Esta gran dama –muy bajita– que ha superado el umbral de los 80 años alguna vez pensó sólo en saltar. Sus ojos –más pequeños en el marco de unos anteojos demasiado grandes para su cara– se hunden en las profundidades de ese recuerdo. Del instante del salto. Aquella mañana de otoño de 1943 el Danubio manchaba de sangre los campos de su Hungría natal. Una adolescente menuda –que había nacido en Budapest en 1929– estaba parada frente al pelotón de fusilamiento nazi. Contemplaba impávida el agua sucia de ese río. Imágenes de su corta vida –como ráfagas, antes de que la ráfaga de sus verdugos acabara con todo– se sucedieron como diapositivas en su mente. La ronda de juegos con los hermanos, su padre en el granero (ese hombre que por su conocimiento del alemán ayudó a mucha gente a reunir la documentación necesaria para emigrar del horror, pero que no pudo escapar de la deportación a Auschwitz, donde moriría), esos momentos de suprema felicidad infantil que se escapan como un puñado de arena en las manos. Ahí supo aún sin poder escribirlo –como lo haría muchos años después– que los hombres y mujeres son arrojados a la Historia. El instinto de vida la hizo saltar a la fosa donde yacían sus muertos: buena parte de su familia y sus amigos de infancia. Y vivió para contarla. Y para trazar una gran estela en el devenir del pensamiento humano.
La filósofa Agnes Heller, considerada la figura de mayor relieve dentro del grupo de pensadores conocidos como la Escuela de Budapest, discípula y ayudante de György Luckács, está en el país participando en el III Workshop de Metaética de Buenos Aires, que arrancó esta semana en el nuevo espacio cultural Garrick, uno de los organizadores junto con el Centro de Estudios Filosóficos y Fenomenológicos Avanzados (ver aparte). Heller llegó el fin de semana después de un largo viaje con escalas (y largas horas de espera) en Budapest y París. Cuando la fueron a buscar a Ezeiza, le recomendaron descansar unas horas en el hotel. “¡Cómo voy a dormir en Buenos Aires, quiero caminar!”, se quejó con ese tono irónico, tan suyo, con el que amortiguó el reto. La filósofa húngara se fue al Jardín Botánico. “Me encanta Buenos Aires porque es la única ciudad latinoamericana en la que podés caminar sola y ves cosas hermosas”, dice a Página/12. Saltar y sobrevivir son palabras claves en la vida de esta mujer. Se inclinó por la filosofía en 1947, cuando conoció a Luckács, impulsor de la denominada Escuela de Budapest, recodo de un pensamiento marxista heterodoxo. Participó del levantamiento húngaro de 1956 y se casó con Ferenc Fehér, con quien militó y escribió varios libros. Testigo de la represión que siguió a la Primavera de Praga en Checoslovaquia en 1968, al igual que su maestro y amigo –Luckács– fue tildada de “revisionista” por su rechazo a la ortodoxia marxista-leninista. Sufrió persecuciones que la obligaron a exiliarse varias veces: primero en Australia, luego en Estados Unidos. Su amplia y vasta zona de inquietudes abarca los asuntos y zozobras de la modernidad en más de una veintena de libros. Curiosamente, a pesar de su visita, sólo se consigue en las librerías de Buenos Aires esa joyita titulada Una filosofía de la historia en fragmentos (Gedisa).
–La última vez que estuvo en la Argentina, en el Congreso de Filosofía en San Juan, dijo que solía considerarse marxista, pero ya no. “No soy marxista ni postmarxista. Soy Agnes Heller”, dijo. ¿Por qué se produjo este cambio de perspectiva?
–Me di cuenta de que la filosofía no es un “ismo”; siempre tuve esa intuición, pero lo descubrí en una conversación con Foucault. Lo conocí en Estados Unidos, en 1980. El participó en una recepción en la Universidad de Nueva York y en un momento se le acercaron los periodistas y lo pusieron casi contra la pared. Y le preguntaron lo siguiente: “Profesor Foucault, ¿es usted un estructuralista o un postestructuralista?” Y él contestó: “Yo soy Michel Foucault” (risas). Para mí fue una gran iluminación; en ese momento comprendí que tenía que hacer lo mismo, que ante ese tipo de preguntas respondería: “Yo soy Agnes Heller”. Una vez que dejé el marxismo no quería ningún “ismo” más en mi vida, no quería ser “ista”. Creo que el tiempo de los “ismos” y de las escuelas filosóficas se terminó porque pertenecen a un período metafísico en cuyos centros aparecían una obra o una persona que eran como el cuerpo de la verdad. Todos los que aceptaban esos trabajos como la materialización de la verdad tenían que aceptar también básicamente a esas personas. Pero en este tiempo postmetafísico no hay más lugares centrales, ni verdades centrales, ni “ismos”, ni personas centrales. Hay visiones que acercan a todos los que trabajan en diversos campos. Por ejemplo, todos los filósofos son de alguna manera analistas del Dasein sin ser necesariamente heideggerianos o especialistas en Heidegger.
