M e sumo a la riada humana a la altura de la calle 48 y me encamino hacia el sur de Manhattan. No caben más gentío ni más comercios. Recibo un bofetón de canela caliente y dos pasos después me endiñan otro de queso fundido con dosis masivas de orégano. Huyendo de lo que exhala un atestado comedero chino, me topo con una fila de homínidos ante un carrito de bocadillos. El menú consiste en grasas de variados colores y consistencias, para untar sobre residuos de plantas y animales que la gente engulle como si algún día hubieran estado vivos.
Es increíble el número de ambulancias que levantan jaquecas con sus sirenas brutales. Montan un pollo horrísono y son enormes, como si fueran a buscar al enfermo y también a la parentela y al equipo médico habitual. Por si alguien desea mayor precisión sobre la cadencia de ambulancias entre el tráfico, cronometro 5 minutos y son exactamente 4 las que berrean entre luces estilo discoteca. La última es preciosa, roja y lustrosa como un camión de bomberos, así que me pongo de su parte en la pugna que sostiene con un taxi cochambroso.
Cabe admitir que todos los bípedos que me cruzo, que me rozan y se disculpan sin mirarme, pertenecen a la misma especie, aunque cuesta encontrar dos fulanos parecidos y cada uno masculla una lengua que se diría propia. Se oyen más a menudo unos ladridos guturales lejanamente emparentados con el inglés. Espero que todos sepan a dónde van, porque andan a toda mecha, enfrascados en artilugios electrónicos que les mantienen conectados al trabajo, a Wall Street, a la guardería, a la estación meteorológica, al supermercado y tal vez al estado mayor de una guerra remota.
La circulación es un atasco viscoso. Le echo una carrera a un taxista indostánico que se detiene a mi vera, cuando el semáforo enrojece. Camino sin hacer trampa, a mi ritmo, a ver quién llega antes al siguiente cruce. Por los pelos, pero se inhibe un policía barrigudo provisto de todos los atalajes (pistola, esposas y otro montón de objetos colgando, a saber para qué) y habrá que atenerse a la foto finish. Aguardo su veredicto leyendo un anuncio sionista según el cual Israel aguanta tantos ataques de Hamás como editoriales del New York Times. El anuncio tapa una fachada destartalada, justo enfrente del prisma ciclópeo que aloja al Times.
Hay muchos pedigüeños, pero más personas de las que perdieron un tren (o varios) y recibieron tantos palos que no se sabe si sobreviven o sobremueren. Un ejército de zombis desdentados, bien vagando en lenta soledad, bien formando pequeñas asambleas de cariz apocalíptico. Sonará a tópico, pero casi todos son negros; alguno, tan greñudo y estrafalario que apetecería hacerle una foto, pero a nadie veo sacársela. Los mozos de los restaurantes, escalando milagrosamente sin cuerdas desde los sótanos, sacan basuras menos fétidas que la negrura que dejan atrás. Un espeleólogo podría ganarse la vida en esas despensas como sentinas. Créese que en Manhattan hay durísimas inspecciones sanitarias. ¡Cómo serán las blandas!
Me topo con un megapartenón de oficinas centrales del servicio postal. Enormes letras grabadas en el frontispicio proclaman que ni la tempestad, ni fuerza alguna sobre la faz de la tierra, impedirán que el cartero cumpla su misión. Si hace falta, llama dos veces. Me fijo en los zapatos de quienes trepan por las gigantescas escaleras. Gozan de mayoría absoluta los modelos cómodos, o sea feos pero adecuados para caminatas largas. Unos cuantos desgraciados, más o menos la misma proporción que según los sociólogos propende al suicidio, calzan diseños torturantes. Una de dos -me digo-, o unos zapatos incómodos empujan a la autolisis, o los futuros suicidas castigan sus pies para que no vivan ajenos al sufrimiento del melón.
Sigo hacia el sur. Estoy más cerca de la horrenda aguja/antena que escupe la testa del nuevo World Trade Center. Cruzo manzanas donde abundan los neoyorquinos a los que sus perros sacan de paseo. Entro en una macrotienda de colores llamativos, con infinidad de brebajes salutíferos, extractos naturales de hierbas y abejas hechizadas, complejos vitamínicos, anabolizantes para culturismo... Asombrosa variedad de bolsas, frascos, botellines, latas y hasta calderos, con cantidades monstruosas de proteínas concentradas, calcio saborizado y líquidos energizantes, a elegir, con ácidos omega 28, carnitina, escualenos, coenzima Q o lecitina de hawaiana impúber. Un delirio de productos específicos para cualquier deficiencia o programa de mejora física, desarrollo muscular, purificación biliar y embrutecimiento neuronal. Huele a medicamento y a pis de gato.
Me adentro en el Village, que no sabe decidirse entre la dulzura y la decrepitud. Tiendas de antiguos carteles cinematográficos, tiendas de juguetes cuyos dueños morirían cuando lo de Pompeya... Parece que los dependientes forman parte del mobiliario y se ofenderían si entrase algún cliente. Me paro ante un recoleto café con güifi gratis, estilo Starbucks, pero con reminiscencias bohemio-parisinas. Observo a la peña desde fuera, naturalmente, porque los precios cubren no solo intenné, sino también un viaje relámpago para abrir cuenta en las Bahamas. La peña son jóvenes, uno por mesa, que miran embelesados hacia una región inconcreta entre el espacio interestelar y el más allá, y de vez en cuando emborronan un cuaderno -los menos- o manipulan brevemente un teclado -los más-. Todos los teclistas, parapetados tras la tapa de su computadora, trabajan para la secta de la manzanita, como vendedores de feroz entusiasmo.
Una chica con cuaderno, de blancura casi transparente, enriquece su cabellera mediante 12 rastas con toda la gama de azules y verdes. Esbelta y lánguida, apenas roza el café con labios que musitan algo, una letanía dirigida hacia dioses ausentes, y escribe una palabra y retorna a su ensoñación distante y a los 3 minutos escribe otra palabra y tacha la precedente con gesto deliciosamente enfurruñado y cuando se calma toma otro sorbito de café o quizá solo se tizna con un pueril bigotito de espuma.
Debatiría con ella si no es preferible el párrafo torrencial, como si el idioma rompiera la roca sobre la que se precipita, cuando reparo en el escaparate de una agencia inmobiliaria y veo los alquileres por la zona. Lo que dijéramos "cuchitril" son 4.000 dólares y el "tabuco" pasa de 6.000 al mes. ¿Cómo no entender el ascético minimalismo de la ninfa con rastas? Me pregunto qué calzado lleva: espero fervientemente que sean comodísimas sandalias de clarisa, porque el cercano Hudson podría convertirse en una gélida invitación al desastre.