Irene Morales García (Madrid)
1ª Finalista (ex aequo) del I Premio Internacional de Relatos LGTB “Corralejo”
Podía oír sus gritos desde mi lado de la playa, trastocados, a trompicones.
La música era lo que se oía justo después, o mientras, o antes, entrelazándose con las exclamaciones y haciendo que todo pareciese un mareo de sonidos eléctricos. Esa música nunca me había convencido del todo, pero estaba bien para cuando sólo querías moverte como si estuvieses hasta arriba de coca. Cerrar los ojos, sentir el ritmo y dejarse llevar.
Pero, claro, yo no era muy bueno en dejarme llevar, y por eso estaba allí.
Era pleno verano y unos amigos y yo habíamos decidido pasar unos días juntos en la playa. De vez en cuando, como hoy, venían amigos de amigos de amigos, unas cuantas amigas, y todo lo que se veía por el suelo de la casa eran botellas y vasos vacíos. También otras cosas más desagradables. Pero era ley de vida si tenías una cabaña cerca de la playa, alcohol y calor.
Sobre todo calor, aún siendo casi las dos de la noche (un pequeño vistazo al reloj. Exactamente la 1:48) y seguía haciendo ese calor tranquilo, templado y apacible. Nada que ver con el ataque de llamas que comenzaba más o menos hacia las nueve de la mañana.
Yo tenía una botella en la mano, pero apenas la había tocado. Sabía que en algún momento de la noche alguien, como un zombie, saldría dando tumbos para buscarla. En realidad apenas si la estaba tocando con la punta de los dedos. En su cristal se reflejaban la llamas de una hoguera que habíamos encendido antes de poner la música y encerrarse todos ellos dentro. Más allá de la música y de los gritos de júbilo podía oír cómo la madera chascaba y cómo el fuego se revolvía.
No me sentía para nada solo.
Estaba bien allí, mirando la enorme Luna Llena sobre mí y el fuego a mi lado. El océano que se fundía en negro con el cielo. La espuma que de pronto aparecía, comiéndose la arena.
Bueno. Vale. Quizá sí querría tener a alguien para decirle lo bonito que me parecía el reflejo de la Luna en el agua. Pero eso sólo se lo podría decir a una chica, y sólo si luego continuaba con frases de cortejo. El mundo era demasiado estricto con los pensamientos que debes encerrar.
Fue entonces cuando, primero, oí un fuerte y crujiente chirrido y, después, la música aumentó como tres tonos. Me di la vuelva con un espasmo, haciendo que mis bolsillos se llenasen de arena, maldije por lo bajo mientras la música volvía a su volumen natural.
Simplemente alguien había abierto y cerrado la puerta de la cabaña.
¿Y quién?
Pues claro.
Jude, mi mejor amigo.
El idiota integral de mi mejor amigo.
Él quedó por un momento apoyado en la puerta, con los ojos fijos en el horizonte, como si algo estuviese surgiendo desde el fondo del océano. Luego se apoyó en la madera y se puso recto.
Y me avistó.
Fruncí los labios y dejé de mirarle.
Porque ahí estaba de nuevo esa sensación. Nunca te enamores de alguien que esparza su corazón y todos sus sentimientos de una forma tan desinteresada. Todo el mundo tenía su sonrisa. Todo el mundo tenía sus carcajadas, sus miradas, sus abrazos. Todo el mundo podía tomar lo que quisiera de Jude. Él nunca diría que no, le importaba demasiado poco qué pensara la gente de lo que hiciese. Al fin y al cabo, él sólo se limitaba a sonreír.
Pero era justo ese momento.
Un segundo de seriedad, de vacío en su rostro. Y entonces te miraba, con los ojos totalmente abiertos, y sus labios se curvaban de pronto en esa sonrisa.
¿Y cómo no vas a pensar, en ese efímero segundo, que él no es tuyo?
Mis latidos se quebraron con el mismo sonido con el que una botella acababa de partirse en algún lugar de la cabaña, mientras oía hasta el siseo de la arena deslizándose entre los pies de Jude, quien se acercaba a mí. Y un rastro en forma de S mayúscula en la arena.