–¿Por qué se produce este acercamiento? ¿Se debe a la centralidad de Heidegger en la historia de la filosofía del siglo XX? –No creo que Heidegger sea central. El no descubrió nada, sino que había algo que ya estaba pasando, pero encontró una fórmula efectiva que en vez de acercarse al mundo exterior optó por ser arrojado dentro del mundo. Esa fórmula que encontró Heidegger es el Dasein. Foucault –que llamaba al Dasein una dupla empírica y trascendental– también es un analista del Dasein, pero no necesariamente llegó a ser un heideggeriano como tal.
–En Una filosofía de la historia en fragmentos subraya que la confianza en una transparencia creciente del mundo se ha perdido.
–Eso sigo creyendo. No sólo se perdió la confianza en la transparencia, sino que se perdió la aspiración de transparencia.
–También advierte que no es una buena época para escribir sistemas sino para escribir fragmentos. Como es un libro de fines de los años ’90, ¿sigue creyendo que ésta es una época más propicia para escribir en fragmentos?
–Oh (suspira y sonríe), estás haciendo una pregunta muy difícil. No es una cuestión de tiempo. El deseo de poner las cosas en estructuras sistemáticas no ha sido totalmente perdido. Te doy un ejemplo: Foucault empieza hablando de cambios epistemológicos en cuanto a las condiciones de conocimiento y al final de su muy corta vida termina hablando de tres tipos de discursos: discurso de conocimiento, discurso de poder y discurso de sí mismo. ¿Qué es esto sino un sistema? ¿Una sistematización de los tipos de discursos? Hay un deseo por el sistema, pero tratamos de mantenernos lejos de la tentación.
–¿Por qué resulta tan imperativo mantenerse lejos de la tentación del sistema?
–Tenemos muy presente que el sistema es una mentira, a pesar de que hay como un espíritu que nos habla y nos dice que tenemos que construir sistemas. Cada vez que escuchamos a ese espíritu y vemos el mundo, sabemos que nos miente.
–¿Se confía más en los fragmentos?
–En ese libro trabajar sobre diferentes problemas de la modernidad implicaba algo compositivo musical y no sólo de contenidos. Mi proyecto es como una composición musical que trabaja con diferentes problemas y temas. Incluso a veces en el libro digo que estoy en una iniciativa musical. Cuando empecé a escribirlo, me di cuenta de que podía trabajar sobre fragmentos sin necesidad de coherencia total. Ser coherente es trabajar con lo heterogéneo y todo sistema homogeiniza.
–En un momento dice que “los relativistas son los cobardes del pensamiento”, que el relativismo no es una posición epistemológica. ¿Puede ampliar esta idea?
–Ciertamente el relativismo no es una posición epistemológica. Cuando alguien adopta un punto de vista, toma responsabilidades por ese punto de vista. Este tema lo desarrollo en el capítulo sobre la verdad en el que me refiero a Kierkegaard. La verdad es lo que es la verdad para mí, pero yo adopto responsabilidades por esa posición. El relativismo no conoce la práctica de tomar responsabilidades por sus verdades. Cuando digo la verdad, me refiero a la verdad subjetiva, a las subjetividades. Kant lo expresa afirmando “esto es lo que considero que es verdad”. Yo no niego que otra gente considere otra cosa, incluso digo que tienen el derecho y son sinceros. Pero sólo puede haber relativismo en la articulación de verdades “absolutas”.
–¿Esa cobardía es porque el relativista no apuesta, no hace una elección?
–Ese es justamente uno de los puntos centrales: la apuesta de Pascal. Yo pongo todas mis convicciones, toda mi vida sobre la apuesta. El relativista, en cambio, no.
–Usted cita una frase de Thomas Mann, “el manantial del pasado es profundo”, frase que le parece inquietante porque se pregunta a qué se debe esa metáfora.
