OASIS (Marruecos, septiembre 2005)

Por Moncho Satoló

(Artículo publicado en el semanario El Especial de Nueva York en 2006)

Hace unos meses viajé a Marruecos. La ruta, incierta. Hice todo el recorrido en tren, así que el único requisito que debía tener una ciudad para visitarla fue que  tuviera estación. Mi mochila y yo. Los dos nos recorrimos en diez días las urbes más importantes del país: Tánger, Marrakech, Fez, Casablanca… Y, entre cientos de novedades, algo me llamó especialmente la atención: los bares con licencia de alcohol. 

Llegué a Casablanca. Algo inesperado, porque debía haber cogido el tren en dirección opuesta, pero me confundí. Típico. Busqué un hotel y, caída la noche, salí a dar un paseo. “Quieres follar, chica guapa”, me dijo a los pocos metros un hombre de bigote huseiniano y aspecto descuidado. “No, gracias”, respondí. “Chico, querer chico”, insistió. Me alejé. Pronto, unas llamativas luces de neón me hipnotizaron. Al principio, confundido, pensé que se trataba de un prostíbulo pero, a medida que me aproximaba, reconocí un sensual e inimitable cartel verde que anunciaba: Heineken. Se trataba de un bar con una maravillosa licencia de venta de alcohol. Un oasis en un desierto de abstemios.

  

Nocturna Casablanca / Wayfaring travel guide

   La llamada de lo prohibido. Marruecos, país musulmán, tiene muy restringida la venta de bebidas alcohólicas. Una atracción que se multiplica cuando los termómetros marcan cuarenta grados a la sombra. Pónganse en mi situación. ¿A que sienten escalofríos al imaginar una deliciosa cerveza bien fría?

  El bar tenía su clase. Sin ventanas, oscuro y en las paredes, además del obligado retrato del Rey Hassan II, fotografías de famosos intérpretes de jazz como Miles Davis o Ella Fitzgerald. Detrás de la barra, un pequeño surtido de bebidas: vodka, ron, ginebra y whisky. Los cinco hombres que había en el local (tres en la barra y dos en una mesa) bebían cerveza.

  Los hombres de la barra, por extraño que parezca, bebían la cerveza en vasos de chupito. Sí, como si de tequila se tratase cuando, en realidad, la graduación era de 4,7º. Incluso había un puesto en medio del bar donde un inmenso negro servía pequeñas raciones de cerveza. Los motivos, quién sabe, quizá se debiera al alto precio del botellín para un sueldo local (10 dirham, es decir, 1 dólar por unidad) o, también, lo poco acostumbrados que estaban a consumir alcohol.

Otra imagen de Marruecos, Rabat / UNIDO

  A pesar de la apariencia paradisíaca del local (libertad en un país repleto de restricciones), una nueva mirada, poco a poco, se fue mostrando ante mí. Ya no se trataba de gente con un modo de pensar abierto y bohemio, sino de personas con una realidad desdichada que debía ser olvidada.

   En la barra se apoyaba un joven de no más de treinta años, delgado, impecablemente vestido de blanco y dueño de un fino bigote. Era el que más bailaba, se abrazaba a todo el mundo y, para no caerse por la embriaguez, trataba en todo momento de agarrarse a algo. Sin embargo, tras aquella máscara, se podía vislumbrar una vida repleta de penas. Quién sabe, quizá se encontraba desempleado, o recibía un sueldo mísero por largas horas de trabajo, o se hallaba falto de amor, de futuro.

Curtido de pieles en Fez / Monssaiq

   A su lado, con los codos sobre la barra,  un hombre de unos cincuenta años de rostro gastado. Ni una palabra mientras lo observé. Y sentados en una de las mesas más alejadas, dos hombres, uno joven y otro entrado en los sesenta, franqueados por un arsenal de cervezas. A ratos, el veinteañero apoyaba su mano derecha en el hombro izquierdo del mayor mientras, con la mirada clavada en la mesa, agitaba la cabeza.

   Y, cuando el reloj marcó las diez, nos echaron. Esto me ocurrió el segundo día en Marruecos y, hasta la última noche, no volví a encontrar otro bar. Fue en Fez y el local se parecía mucho al anterior salvo en un pequeño detalle. Al entrar vi que el camarero apartaba algo de la barra. “Un insecto guiado por la luz”, pensé. Sin embargo, para mi sorpresa, al sentarme lo descubrí: decenas de cucarachas recorrían el suelo, las mesas, la barra. Eran rápidas. Intenté pisar algunas, inútil.

Vista de Fez

   De fondo se escuchaba música árabe mezclada con el canto de un tambaleante borrachín. Como en Casablanca, un solitario bailaba frente a la indiferencia de los demás. A mi lado, un hombre movía sin cesar las pestañas. Mi gente, locos desconsolados. Y, mientras las cervezas se iban acumulando, las penas, como cucarachas sorprendidas por la luz, se alejaban. Ay, sin embargo, ¡qué poco tardan en volver! Cucarachas. Y penas.