Bagge ejerció como figura transicional entre los comix underground de los sesenta y el llamado “alternativo” de los ochenta y noventa. Su personal estilo gráfico, con un blanco y negro afilado y preciso y unas figuras y rostros de gran expresividad, sigue siendo plenamente válido treinta años después de que se diera a conocer.
El encuentro de Bagge con el cómic se produjo a través de Robert Crumb. Pero no gracias a su historias underground –inaccesibles para un muchacho residente, como era su caso, en Peeksville, un suburbio residencial de Nueva York- sino mediante las ilustraciones que el famoso autor realizó para portadas de discos o camisetas.
No fue hasta después de su graduación del instituto en 1975 y su traslado a Nueva York para estudiar brevemente en la Escuela de Artes Visuales, que entró en contacto con aquellos comics. Fue la particular mezcla que Crumb vertía en sus historietas, con un grafismo propio de las tiras de prensa de los años treinta, grandes dosis de humor absurdo, pornografía blanda y referencias a la cultura popular, lo que fascinó a Bagge hasta el punto de tomar la decisión de hacer del cómic su profesión. Y ello a pesar de los consejos en contra de su familia y profesores. Nadie consideraba aún al cómic como una forma artística válida.
Simultáneamente a algunos escarceos musicales, Bagge empezó a dibujar para las publicaciones underground “Punk Magazine” y “Screw” y entre 1980 y 1981 lanza junto a John Holstrom la revista “Comical Funnies”, de la que aparecerían tres números. El título remitía a los primitivos comic-books de historietas humorísticas para niños, pero su contenido no tenía nada que ver con aquéllas. Y es que a Bagge no le llamaba la atención el humor de “MAD”, los cómics para la prensa del momento o el material superheróico de los comic books. Quería hacer algo tan vivo y libre como los cómics underground de finales de los sesenta.
El problema era que aquel movimiento databa de media década antes y para cuando Bagge se planteó la profesionalización, el Underground propiamente dicho había muerto dejando paso al Punk. Esta nueva tendencia contestataria se declaraba violentamente antisistema y se reía del “Haz el amor, no la guerra” de los hippies tanto como de su estética e ideario. Y es que el Underground, de hecho, había pasado a formar parte del sistema que tanto había denostado. Todo el mundo llevaba el pelo largo, tenía decoración textil de macramé en sus casas y escuchaba en sus equipos de alta fidelidad a sus principales grupos musicales.
Pero los comix underground habían corrido peor suerte aún que otras manifestaciones contraculturales de los sesenta. Las tiendas de cómics, a raíz de una sentencia del Tribunal Supremo norteamericano que declaraba el derecho de las comunidades a definir su estándar de obscenidad, corrían el riesgo de sufrir presiones por parte de los vecinos bienpensantes si accedían a distribuir determinados cómics “políticamente incorrectos”. Todos los autores inspirados por gente como Crumb, Shelton y Griffith se vieron obligados a permanecer en los márgenes culturales y editoriales, autopublicándose en todos los formatos imaginables y recurriendo ocasionalmente al comic pornográfico para sobrevivir. Aún tardarían años en ganarse el respeto de editores y lectores y pasar a ser etiquetados como “Alternativos”.
Una muestra del trabajo de Bagge acabó en las manos de Robert Crumb, que entonces editaba la revista “Weirdo”. Ambos mantuvieron correspondencia durante un tiempo y, finalmente, Bagge no sólo vio sus páginas publicadas en esa cabecera sino que se convirtió en su editor durante tres años. Y ello a pesar de que Bagge y Crumb nunca se habían encontrado personalmente.
En 1985, ya residiendo en Seattle y tras su encuentro con el editor de Fantagraphics, sello especializado en comic alternativo, recibió la oferta de publicar un comic tres veces al año controlado y realizado solo por él. Bagge aprovechó la oportunidad y al cabo de un par de números, incapaz de simultanear ambas ocupaciones, abandonó las tareas editoriales de “Weirdo” para centrarse en su propia publicación.
Aquella revista se llamó “Neat Stuff” (“Mundo Idiota” en su versión hispana, publicada por Ediciones La Cúpula) y totalizó 15 números entre 1985 y 1989. Sus páginas albergaron historietas de extensión variable protagonizadas por personajes estrambóticos y extremos, como la caótica Girly Girl, el bienintencionado Chucky Boy, el impredecible Studs Kirby… y los que pronto se convirtieron en las estrellas de la cabecera: los Bradley.