–Una forma de criticar a Heidegger en ese libro es a través de la imaginación tecnológica. La imaginación moderna es tanto histórica como tecnológica. Es una imaginación que sale de lo metafísico y ése es uno de sus problemas; pero también tenemos la imaginación de recordar y de olvidar, que está agarrada a las profundidades de este manantial. Lo que sabés de tu pasado pertenece a tu presente. Te hace hacer algunas cosas por sobre otras. Si perdés tu pasado, perdés tu presente.
En la sala del Garrick (alrededor del escenario donde la filósofa húngara disertará sobre en qué falló la religión de la razón, derechos humanos y secularización, autonomía del arte y la dignidad de la obra, entre otros temas) parte de los organizadores han formado una ronda para escucharla. “La actitud moral de mi padre influyó en toda mi vida –subraya Heller ahora abandonando el tono pendular de la ironía por el que se desplaza como pez en el agua–. Aprendí más de mi padre, que murió cuando yo tenía 14 años, que de cualquier otra persona. Cuando era una niña leí a Shakespeare, y desde muy joven la mitología griega estuvo constantemente presente en mi vida. Yo sobreviví al Holocausto, pero hubo un tiempo en que no estaba segura de si estaba muerta. Estaba parada frente al Danubio, esperando ser ejecutada. Es algo que no puedo olvidar, que está en mi cabeza, en mi cuerpo. Todo lo que experimentás y tus influencias se vuelve pasado sólo selectivamente. Un viejo amor es un viejo amor, pero nunca es olvidado. Son experiencias que llevás en tu cuerpo, en tu psiquis.”
–Impresiona escucharla decir que estaba parada frente al Danubio esperando que la ejecutaran. ¿Recuerda qué pensaba, qué le pasaba por la cabeza?
–Sólo pensaba en una cosa: voy a saltar, voy a saltar... Me acuerdo todavía del río y que lo único que pensaba era en saltar.
–En un momento menciona una pregunta que lanzó el joven Lu-ckács: “¿Quién nos salvará de la civilización occidental?”. ¿Considera que esa pregunta sigue teniendo validez o hay otro tipo de pregunta que la ha reemplazado?
–Luckács la escribió cuando era un joven intelectual radical, pero desde entonces mucha otra gente se volvió a hacer esa misma pregunta. Los enemigos de la civilización occidental son los críticos culturales; es muy elegante ser un crítico cultural porque siempre puede decir que todo lo que dice la cultura está mal, que no sabés nada de literatura, que no sabés lo que es la buena música, que no hay más un Beethoven o un Rembrandt. Los artistas contemporáneos son tan sinceros o poco sinceros como hace 200 años. Se interesan tan poco por el poder como los artistas del siglo XVII. El concepto de decadencia –que ahora todos los artistas son mercenarios que venden su arte– me parece incorrecto. Odiar el presente es odiarnos a nosotros mismos. Hay una tendencia a idealizar el pasado griego: que eran elevados, sublimes. ¡Deberían leer a Aristófanes para ver cómo los griegos no eran mejores que nosotros! No me gustan la nostalgia ni el odio hacia los contemporáneos.
–¿Esto de odiar el presente está relacionado con el discurso apocalíptico que llegó a tener muchos “predicadores” en la filosofía?
–Sí, es muy típico de la filosofía el discurso apocalíptico, desde los tiempos de Kant pero también ahora. Es un concepto religioso extremadamente elegante. Es muy aristocrático creer en el final de todo (risas). Si tenemos alguna memoria del gran pasado de Europa, el marxismo y el nazismo eran apocalípticos, pero también tenemos el apocalipsis de las guerras nucleares. Está muy de moda ser apocalíptico.
–Muchas veces se plantea el interrogante de si puede haber un arte perdurable. ¿Esta pregunta parece un ejercicio de nostalgia?
–No sabés si el arte es perdurable cuando el arte acaba de ser creado. La gente cree ahora que ninguna obra de arte es perdurable, pero se olvida de que mucho del arte que se creía perdurable ni siquiera es recordado porque el tiempo elige lo durable. Pero no podemos saber en el presente qué va a ser durable o no. Eso vamos a saberlo únicamente en el futuro.
–¿Cómo hace para estar tan bien? ¿Cuál es la fórmula?
–Querida, creo que el mayor regalo es la vida. Y el mejor regalo que podés hacer es dar otra vida. Yo tuve ambos placeres: tengo mi vida y les di vida a otros. Fuente: Página 12