«El mar estaba aquí, y yo estaba aquí, y entre nosotros estaba - la noche, toda la negrura de la noche y de una habitación extraña, y esta negrura pasaría inevitablemente y ambos estaríamos aquí.Estas palabras las escribió Marina Tsvietáieva al rememorar la noche previa a su primer encuentro con el mar. Una por aquel entonces jovencísima Marina estaba bajo el influjo del poema Al mar de su adorado Aleksandr Serguéyevich Pushkin. El mar que Tsvietáieva ansiaba ver era el de Pushkin pero ese mar solo habitaba en un poema, por lo que no es de extrañar que, al contrario de lo que me sucedió a mí al sumergirme en el mar de Alessandro Baricco, cuando se encontró ante el mar real este la decepcionara.
El mar estaba aquí, y yo estaba aquí, y entre nosotros - toda la felicidad de la demora.
¡Oh, cómo fui esa noche yo al encuentro del mar! (¿Al encuentro de quién, después, he ido así? ¿Cuándo?) Pero no sólo yo fui a él, él también vino a mí aquella noche a través de toda la negrura de la noche: sólo a mí, con todo su ser.
El mar estaba aquí, y mañana lo vería. Aquí y mañana. Tanta plenitud de posesión y tanta serenidad de posesión no volví a sentir jamás. Aquel mar a mi medida.
El mar está aquí, pero yo no sé dónde y, como no lo veo, está en todas partes, no hay un solo lugar en donde no esté, estoy en él, como aquella postal en el negro sepulcro del pupitre.
Ésta fue la víspera más grandiosa de mi vida.
El mar está aquí, y no está».
Ese sentimiento de exaltación, anhelo y promesa y esas palabras de la poeta rusa han vuelto a mí, desde que las leí por primera vez, en varias ocasiones. Como las olas que traen y rompen. Como la marea que sube y se vuelve a recoger. Me las trajo (no exactamente estas pero sí otras que me las hicieron recordar) María Gainza (la misma que me dio a conocer el cuadro cuya imagen cierra esta reseña) en El nervio óptico hermanadas con otras de Marguerite Duras y Sylvia Plath. Me invadieron cuando Mircea Cărtărescu me contó su propio primer encuentro con el mar en uno de los textos de El ojo castaño de nuestro amor. Cada vez que las recuerdo acude a mi mente un cuadro de Ivan Aivazovski e Iliá Repi titulado El adiós de Pushkin al mar que, id a saber por qué, se convierte enseguida en mi imaginación en El caminante sobre el mar de nubes de Friedrich.Cuando leo por primera vez la sinopsis del libro que hoy os traigo mi primer pensamiento es para Marina y su mar; el segundo, para la Lampedusa de Maylis de Kerangal, que para mí es naufragio, isla sumergida, canto ahogado de sirenas, songline que se transmuta en landay (el significado del primer término me lo enseño de Kerangal; el del segundo, Marcos Ordóñez). Y ya está. Ya está en marcha. El gran tsunami que ruge(aunque su rugido solo lo escucho yo), me invade y me engulle. Ya no tengo escapatoria. Océano mar, Alessandro Baricco: venid a mí; os espero.Durante la travesía por este mar me llegarán corrientes de otros mares lejanos: el deseo y la pasión de En Grand Central Station me senté y lloré de Elizabeth Smart; la triste espera de El vestido azul de Michèle Desbordes; la chiquilla de saltos imposibles, el acantilado, el faro, la luna que trae y lleva historias (porque el mar y la luna están siempre compinchados) de La Reina de las Nieves de Carmen Martín Gaite, libro en el que, por cierto, se menciona la pintura anteriormente citada de Friedrich. Cuando regreso a puerto (no sé si seguro), aún con mareo en tierra cual si fuera un marinero, los ríos que tan delicadamente tendiera Baricco para llevarnos a ese mar que a cada uno nos espera se transfiguran en mi imaginación en los raíles por los que corriera aquel tren que me llevara a Tworki, el manicomio de Marek Bienczyk, y, de entre todas mis asociaciones, esta es sin duda la más improbable y extraña (o no si tenemos en cuenta que los locos y poetas se buscan y encuentran como mezclan sus aguas los mares del mundo). Pero el inicio, el anticipo de la inmersión, ese roce tímido de las puntas de los dedos de los pies con el agua al llegar a la orilla, esa primera inhalación de sal, ese empezar a sentir abandonarse, el inicio del mar de Baricco, como digo, para mí son gaviotas y viento aun sin que él los mencione, gaviotas y viento como los de los paisajes de La lección de alemán de Siegfried Lenz y, si en esta novela el pintor Nansen pinta cuadros invisibles, en la que ahora me ocupa otro pintor, cuyo nombre para mis oídos (y para mi inmensa alegría y para acrecentar más aún mi propensión a unir libros tan dispares) comparte cierta sonoridad con el de aquel otro colega, pasa sus días en la playa pintando cuadros en blanco.
