Pretendía ser consciente de su propio deterioro, al contrario de lo que hace la gente, que se aferra a cualquier excusa para minusvalorar o ignorar los males que sufren. Estaba convencido de que, a partir de cierta edad, la decadencia es inevitable y te va amputando apetitos y órganos o funciones del cuerpo hasta convertirte en una piltrafa. Por eso, estaba siempre alerta del momento en que aparecen los primeros síntomas de esa obsolescencia orgánica y mental, en que cada achaque es una confirmación de sus temores, y cualquier dolencia, el resultado de sus predicciones. Por las noches entablaba una lucha sorda, aprovechando la oscuridad silente, para rastrear los ruidos de ese enemigo interno que detectaba tras un latido fuera de tiempo de su corazón, el calambre de algún músculo, el crujir de las tripas, el cansancio sobrevenido o fallos de la memoria que delataban su existencia. Por eso dormía mal, vigilando su decrepitud y respondiendo a las urgencias de la próstata, otro frente atacado por el declive del envejecimiento. No es que fuera hipocondríaco, sino un realista obsesionado con el proceso de obsolescencia al que estaba condenado. Como todo el mundo, pero él no quería engañarse.