Obsolescencia programada

Por Slevin025 @Slevin025

Tengo a una madre que no me merezco. Cada día saca la fuerza de no sé dónde para luchar contra mi mala hostia, mis caprichos, los caprichos de los demás, el egoísmo y el tiempo. Sobre todo con el tiempo. Saca tiempo de donde no lo hay, lo fabrica tan solo para poder colocar un plato caliente cada día en nuestra mesa. Construye hilos de horas, minutos y segundos, en ocasiones, para dejarme la cama deshecha cuando sabe que llegaré tarde, cansada y (probablemente) algo ebria. Se monta su propio castillo de arena que no se mide en granos, sino en momentos, y de ellos hace un mundo. El mío.

“Nunca es tarde para hacer lo que uno quiere”

Cuánta razón y cuánta sabiduría en tan pocas palabras, en la experiencia de una persona que siempre fue lo que la sociedad quiso, y nunca tuvo la oportunidad de pensar en lo que ella quería. Ahora lucha por un futuro complicado en el que los sueños se venden a precio de saldo, porque sobran. Excedentes sin vender de conocimientos, idiomas y situaciones laborales que se han quedado guardados en un cajón olvidado de una habitación sin llave. El tiempo no es cruel por robarnos la juventud o las oportunidades. Es justo, porque nadie se libra. La sociedad, en cambio, sentencia de muerte en vida con la cadena de montaje que, desde 1913, fabrica por igual coches y personas.

La obsolescencia programada ya no es un término que se adecue a los objetos. Mírate, mírame. Nos estamos desgastando con cada minuto que pasa, perdiendo valor, respeto, utilidad para una sociedad que lo mide todo en beneficios.

El tiempo no se puede perder, porque nunca fue nuestro para perderlo. El tiempo es la duración de tu ciclo de vida. Sí, exacto. Como un vulgar producto. Nacemos diseñados para fallar en X años, tras un número indeterminado de decepciones, fracasos y pisoteos de un gobierno que no sabe perder. Puede que por eso los abuelos, y todos aquellos que pertenecieron a otra época, tengan más tablas que nosotros. Más educación, más porte. Más estilo. Fueron los creadores de un mundo a medio hacer que no conocía de rentabilidad porque aún no se había inventado. Ellos, al igual que los productos originales, tuvieron la fuerza para perdurar en su tiempo, también limitado. Sus valores no se perdían tan rápidamente, y el respeto duraba hasta el final de su vida útil.

No me compares un teléfono móvil de hace 15 años con uno de ahora. El primero aguantaba todo, lloviera, nevara o se cayera al suelo mil veces. Ahora a la mínima se resquebrajan, y las grietas ya no nos dejan ver lo que tenemos delante. Antes, el mundo era mucho más duro, cruel pero no caían ante la adversidad así como así. Ahora es difícil no caer en la tentación de quejarse, agachar la cabeza, dejarse avasallar, perder el respeto, olvidar cómo conservarlo. Olvidar cómo luchar.

En una sociedad de consumo, nosotros somos el producto, y los productos son objetos a los que podemos manipular para sentirnos poderosos, útiles. Necesarios. La apariencia no es otra cosa que el embalaje que queremos mostrar; algunos de forma rebelde, dan a entender que necesitan un manual de instrucciones para ser esclavizados. Otros, sin embargo, se conforman con aportar y aprender, sin hacer ruido, utilizando una mecánica tan simple que cualquier persona podría beneficiarse. A éstos les rompen en corazón más a menudo, no me preguntes por qué.

Véndete al mejor precio, aunque haya competencia, porque la devaluación siempre será una opción, y no hay nada más importante que amortizar las hostias que te da la vida de la forma más rentable posible. Porque tú, yo, y ellos, tenemos programada nuestra inutilidad, y el tiempo vuela.