Y le tenía a menos de un metro en menos de un minuto.
– Hey, Tom.
Dientes torcidos y ojos azules. Yo entrecerré los ojos al alzar la vista para mirarlo. Apestaba a alcohol, y había una mancha enorme en su camiseta de marca de skate. El olor a vodka provenía de ahí. Torcí el gesto. Entonces alcé la botella que había a mi alcance y se la tendí.
Él me miró y pestañeó. Pregunta en sus pupilas.
– ¿No vienes a por ella…?
Él rió. Jude siempre estaba riéndose. Incluso cuando algo le hacía daño. Era su forma de echar a patadas todo lo que intentaba entrar en él. Reía de forma descontrolada, como psicótica. Odiaba su risa. Pero también era lo primero que quería oír cada mañana, cuando despertaba y él ya estaba rondando por los pasillos molestando a los otros para que se levantase o haciendo enfadar a Harry, el mayor de nosotros.
Hacía demasiado tiempo que pensaba, también demasiado tiempo, en Jude.
Hizo un gesto de despecho con la mano, y agarró la botella fuertemente. Casi la dejó caer, parecía no haber esperado que pesase tanto. Luego la balanceó un par de veces y la lanzó a unos cuantos metros de nosotros. Ésta quedó hundida en la arena.
– No más alcohol por hoy –balbuceó, y después suspiró.
– Me parece correcto –me burlé.
Él se llevó una mano a la cabeza, y yo alcé una ceja. Me preocupé por un momento ínfimo. Jude nunca estaba mal. Incluso si estaba hasta arriba de alcohol, sólo correría hacia un lugar donde no le viese nadie, vomitaría, y volvería a todo correr antes de que alguien se hubiese dado cuenta siquiera de que faltaba.
Me dio miedo darme cuenta de cuánto conocía sus pautas de actuación.
Él apoyó sus manos en sus rodillas, y se inclinó hacia mí. Yo alcé la vista para mirarlo.
– ¿Qué tal va la cosa por ahí dentro? –pregunté, con una sonrisa forzada al extremo, intentando que me hablase un poco más.
Rodó los ojos, y no supe si eso era una buena o mala señal.
– Bueno… –comenzó. Probó a reírse. No le salió. Algo andaba mal.
Me alcé un poco más hacia él.
– Parece que me volví a quedar sin chica.
Y, ésta vez sí, rió.
Y se dejó caer a mi lado, abrazando sus rodillas casi en el mismo movimiento, el sonido sordo de la arena al ser aplastada en mis oídos.
Silencio incómodo. La casa no estaba tan lejos, y los sonidos que se oían ya no parecían de gente disfrutando de la música. No de la del reproductor, precisamente.
– Había el número exacto –continuó–. Hasta ese canijo de Peter pilló chica.
No supe si reír. Su voz estaba alegre, su cuerpo, su total quietud, no.
– ¿Y la tuya? –probé.
Siseó, se mordió los labios fuertemente. Luego hundió la cabeza en el hueco de sus brazos.
– Hey… –comencé, pero me cortó.
– Está vomitando aún en el baño. Creo que en el baño, vaya.
Alcé una ceja.
– Y luego probé con la que te correspondía. Pero se ha quedado dormida en cuanto le he dicho dos frases. Así que… no quería estar ahí más tiempo.
Silencio.
Jude resurgió y se quedó mirando la hoguera. Soltó sus piernas y acercó las manos a las llamas. Temí por sus dedos, no estaba muy seguro de que Jude estuviese en un estado de entender la pura lógica de que el fuego quema, así que lo vigilé de reojo. Él sólo jugueteó con los bordes del calor.
Silencio. Otra vez. Nunca sabía de qué hablar con el Jude borracho. Era incluso más imprevisible que el Jude normal.
– Bueno, tampoco hace falta que te acuestes con una obligatoriamente –comenté.
– Mañana estarán jodiendo todo el día con eso –contestó.
Bajé la cabeza.