En esa pensión vive también una mujer tan bella como infeliz. Y a la misma llegará, acompañada de un cura, una chiquilla a cuyo padre un reputado doctor le ha dicho que solo el mar la puede curar de la extrema sensibilidad que la imposibilita para vivir. Y está también la séptima habitación, que todos creen en un principio vacía pero de la que llegan ruidos de habitada. Y los niños, están esos niños extraños, sabios, que velan sueños y leen pensamientos. Y más personajes impensables que llegarán y me callo.
Leer a Alessandro Baricco es una delicia; disfrutar de sus diferentes recursos, de sus infinitos registros. Su Océano mar es poesía, son perlas de filosofía, es sorprendente comicidad (el capítulo dedicado al profesor del tercero de los tres libros en que está dividida esta novela es genialmente hilarante, aunque no es lo único que me saca la sonrisa). Sin embargo, por momentos temo que su narración no se sostenga, que la forma se coma el fondo. No me hubiera ido de vacío de mi travesía si así hubiera sido. Me hubiera llevado charcos, lagos de mágicos microcosmos aunque inconexos entre sí. Me hubiera faltado en cambio ese mar que da cabida a todas las aguas. Sin embargo, cuando en esas estoy, alternando entre la duda y ese entusiasmo y felicidad lectora que no hace falta que os describa, llega él: el libro segundo; su título: el vientre del mar. Y ese vientre me hinca los dientes, me engulle, me arroja y me golpea contra sus paredes de olas, algas y sal, me zarandea cual digestión indigesta aunque no sé quién digiere a quién, me regurgita y me vomita.
El adiós de Pushkin al mar de Ivan Aivazovski e Iliá Repi
«Por primera vez, después de días y días, verdaderamente lo veo. Y oigo su voz desmedida y el fortísimo olor y, dentro, su imparable danza, ola infinita. Todo desaparece y sólo queda él, frente a mí, sobre mí. Una revelación. Se diluye la mortaja de dolor y de miedo que me ha robado el alma, se deshace la red de las infamias, de las crueldades, de los horrores que se han apoderado de mis ojos, se disuelve la sombra de la muerte que ha devorado mi mente, y en la luz repentina de una claridad imprevisible finalmente veo, y siento, y comprendo. El mar. Parecía un espectador, hasta silencioso, cómplice. Parecía marco, escenario, telón. Ahora lo veo y comprendo: el mar era todo. Ha sido, desde el primer momento, todo. Lo veo bailar a mi alrededor, suntuoso en una luz de hielo, maravilloso monstruo infinito. Él estaba en las manos que mataban, en los muertos que morían, él estaba en la sed y en el hambre, en la agonía estaba él, en la cobardía y en la locura, él era el odio y la desesperación, era la piedad y la renuncia, él es esta sangre y esta carne, él es este horror y este esplendor. No hay balsa, no hay hombres, no hay palabras, sentimientos, gestos, nada. No hay culpables ni inocentes, condenados y salvados. Hay sólo mar. Todas las cosas se han convertido en mar. Nosotros, abandonados por la tierra, somos el vientre del mar, y el vientre del mar somos nosotros, y en nosotros respira y vive. Contemplo cómo baila en su capa esplendorosa para alegría de sus propios ojos invisibles y finalmente sé que esta no es la derrota de ningún hombre, puesto que todo esto se trata solamente del triunfo del mar, y de su gloria».«¿Por qué? ¿Por qué las cosas sólo llegan a ser verdaderas en la dentellada de la desesperación? ¿Quién ha trastornado el mundo de esta manera, para que la verdad tenga que estar en el lado oscuro [...]? [...] ¿qué clase de verdad es esta, que apesta a cadáver, y crece en la sangre, se nutre de dolor, y vive donde el hombre se humilla, y triunfa donde el hombre se agosta?» ¿Por qué?, me pregunto, ¿por qué necesito ese lado oscuro, negro, oculto, también doloroso para que algo me conmueva, para sentirlo verdad? ¿Por qué, cuando el mar que somos, el mar que todos llevamos dentro, el mar al que todos irremediablemente vamos, el mar que está en todas partes, el mar que es la vida tiene también luz y no solo oscuridad? ¿Por qué, cuando Alessandro Baricco me regala ambos en su mar?
