última película de Lars Von Trier. Tal vez podría formar parte de una cierta reinvención del cine de terror, a la que llevamos asistiendo desde la perturbadora Anticristo. ¿O deberíamos remontarnos a Dogville? Von Trier, con tantas aptitudes para el ilusionismo y la psiquiatría como para el cine, nos lleva de nuevo a un incómodo abismo, a mirarnos como especie y sentir asco, a vivir la enfermedad en primera persona, y a replantear cualquier teoría sobre el bien y el mal. No es casualidad que mezcle conceptos, como ironía y drama, o que recurra a un psicoanálisis convertido en extraño juego de espejos. ¿Qué es el bien, y qué el mal?; ¿Qué es la libertad?; ¿Qué es el sexo?; ¿Qué, la soledad?
Nymphomaniac, concebida como sofocante peregrinación, nos ofrece el tortuoso recorrido vital de Joe, una ninfómana interpretada por Charlotte Gainsbourg con la intensidad de quien parece llevar el sufrimiento tatuado en la piel. Contada en varios capítulos, Nymphomaniac se muestra como una obra áspera, rocosa, en la que cualquier aroma a sentimiento es ahogado por una gélida concepción del ser humano. En una larga y metafórica charla con un supuesto ángel redentor, Joe explica su tortura, su desesperada lucha por recuperar una sensación perdida en la niñez, su incapacidad para vivir la normalidad a la que todo ser humano aspira. Una historia donde el sexo, alejado de cualquier propuesta convencional, es presentado como un elemento de dolor y obsesión, donde no se jadea por placer, sino por sufrimiento.
En Melancholia, Lars Von Trier condenó al ser humano al peor de los castigos posibles. Lo llevaba directamente al fin de su existencia. Con ello, parecía cerrar una parte de su filmografía, dedicada a mostrar a sus congéneres como almas venidas del infierno, sin más luz que la que él haya podido ver en los cortos días de invierno de su Dinamarca natal. Sorprendentemente, en Nymphomaniac, Von Trier recrea una pena infinitamente peor, pues no hay acto más dramático que resignarnos a ser humanos, a aceptarnos como bestias, a vagar eternamente por un purgatorio del que no hay salida. Sí, amigos. Vivir puede ser peor que morir. Especialmente, si asumimos que el mal no es más que el bien obrando a cara descubierta.