Porque a Jude sólo le importaba follar. Y eso me dolía. Era como si hubiese una muralla que impedía que Jude viese más allá que las ansias de llevarse a cualquier chica a la cama. Por lo menos en noches como aquella. Resolví quedarme en silencio. No quería que volviese a hablar, no si iba a ser de chicas o de lo mucho que se reirían de él la mañana siguiente.
Me entraron unas ganas terribles de echarme a llorar, y tragué saliva. Porque si el físico era lo único que importaba, estaba jodido. Totalmente jodido.
Luego recordé que era un tío.
Y que a Jude no le gustaban los tíos.
Luego me eché a reír, y Jude me miró fijamente.
Por si a nadie le había quedado claro, sí, estaba obsesionado con Jude, y lo había estado desde el primer momento en el que lo había visto. Porque así era como había tenido que ser. El sobrar en mi grupo anterior por un lado y quedarme en casa aquella tarde, su despiste al equivocarse de timbre por otro, todo era como había tenido que ser. No nos habíamos cruzado por casualidad. Todo tenía una razón.
Todo había sido pensado desde antes de que tomásemos la primera bocanada de oxígeno.
O eso quería pensar.
Porque todo. Todo tenía una razón por la que ser especial.
Mi sonrisa quedó congelada amargamente en la comisura de mis labios, mientras hacía todo lo posible por no mirarle de nuevo.
– Oye, Tom, ¿estás bien?
Y por un momento sonó serio. Hasta su voz consiguió no resbalar ni sobar babosa bajo los efectos de las copas. Me partió el pecho.
– Claro que sí –contesté.
Mentir no era lo mío.
Y que lo hiciese tampoco era lo suyo. Pero se dio cuenta. Por una vez, Jude se dio cuenta. Se giró hacia mí, bordeando peligrosamente la fogata, y me miró. O, bueno, en realidad sólo quedó delante de mí con los ojos entornados.
No quería eso.
No quería que se acercase tanto. En ninguno de los significados de esa frase. No quería que estuviese tan cerca físicamente. No quería que me llegase su olor a alcohol y a colonia típica suya. Tampoco quería que estuviese tan cerca que pudiese notar mis mentiras aun estando con décimas de más. No quería que estuviese tan cerca como para darse cuenta de que sí, que quisiera que lo estuviese. Sólo un poco más.
Entonces abrió mucho sus ojos, y me dejé caer en la inmensidad de cristal de hielo que eran sus irises. Luego cerré los míos fuertemente para no dejarme arrastrar por ellos. Nunca más.
– Hey, Tom.
Y conocía ese tono. Lo conocía como si lo hubiese inventado yo. Bufé.
– ¿Qué quieres ahora?
Se dejó caer sobre la arena del todo, completamente tumbado.
– Hace una buena noche.
– Sí.
– Hace algo de calor.
– Sí… –no entendía adónde quería ir a parar.
Rió. Corta. Breve. Travesura en tres segundos.
– ¿No te gusta el mar?
Me encogí de hombros.
Él volvió a reír.
Y antes de que me diese cuenta, se balanceaba hasta levantarse. Se tropezó con sus propios pies, pero consiguió tenerse en pie y gritarme.
– ¡Vamos a bañarnos!
Puse los ojos en blanco.
– No, Jude.
Él torció el gesto y sacudió la cabeza, como si no acabase de creerse que me había negado.
– En una hora comenzará a hacer frío –intenté explicarle.
Él puso los ojos en blanco.
– Por Dios, Tom. Eres una nenaza.
– No soy una…
– Me da igual. Vamos.
Se inclinó sobre mí y aferró fuertemente una de mis muñecas. Ojos fijos en el punto en el que chocaba nuestra piel. Deseé que me soltase y que siguiese cogido a mí durante un confuso segundo, hasta que cedí.
Me levanté, y torcí el gesto. Tenía el horrible presentimiento de que aquella noche acabaría mal de alguna manera, lo sabía. Esperaba que no se ahogase entre las olas.
Todo iba bien. Un par de pasos, la arena cálida comía los pies y nos íbamos acercando a la costa.