El caminante en el mar de niebla de Caspar David Friedrich
«En las tierras de Carewall no cesarían nunca de contar esta historia. Si la conocieran. No cesarían nunca. Cada uno a su manera, pero todos continuarían contando lo de aquellos dos y lo de aquella noche entera transcurrida restituyéndose la vida, el uno a la otra, con los labios y con las manos, una muchachita que no ha visto nunca nada y un hombre que ha visto demasiado, el uno dentro de la otra —cada palmo de la piel es un viaje, de descubrimiento, de retorno —en la boca de Adams sintiendo el sabor del mundo, en el pecho de Elisewin olvidándolo —en el regazo de aquella noche tumultuosa, negra tempestad, ascuas de espuma en la oscuridad, olas como montañas desmoronadas, ruido, ráfagas sonoras, furiosas, de sonido y de velocidad, lanzadas a ras de agua, en los nervios del mundo, mar océana, coloso rezumante, tumultuoso —suspiros, suspiros en la garganta de Elisewin —terciopelo que vuela —suspiros a cada nuevo paso en ese mundo que corona montes nunca vistos y lagos de formas impensables —sobre el vientre de Adams el peso blanco de esa muchachita que se balancea con músicas mudas —quién hubiera dicho que al besar los ojos de un hombre se pudiera ver tan lejos —al acariciar las piernas de una muchachita se pudiera correr tan rápido y huir —huir de todo —ver lejos —venían de los dos extremos más alejados de la vida, eso es lo sorprendente, pensar que nunca se habrían rozado salvo atravesando de punta a punta el universo, y en cambio ni siquiera habían tenido que buscarse, eso es lo increíble, y lo único difícil había sido reconocerse, reconocerse, cosa de un instante, la primera mirada y ya lo sabían, eso es lo maravilloso —eso seguirían contándolo para siempre en las tierras de Carewall, para que nadie pueda olvidar que nunca se está lo bastante lejos para encontrarse, nunca —lo bastante lejos— para encontrarse —lo estaban aquellos dos, alejados, más que nadie y ahora —grita la voz de Elisewin, por los ríos de historias que fuerzan su alma, y Adams llora, sintiendo aquellas historias deslizarse, al final, finalmente, finalizadas —quizás el mundo sea una herida y alguien este cosiéndola en aquellos dos cuerpos que se mezclan —y ni siquiera es amor, eso es lo sorprendente, sino manos, y piel, labios, estupor, sexo, sabor —tristeza, tal vez —incluso tristeza —deseo —cuando lo cuenten no dirán la palabra amor —dirán mil palabras, callarán amor —calla todo, alrededor, cuando de repente Elisewin siente que se le quiebra la espalda y se le queda en blanco la mente, aprieta a ese hombre en su interior, le coge las manos y piensa: moriré. Siente que se le quiebra la espalda y se le queda en blanco la mente, aprieta a ese hombre en su interior, le coge las manos y, ya veis, no morirá».Ya véis, no muero. Aunque siento por momentos que podría morir herida de tanta belleza.
Alessandro Baricco es un poco como el almirante Langlais, otro de los personajes de este libro, que, «con cansina exactitud», catalogaba «los absurdos verosímiles y las verdades inverosímiles que le llegaban desde todos los mares del mundo. Su pluma caligrafiaba con inmutable paciencia la geografía fantástica de un mundo incansable». Pero no se queda ahí; el propósito de Baricco es «decir el mar. Porque es lo único que nos queda. Porque frente a él, [...], tenemos que tener algún tipo de arma, lo que sea, para no morir en silencio, y basta».
«—¿Y cómo es? ¿Cómo es el mar?Termino este libro. «Así - con los mares y con las personas - no son los encuentros. Así son las despedidas», escribió también Marina Tsvietáieva pensando en el mar de Pushkin. Y así me despido de esta lectura: maravillosamente varada y exenta de dudas. Tengo la historia del mar y tengo el mar y sus mil historias. Y tengo mi propia historia literaria, que nunca termina, con el mar.
Elisewin sonríe.
—Bellísimo.
—¿Y qué más?
Elisewin no deja de sonreír.
—En cierto momento, termina».
«Soplaba el viento, revolviendo mundo, palabras, caras y pensamientos. Maravilloso viento. Y mar océana».
Gustave Coubert, Mer Orageuse (Mar borrascoso). Fuente: Museo Nacional de Bellas Artes (Buenos Aires)
Ficha del libro:Título: Océano mar
Autor: Alessandro Baricco
Traductores: Carlos Gumpert y Xavier González Rovira
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2006
Nº de páginas: 240
ISBN: 978-84-339-6749-7
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