No se acuerda de que ya no recuerda. Su memoria es un tobogán en forma de montaña rusa que cabalga a su libre albedrío.Sus recuerdos resbalan del ahora que no deja huella a un pasado lejano que parece imborrable. Su infancia parece ser lo único verdadero.
Ante sus ojos acontece lo que él mismo inventa. Es un demiurgo de invenciones volátiles que se escapan de las manos de quien las modela y se desvanecen tan pronto son concebidas.
Anochece a la hora del ángelus y sus antepasados resucitan en cualquier momento y lugar.
Desconoce su ropa, olvidó cómo vestirse. Sólo le arropa la ternura de quienes comprenden que no comprenden, los que no olvidan que su conciencia es ahora un espacio para los olvidos que se multiplican cada día.
Las rutinas se estrenan en una mirada que no tiene fondo.
Su reloj ya no tiene manecillas ni agujas. Es una esfera que gira, sin moverse.
Es curioso que mirar su rostro, sin rastro alguno de sufrimiento sino perfumado con los aromas de la inocencia, pueda generar en quien le mira, tanto dolor y pesar.
Ya no le pesan los años, vaciados los recuerdos.Ya no le pesa la vida, sin conciencia de angustia, vacía de anhelos y pretensiones.Todo pasa sin pesarle nada. Y esa levedad puede convertirse en una carga aplastante para quienes le miran y no se sienten reconocidos en su mirada.
Su mundo ya no está aquí, pero no sabemos a ciencia cierta cuáles son los universos por los que navega.
Toma su medicación de manera dócil, sin saber que está enfermo.
Y cuando esboza una sonrisa o se le iluminan los ojos, aunque apenas dure un instante, todo el mundo que le rodea renace, y respira, y descansa.
Texto de JOSÉ MARÍA TORO. Publicado en la revista NOTICIAS OBRERAS. Octubre 2020