Entonces Jude se dio la vuelta, como si hubiera olvidado algo muy importante. Yo volví a suspirar. El suspiro se cortó de pronto cuando él comenzó a luchar contra sí mismo por quitarse la camiseta. Finalmente se deshizo del trozo de tela y lo lanzó a un lazo, en un movimiento exacto al anterior con la botella. Me quedé mirándole.
– ¿Qué haces?
Me sentí estúpido.
Él me miró como corroborando ese último sentimiento.
– Quitarme la ropa, claro.
Desvié la vista mientras oía cómo los pantalones de Jude rozaban sus piernas hasta quedar relegados al suelo arenoso. No era como si no le hubiese visto así otras veces. Era la situación, el remolino de pensamientos que me golpeaban la cabeza.
– ¿Qué haces? –preguntó ahora él.
Se acercó a mí. Yo retrocedí un paso mientras le veía avanzar, resuelto, con una media sonrisa en el rostro. No quise mirar del todo. Pero tampoco pude dejar de hacerlo. La luz de la Luna se hundía en su piel blanca, se reflejaba tan fuertemente que se me pasó la absurda idea de que podría incluso hacerle daño. La propia luz. Y ese mismo resplandor evitaba sus pecas, puntos de playa oscuros que parecían haber sido olvidados. No todo era perfecto. O quizá eso formaba parte de la perfección. Ni siquiera la Luna podía cubrirlo por entero.
Sus manos deshaciendo el nudo de mi corbata, mientras su cabeza se movía al ritmo de una canción que susurraba. El sonido del raso al deslizarse sobre el algodón de mi camisa. Y un botón.
– Creo que me puedo desvestir yo solo, gracias –espeté bruscamente y alzando las manos para apartar las suyas de mi ropa. Pero él las mantuvo firmes en su sitio aun haciendo toda la fuerza que pude en un solo intento.
Deseé poder pegarle mientras sus dedos se deslizaban, apretando la tela contra mi piel para que no pudiese librarme de sus manos. Y otro botón. Y mis manos seguían sobre las suyas cuando desabrochó el último de ellos.
– ¿Ya estás contentó?
Rió de nuevo, apartándose medio metro de mí. La tensión se deshizo, y de pronto sentí como si mi cuerpo entero estuviese hecho de plastilina, y él pudiese moldearme a su antojo. Quedó totalmente confirmado cuando él se acercó de nuevo para deshacerse del botón de cobre de mis pantalones.
– Va, Tom, no me hagas esperar más.
Le miré.
– Quiero ir al agua.
Jude quería ir al agua. Jude iría al agua de todas las maneras, pero Jude estaba esperando por mí. Así que bien, de acuerdo, no podía hacerme más de rogar. Me lo estaba pidiendo Jude.
Y Jude era Jude.
Terminé de quitarme los pantalones. Él se adelantó un par de pasos, correteando hacia el borde mismo, donde los últimos resquicios de espuma aún tenían pompas a punto de estallar.
Suspiré.
Él salió corriendo, levantando un estruendo que cortaba el sonido del lento vaivén de las olas. Gritó mientras jugaba él solo con el agua que levantaba, y se hundía hasta la cadera. Respiré hondo de nuevo y me dispuse a seguirle. El agua era extrañamente cálida, invitaba a seguir caminando adelante, siempre hacia adelante.
Era una imagen extraña.
Todo parecía alejado de la realidad. Delante de mí sólo estaba la Luna, las estrellas y el borde entre el océano y la bóveda celeste, justo donde Jude había parado para dar vueltas sobre sí mismo y cantar. Reconocí la canción. Mr. Brightside, de The Killers. Ni siquiera sabía que conocía esa canción. Supuse que la cantaba por algo que decía el estribillo sobre el mar, y bufé.
Miré hacia atrás. La playa aplacada bajo la luz gris. En su centro, la pequeña hoguera y la cabaña, los dos únicos focos de luz anaranjada. Y, más atrás, la enorme montaña, que cerraba aquel pequeño mundo nocturno. No había nada más.
No necesitaba nada más.
