Ocnos.
Variaciones sobre tema mexicano.
Introducción de Antonio Rivero Taravillo .
Alianza editorial. Madrid, 2020.
“En paralelo a la obra en verso recogida en La Realidad y el Deseo, que fue nutriéndose de sucesivas entregas, Cernuda fue escribiendo a partir de 1940 y hasta 1961, poco antes de morir, poemas en prosa recogidos en Ocnos y en Variaciones sobre tema mexicano, libros que, como los de verso, deseaba a su vez que se publicaran juntos, confirmando la intención de aglutinar en dos bloques su obra creativa de carácter no narrativo, según esta adoptara una forma u otra”, escribe Antonio Rivero Taravillo en la introducción -”Cernuda y el poema en prosa”- con la que presenta la edición de Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano en El libro de bolsillo de Alianza editorial.
Poco antes de su muerte, Luis Cernuda dejó preparada la tercera edición de Ocnos. Para la contracubierta de aquella edición, que aparecería, ya póstuma, en México, en 1963, escribió estas líneas:
“Hacia 1940 y en Glasgow (Escocia), comenzó L.C. a componer Ocnos, obsesionado entonces con recuerdos de su niñez y primera juventud en Sevilla, que entonces, en comparación con la sordidez y fealdad de Escocia, le aparecían como merecedores de conmemoración escrita, y al mismo tiempo, quedaran así exorcizados. El librito creció (no mucho), y la búsqueda de un título ocupó al autor hasta hallar en Goethe mención de Ocnos, personaje mítico que trenza los juncos que han de servir de alimento a su asno. Halló en ello cierta ironía sarcástica agradable, se tome al asno como símbolo del tiempo que todo lo consume, o del público, igualmente inconsciente y destructor.”
Este es el fragmento de un artículo de Goethe, que Cernuda incorporó como pórtico, del que toma su título el libro: “Cosa tan natural era para Ocnos trenzar sus juncos como para el asno comérselos. Podía dejar de trenzarlos, pero entonces, ¿a qué se dedicaría? Prefiere por eso trenzar los juncos, para ocuparse en algo; y por eso se come el asno los juncos trenzados, aunque si no lo estuviesen habría de comérselos igualmente. Es posible que así sepan mejor, o sean más sustanciosos. Y pudiera decirse, hasta cierto punto, que de este modo Ocnos halla en su asno una manera de pasar el tiempo.”
El libro fue creciendo -“no mucho”, como señalaba Cernuda- desde la primera edición, que apareció en Londres en 1942, con treinta y un poemas, hasta los sesenta y tres de la edición definitiva.
Antes de esa versión definitiva, en 1949, había aparecido una segunda edición ampliada en Madrid, con cuarenta y seis poemas. Y entre esa edición y la mexicana de 1963 Cernuda había publicado otro libro de prosa poética, Variaciones sobre tema mexicano, que el autor deseaba reunir en un solo volumen con Ocnos, como se viene haciendo habitualmente desde los años setenta y como se presenta en esta nueva edición.
Desde la soledad y el malestar del desterrado en un Glasgow desagradable y feo, ese primer Ocnos se trenzaba sobre la evocación del paraíso perdido de la infancia en una Sevilla que Cernuda no nombra, porque pertenece al territorio intemporal del mito, como explicaría en El poeta y los mitos: Que tú no comprendieras entonces la casualidad profunda que une ciertos mitos con ciertas formas intemporales de la vida, poco importa: cualquier aspiración que haya en ti hacia la poesía, aquellos mitos helénicos fueron quienes la provocaron y la orientaron. Aunque al lado no tuvieses alguien para advertirte del riesgo que así corrías, guiando la vida, instintivamente, conforme a una realidad invisible para la mayoría, y a la nostalgia de una armonía espiritual y corpórea rota y desterrada siglos atrás entre las gentes.
Infancia recreada por la memoria en evocaciones que recuperan el tiempo perdido de la niñez y la juventud. Lo expresaba así el poeta al final de Jardín antiguo, uno de los textos más representativos del conjunto: Se atravesaba primero un largo corredor oscuro. Al fondo, a través de un arco, aparecía la luz del jardín, una luz cuyo dorado resplandor tenía de verde las hojas y el agua de un estanque. Y ésta, al salir afuera, encerrada allá tras la baranda de hierro, brillaba como líquida esmeralda, densa, serena y misteriosa.
Luego, estaba la escalera, junto a cuyos peldaños había dos altos magnolios, escondiendo entre sus ramas alguna estatua vieja a quien servía de pedestal una columna. Al pie de la escalera comenzaban las terrazas del jardín.
Siguiendo los senderos de ladrillos rosáceos, a través de una cancela y unos escalones, se sucedían los patinillos solitarios, con mirtos y adelfas en torno de una fuente musgosa, y junto a la fuente el tronco de un ciprés cuya copa se hundía en el aire luminoso.
