Ahora bien, en este afán de subirnos al carro de las lapidaciones, hay que ser consecuentes con nuestros argumentos. Aquellos que en su día encumbraron la obra maestra La lista de Schindler, por poner un ejemplo, ¿no sintieron cómo sus lagrimales eran presionados por el dedo de Spielberg? La cinta venía a narrarnos las penurias de los judíos en el mayor holocausto de la historia. Por aquel entonces se recalcó que era una película necesaria para no olvidar, para tomar conciencia, en definitiva para emocionarnos. Jugaba a su favor el momento histórico como ya ocurriera en la anterior y extraordinaria obra de Daldry (El lector). El fascismo alemán quedaba atrás convirtiéndose, para el espectador que no lo había sufrido, casi en ficción. Daldry busca esa vulnerabilidad con otro acontecimiento histórico pero mucho más actual y ahí es donde se la juega. El 11-S lo vivimos como la mayor tragedia de nuestra reciente historia y poner el dedo en la llaga cuando aún no está curada es de una osadía delicada.
Tan fuerte, tan cerca habla durante sus dos largas horas de ocho minutos. Ese tiempo en el que si el sol explotara tendríamos luz y calor. Ocho minutos para algunas personas suponen años, o toda una vida. Para Oskar Shell, un inquieto niño de nueve años, esos ocho minutos constituyen el viaje a la madurez anticipada. Aceptar la muerte es un golpe para el que nunca se está preparado. Cuando Oskar descubre una llave en un sobre con la palabra BLACK lo entiende como parte de una herencia dejada por su difunto padre. Ahí comienzan los minutos de luz para el muchacho. Una terapia inverosímil que Daldry maneja con convicción.
Seré perro verde por no encontrarme frente al paredón de Daldry. Al final costó mucho ser objetivo y cuesta aún más reconocer que Tan fuerte, tan cerca no es la obra a la que su director nos tiene acostumbrados pero como dice en un momento el personaje de Tom Hanks "si uno quiere creer siempre encontrará motivos".
Lo mejor: las escenas que comparten Horn y Von Sydow.
Lo peor: su forzado final.