Avancé con las manos en el aire hasta que el mar casi llegaba a cubrir mi ombligo, y yo sólo observaba cómo Jude daba vueltas de aquí para allá, dejándose caer de espaldas para surgir con un chapoteo un poco más allá y sacudirse como un perro.
Cuando paró, hizo intento de acercarse a mí, con las manos sobre la cara.
– Me pican los ojos…
Idiota.
Su pelo comenzaba a rizarse violentamente por el agua, que se deslizaba por cualquier borde de su piel. Alcé la vista hacia él mientras quedaba a un metro de mí. Se abrazaba a sí mismo.
– ¿Qué pasa? –pregunté.
–Tengo algo de frío –rió.
No le mires más de la cuenta, Tom. Es Jude.
Volvió a reír. Siempre riéndose. Algún día se le caerían los dientes. Entonces se acercó. No esperaba que tanto. Se me quedó mirando. No podía verlo bien, a contraluz, sólo un brillo quedo en sus pupilas.
Jugueteó un rato más con el agua a mi alrededor, imitando delfines con sus manos, chapoteando. Entonces sacó una de sus manos, e hizo el sonido de un motor con la boca. Aquello ya comenzaba a hastiarme. Seguí el recorrido aéreo de la avioneta–mano de Jude.
Y se acercó a mi pecho.
Y su dedo índice se paró a tres centímetros de una de las puntas del tatuaje de Sol de mi pecho.
– Preparándose para el aterrizaje –le oí decir, entre ruiditos raros e imitaciones.
Apoyó el dedo, y recorrió sistemáticamente el dibujo semi-tribal, dejando pequeñas gotas de agua negra a su paso. Finalmente aterrizó del todo, y dejó su palma apoyada completamente.
Por favor, que no sienta mis latidos.
Sus ojos de hielo estaban clavados en su mano. Seguro que lo estaba sintiendo. Los latidos, acelerándose a cada segundo, yendo más rápido a medida que yo mismo me asustaba de la rapidez inicial. Estallaría en unos segundos. Me estremecí, e intenté concentrarme en algo para calmarme, como aquella gota de agua a punto de dejarse caer en la punta de uno de sus mechones rizados.
–Vaya –dijo simplemente.
Lo sabía. Lo había notado. Era normal. Su mano se había deslizado unos centímetros más abajo, justo sobre mi corazón, y yo no sabía cómo pararlo.
– ¿Estás nervioso? –preguntó.
Estúpido.
No contesté. Silencio. Latidos contra la palma de su mano, como si estuviese sosteniendo mi corazón en ella. Aunque era exactamente lo que estaba haciendo, sólo lo separaban unos cuantos centímetros de piel y hueso.
Luego sonrió. No una sonrisa burlona, sino una línea sin dientes, sólo labios curvados sinceramente. Ni siquiera pude devolvérsela. Otro latido inquieto.
– Me gusta cómo lates.
Ni que yo pudiese controlar eso.
Entonces, Jude me abrazó, pero no separó su mano de mi pecho.
–Perdona –dijo–. Tenía algo de frío, y como tú aún estás seco…
No contesté.
– Sécame un poco, anda –pidió.
Y obedecí. Rodeé su cuerpo con mis brazos y comencé a pasar mis manos secas sobre su piel húmeda, intentando quitar el agua como si fuese una plancha de plástico sobre la pantalla de un móvil nuevo. Funcionó en parte. Me permití un capricho al pasar mis dedos sobre cada uno de los huesos de su columna, en cadena.
Me dolió hacer aquello. Cuando te sientes tan cerca de algo que no puedes tener. Cuando comienzas a pensar que hasta la forma de su rostro encaja perfectamente en el hueco de tu cuello. Cuando estáis tan juntos, tan unidos, que es imposible dar el último paso. Creo que comencé a temblar. Más por el pinchazo que provocaba todo eso en mi interior, desgarrando cada parte que me hacía tener esperanzas. Porque si Jude y yo teníamos este tipo de situaciones sin que él sintiese nada por mí, entonces nada tenía sentido.
Ojalá se fuese ya.
