Hay que agradecer al estoicismo la revelación de que ni la vida ni la libertad ni el placer valen nada si no se encaminan a un fin moral superior.
La vida del criminal no vale lo que la del héroe, ni la libertad del estúpido lo que la del genio, ni el placer en el mal se aquilata igual que el que se halla en el bien. Estas palabras por sí solas -vida, libertad y placer- no significan nada en términos de valor objetivo. Están absolutamente supeditadas a fines morales.
Como el árbol estéril es la vida que no aspira más que a conservar la vida, la libertad que no quiere más que ser libre, el placer que sólo desea aumentarse. Estas pasiones, sin ser perversas en sí mismas, son ociosas, por lo que deben arrancarse para dejar lugar a otras más elevadas y productivas.
Una vida inmoral no merece ser vivida; una sociedad indiferente al mal y al bien tampoco es digna de ser defendida. Los límites morales de una nación son semejantes a sus murallas, pues señalan sus dominios y constituyen su defensa. De la misma manera que el líquido sin contención se derrama, así el hombre sin ley.
La ciudad fundada en el placer, la libertad o la vida se edificará en el vacío y, condenada a sucumbir, al cabo no será ni viva ni libre ni placentera.