Los nuevos tiempos, en conclusión, colocaron en el primer plano a los objetos particulares, a los hechos aislados… y a los individuos; el empirismo, desde Hobbes hasta Hume, puso el énfasis en la constatación de que sólo podemos estar seguros de los casos particulares, únicos de los que podemos tener experiencia, mientras que cualquier inferencia que exceda de la mera suma de casos observados, es una puerta que se abre a las meras suposiciones. Por este ramal, la Modernidad estaba recorriendo un camino ya hollado en otro tiempo, aquél en que Antístenes, el fundador de la escuela cínica, le decía a Platón en una de las clases de la Academia: “¡Oh, Platón!, el caballo, sí lo veo; pero la equinidad no la veo”. Tiempos éstos abocados a la crisis social (a la crisis de lo general), como reconocía Ortega cuando decía: “Es curioso que toda crisis se inicie con una etapa de cinismo. Y la primera de Occidente, la de la historia grecorromana, se inició precisamente inventándolo y propagándolo”.
Está claro, sin embargo, que lo más definitorio de los tiempos modernos, la ciencia, no podía sustentarse sólo sobre la observación de los casos aislados: tenía que arriesgarse a proclamar leyes generales que la llevasen más allá de la mera observación, y hacia la previsión de lo que todavía estaba por ocurrir. La Modernidad halló, en este sentido, un camino para la ciencia al conjuntar un saber a priori, las matemáticas, con la observación empírica. A la fusión de estas dos líneas de conocimiento, integradas ambas en el paradigma mecanicista, es a lo que conocemos como física. Isaac Newton (1642-1727) fue el personaje más destacado de la Revolución Científica, y el que de una manera concluyente fusionó en su obra cumbre, “Principios Matemáticos de la Filosofía Natural” (1687), las matemáticas con la realidad empírica, sometiendo una gran cantidad de fenómenos (la caída de los objetos, las mareas, el movimiento de los cometas y los planetas…) a una misma ley general. Comprender algo iba a seguir significando, como siempre, llevarlo, de la mano de la razón, desde su desnudez material (su individualidad, lo que captan los sentidos) hacia su ser ideal, su concepto, su género respectivo, si bien el paradigma mecanicista retraía todas las explicaciones hacia las causas originales de las cosas. En última instancia, el método hipotético deductivo que avaló Galileo, punto de apoyo de todo el desarrollo moderno de la ciencia, consistía en proponer hipótesis (leyes generales) que después había que contrastar con la experiencia. Por tanto, el conocimiento científico consiste en la conjugación de una paradoja: indagar en el hecho particular hasta conseguir incluirlo en alguna ley general, que, como toda ley general, nunca dejará de pertenecer en alguna medida al ámbito de lo especulativo; nadie llegará nunca a poder dar razón de todos los casos comprendidos por una ley general. Por eso se atrevía a decir Ortega que “la verdad científica flota (...) en mitología, y la ciencia misma, como totalidad, es un mito, el admirable mito europeo”. Y en otro lugar: “La idea misma de ciencia es una leyenda, un ‘desideratum’ que ni ha sido ni será nunca rigorosamente realidad”.
Pero la ley del péndulo, después de la prolongada vigencia de lo general durante la Edad Media, y puesto que los hombres sufrimos de graves dificultades a la hora de conjugar las paradojas, había lanzado al hombre moderno hacia el otro extremo pendular, el de lo individual, lo único e irrepetible. Buena parte de la Modernidad, pues, siguió desconfiando de las leyes generales, aquéllas que, sin embargo, avala nuestra razón, y que están en la base, incluso, de los descubrimientos científicos. Y lo empezó a hacer desde tiempos tan tempranos, dentro de la Modernidad, como aquéllos que vivió Lutero, el cual llegó a decir: “La razón es el mayor enemigo que tiene la fe: nunca viene en ayuda de las cosas espirituales, sino que las más de las veces lucha contra la palabra divina, tratando con desdén todo lo que emana de Dios”. Una pretensión ésta de prescindir de lo general (de lo racional) que ha atravesado toda la Modernidad; y así, desde un extremo temporal más contemporáneo, Fernando Pessoa (1888-1935) decía también: “No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe”. En medio, Soren Kierkegaard llegó a decir asimismo: “La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad”. Y Novalis, el romántico por excelencia: “Defino el mundo en la medida en que me defino a mí mismo”. También uno de los personajes de “La señora Dalloway”, novela de Virginia Woolf que marca un punto de inflexión hacia un tipo de literatura narrativa muy propio de esta edad, en el que la que era habitual es sustituida por monólogos interiores, dice en un determinado momento: “Fuera de nosotros no existe nada, salvo un estado de ánimo”.
Todo lo cual, puesto que lo que es propio y exclusivo del individuo se ha ido elevando a categoría absoluta, nos lleva de regreso a los tiempos de la sofística (que compartió época con aquel cinismo del que antes hablábamos), filosofía que recupera Cioran cuando dice: “¿Por qué, pues, adoptar una opinión en lugar de otra, retroceder ante lo trivial o lo inconcebible, ante el deber de decir y escribir cualquier cosa? Un mínimo de cordura nos obligaría a sostener todas las tesis al mismo tiempo, en un eclecticismo de la sonrisa y de la destrucción”. La verdad, que, puesto que exige, para ser poseída, que la enunciemos en términos universales (no puede ser una para cada individuo), es decir, en términos racionales, va dejando de ser una aspiración para los hombres de este tiempo, para los que pasa a ser válido ese “eclecticismo” de lo que hoy puede que sea “sonrisa” y mañana “destrucción”. Se trata de aquello mismo que Dostoievski dejó enunciado por boca de su personaje Iván Karamazov: “Si Dios (es decir, el todo, lo general) no existe, todo está permitido”. André Breton, en su “Manifiesto del Surrealismo”, daba también su versión de esta misma idea: “Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo”. También Machado dejó expresado algo parecido de forma, no por sutil y hermosa, menos categórica que las anteriores:
“Caminante,
son tus huellas
el camino y nada más.
Caminante,
no hay camino:
se hace camino al andar”
Y también:
“¿Para qué llamar caminos
a los surcos del azar?
Todo el que camina anda,
como Jesús, sobre el mar”
Esta forma de ver las cosas, que en mayor o menor medida va abocando hacia el solipsismo, está sirviendo de fermento a la grave crisis social que amenaza a nuestra época. En tiempos como éstos, dice Hegel, “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”. No sólo es una crisis que afecte a la sociedad como conjunto, sino que también lo hace a cada uno de los individuos; es esto lo que le hacía decir a Ortega: “Librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener que hacer” .
El reto para este momento histórico que atravesamos es el de aprender a conjugar la paradoja que lleve a permitir coexistir lo particular con lo general, la experiencia con la razón, al individuo con su sociedad. Sesgados como estamos hacia lo particular y único, se trata ahora de descubrir pautas sobre las que apuntalar la vigencia de lo general, descubrir aquello que merece la pena ser repetido, reconocer los modos en que cada cosa del universo busca ser metáfora de otras. De esta ley que todo lo empuja en pos de su mutua interacción podríamos buscar, para finalizar, alguna manera de expresarla. Yo no conozco ninguna más bella que la de estos versos de León Felipe:
“Mi amor tiene el ritornelo
del agua que sin cesar
en nubes sube hasta el cielo
y en lluvia baja hasta el mar.
Y el agua aquel ritornelo
de mi amor que sin cesar
en sueños sube hasta el cielo
y en llanto baja hasta el mar.”