En el silencio circundante, toda aquella hermosura se animaba con un latido recóndito, como si el corazón de las gentes desaparecidas que un día gozaron del jardín palpitara al acecho tras de las espesas ramas. El rumor inquieto del agua fingía como unos pasos que se alejaran.
Era el cielo de un azul límpido y puro, glorioso de luz y de calor. Entre las copas de las palmeras, más allá de las azoteas y galerías blancas que coronaban el jardín, una torre gris y ocre se erguía esbelta como el cáliz de una flor.
***
Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Allí en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable. La amplitud del cielo te acuciaba a la acción; el alentar de las flores, las hojas y las aguas, a gozar sin remordimientos. Más tarde habrías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente. Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarte de nuevo al borde de la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada.
A ese mismo lugar regresaría Cernuda en El patio, de Variaciones sobre tema mexicano, para afirmarse en la infancia no como vía huida de la realidad, sino como clave explicativa del presente. Por eso Rivero Taravillo resalta el carácter revelador de este párrafo:
El hombre que tú eres se conoce así, al abrazar ahora al niño que fue, y el existir único de los dos halla su raíz en un rinconcillo secreto y callado del mundo. Comprendes entonces que al vivir esta otra mitad de la vida acaso no haces otra cosa que recobrar al fin, en la presente, la infancia perdida, cuando el niño, por gracia era ya dueño de lo que el hombre luego, tras no pocas vacilaciones, errores y extravíos, tiene que recobrar con esfuerzo.
Esa prosa evocadora, limpia y transparente, marca el estilo de Ocnos desde el texto inicial, La poesía: En ocasiones, raramente, solía encenderse el salón al atardecer, y el sonido del piano llenaba la casa, acogiéndome cuando yo llegaba al pie de la escalera de mármol hueca y resonante, mientras el resplandor vago de la luz que se deslizaba allá arriba en la galería, me aparecía como un cuerpo impalpable, cálido y dorado, cuya alma fuese la música.
¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.
Así, en el sueño inconsciente del alma infantil, apareció ya el poder mágico que consuela de la vida, y desde entonces así lo veo flotar ante mis ojos: tal aquel resplandor vago que yo veía dibujarse en la oscuridad, sacudiendo con su ala palpitante las notas cristalinas y puras de la melodía.
Poesía y música unidas en ese texto inicial, que abre un círculo que se cierra con el texto final de Ocnos, El acorde, donde “el instante queda sustraído al tiempo, y en ese instante intemporal se divisa la sombra de un gozo intemporal, cifra de todos los gozos terrestres, que estuvieran al alcance. Tanto parece posible o imposible (a esa intensidad del existir qué importa ganar o perder), y es nuestro o se diría que ha de ser nuestro. ¿No lo asegura la música afuera y el ritmo de la sangre adentro?”
Meditación y memoria, evocación y pensamiento, autobiografía mítica y sentimiento transfigurado en mito. Esas son algunas de las claves tonales y compositivas de un libro que articulan dos motivos centrales, el agua y la luz.
Construido según la pauta musical del tema y las variaciones, Variaciones sobre tema mexicano, con idéntico número de textos -treinta y uno- que la primera edición de Ocnos, representa la recuperación de lo perdido, es la feliz consecuencia del reencuentro de Cernuda con el sur y con la lengua española, a la que dedica la primera de las variaciones: -Tras de cruzada la frontera, al oír tu lengua, que tantos años no oías hablada en torno, ¿qué sentiste?
-Sentí como sin interrupción continuaba mi vida en ella por el mundo exterior, ya que por el interior no había dejado de sonar en mí todos aquellos años.
*
La lengua que hablaron nuestras gentes antes de nacer nosotros de ellos, ésa de que nos servimos para conocer el mundo y tomar posesión de las cosas por medio de sus nombres, importante como es en la vida de todo ser humano, aún lo es más en la del poeta. Porque la lengua del poeta no sólo es materia de su trabajo, sino condición misma de su existencia.
Y si la primera palabra que pronunciaron tus labios era española, y española será la última que de ellos salga, determinadas precisa y fatalmente por esas dos palabras primera y postrera, están todas las de tu poesía. Que la poesía, en definitiva, es la palabra.
“Así soldadas ambas obras en este libro dual pero único escrito a lo largo de veintiún años -concluye Rivero Taravillo su introducción-, la vida de Cernuda cobra sentido de manera admirable no solo por el valor intrínseco de los poemas en prosa, sino por la hondura de su meditación y la altura de su estilo transparente, exacto, que, lejos de eludir el sentimiento, lo refuerza, tiñéndolo además de reflexiones como en la mejor poesía metafísica.”
Santos Domínguez