Pero no lo hizo. Sólo se separó un poco, haciendo que el frío entrase de golpe entre nosotros. Abrí los ojos para mirarle. Seguíamos medio abrazados, mis manos en su columna y las suyas en el borde de mis bóxers.
– Oye, Tom.
Estaba cansado. Cansado de todo. Que se callase ya. Que se fuese y me dejase por fin llorar. Y deja de latir, estúpido. No te necesito ahora.
– Lo siento.
– ¿Eh?
Ladeó la cabeza.
– Que lo siento.
Me encogí de hombros.
– ¿Por qué?
Ahora fue él quien se encogió de hombros.
– Por todo, supongo. No sólo por ahora.
Alcé una ceja.
– No te entiendo.
Nunca le había entendido, así que no era una novedad.
– También me disculpo por todo lo que vaya a hacer a partir de ahora. Sé que la voy a cagar. No debería romper esto.
Seguía sin entenderle, con lo que opté por asentir como si lo hiciese.
Así que cuando su mano se retiró de mi pecho para enredarse con su otra mano tras mi nuca aún seguía sin saber qué era lo que no quería romper Jude.
Y seguía sin saberlo cuando hizo fuerza para atraerme hasta él.
Incluso cuando su sonrisa estaba a menos de cinco centímetros de mis labios.
Sentí más sus dedos enredándose en mi pelo que su boca contra la mía. Pero era un beso. Era un beso. ¿Era un beso? Hundí mis dedos en su espalda para comprobarlo, acercándolo a mí, dejándome caer en él. Abrí la boca para dejarle entrar, tocando su lengua con la mía.
Y terminó.
Seguía con los ojos cerrados, apretando mi frente contra la suya. Oí que él suspiraba, más como un escalofrío hecho aire, de puro nerviosismo.
Quizá pudieron pasar diez años. Sólo no podía moverme un centímetro. Oyéndole respirar, sus manos quietas aún en mi pelo. No quería abrir los ojos y darme cuenta de que apello no había pasado, o que lo había provocado yo en un arranque de enajenación mental momentánea.
Sus manos presionaron mis hombros y se alejó de mí.
Y vi algo en sus ojos.
O, bueno, quizá era lo contrario. Lo que no vi. Lo que no había visto en ningún momento de la noche, lo que había obviado por lo que decían sus actos y sus palabras.
¿Dónde estaba ese velo de irracionalidad alcoholizada?
¿Y ese emborronamiento en sus pupilas cuando bebía?
Él desvió la vista. Descubierto.
– Eh –susurré.
Tenía miedo de hablar alto.
Por si lo rompía.
El momento.
– ¿Sí…?
Probé a deslizar de nuevo mi mano por su columna. La caída de sus pestañas, el escalofrío siguiente que sentí contra mis yemas.
– No has bebido nada, ¿no?
– Nada de nada.
Giré la cara para buscarle, y él volvió a mirarme.
– Entonces, ¿por qué…?
Sonrió. Otra de esas sonrisas.
– Porque sería la mejor excusa. Si no salía bien, claro.
Me costó comprenderlo. Me costó un beso más comprenderlo. Corto. Un impacto corto. Un estallido de labios.
– Lo tenías planeado –y no era una pregunta.
– Claro –simplemente.
Nos quedamos unos segundos más en silencio, quietos, sin movernos un solo milímetro. El vaivén del mar nos movía a su antojo levemente. Pero era como si algo se estuviese recomponiendo dentro de mí. Algo que encontraba su lugar, que encajaba. Como el sonido del cristal resquebrajado intentando volver a su sitio. Y lo hacía.
Crack.
Encajó la verdad dentro de mí al igual que lo hicieron de nuevo nuestros labios. Sin una sola palabra más. Lo abracé. Me abrazó.
Después bajó de nuevo la mano hacia mi pecho. Se separó de mí y lo miré.
Sonrió.
Besó el centro del Sol tatuado, sorteando su propia mano. Mis latidos contra sus labios. Sentí su susurro erizar mi piel. Y le habló a la estrella.
– Amanece –dijo.
Y rió.
Y comprendí.