El origen de esos personajes databa de años atrás. Alrededor de 1980 o
En las desventuras familiares de los Bradley de “Neat Stuff”, Bagge ataca de forma descarnada ese autocomplaciente espejismo nacional utilizando una familia en plena descomposición emocional a pesar de que su situación social y económica dista mucho de situarlos en la marginalidad. Brad, el padre, es un zombi malencarado que va de la oficina al sillón de su casa, que ignora mayormente a su mujer –excepto en lo que se refiere a su faceta de cocinera y limpiadora-, desprecia a su prole y tiene como único interés ver la televisión y beber cerveza. Betty, la madre, es quizá el personaje más equilibrado de todos pero sus buenas intenciones y su sincera fe católica nada pueden hacer ante el caos que continuamente se apodera de su hogar ante la apatía de sus hijos y marido. Babs es una adolescente a la que sólo preocupan sus ídolos mediáticos juveniles, ligar con los chicos por cualquier medio disponible y sus posibilidades de ascenso social en el entorno escolar. Butch, el hermano menor, es un pequeño fascista insoportable. Y, por fin, Buddy, que ha terminado el instituto pero que no quiere seguir estudiando ni trabajar, un vago que se saca unos cuantos dólares trapicheando con marihuana y que los gasta con igual celeridad en viejos discos de música rock de los setenta.
Nadie quiere pertenecer a esa familia. Apenas se soportan unos a otros y cualquier nimiedad es motivo de pelea o discusión. La inflexión abiertamente histriónica y enloquecida de los primeros episodios dejó paso a un ritmo más pausado en el que las trifulcas y los gags subidos de tono se alternaban con diálogos inteligentes e incluso reflexivos. Buen ejemplo de ello es el divertido episodio “Feliz @#%$ Navidad” en el que la compra de un enorme árbol de navidad y su instalación y montaje en el hogar familiar provoca una bronca tras otra, pero en el que también hay espacio para una interesante consideración sobre la brecha religiosa entre generaciones.
No tardó en hacerse evidente que el centro del interés del autor –y de los lectores- era Buddy, el perezoso adolescente que el propio Bagge concibió como una imagen de sí mismo cuando era joven: “La primera vez que lo dibujé, él era yo. Los Bradleys no eran exactamente mi familia: yo tenía dos hermanos y dos hermanas, que reduje a uno de cada por simplificar. También la personalidad de mi madre era muy diferente a la de la señora Bradley. Ésta se parece más a muchas de las madres de mis amigos que a la mía. Tampoco pretendía entonces convertir a Buddy en una imagen tan exacta de mí mismo como luego lo hice, pero a medida que pasó el tiempo, Buddy fue el personaje con el que yo me sentí más relacionado. Seguían ocurriéndoseme ideas para historias sobre él y los episodios de “Neat Stuff” fueron centrándose cada vez más en su persona”.
En “Neat Stuff” nº 13 apareció el personaje de Apestoso (“Stinky” en el original), aunque no en la serie de los Bradley, sino en los gags de “Girly Girl” Con sus gafas oscuras a lo Lennon y su mechón de pelo rubio coronando una cabeza cónica, Apestoso era una versión socialmente inepta del Blas de “Barrio Sésamo” y pasó a convertirse por defecto en el mejor –y socialmente más peligroso- amigo de Buddy.
Fue gracias al éxito de ese número y la manifiesta preferencia de los lectores por historias que ocupasen toda la extensión de la revista, que Bagge decidió abordar, ya en 1990, un nuevo proyecto: “Odio”, protagonizada exclusivamente por Buddy Bradley. Dado que el adulto Bagge vivía por entonces en Seattle, trasladó a su personaje a esa ciudad del noroeste y lo envejeció un poco para convertirle en un veinteañero. En el primer episodio lo encontramos viviendo en un apartamento con Apestoso y el paranoico George Cecil Hamilton III. Buddy es un vago que bebe y fuma demasiado y trabaja a tiempo parcial en una tienda de libros usados de los que acostumbra a robar alguno. En episodios sucesivos, lo veremos estableciendo una relación con Valerie, una feminista que, a su vez, es compañera de piso de la desequilibrada exnovia de Buddy, Lisa; cambiar luego sus afectos hacia Lisa y verse atrapado por los planes de Apestoso para hacerse rico, el más infame de los cuales resulta ser aquel en el que Buddy se convierte en manager de la banda de su amigo, “Leonard and the Lovegods”.
Aquel divertido episodio salió poco después de que la canción emblema de Nirvana, “Smells Like Teen Spirit” diera a conocer al mundo un reciente estilo musical con origen en Seattle, que puso en el candelero a las bandas universitarias de rock alternativo y creó el movimiento Grunge. Y resultó que Buddy Bradley vivía en esa ciudad precisamente en aquel momento.
Irónicamente, Bagge no es aficionado al Grunge y cuando empezó “Odio”, ninguno de los grupos adscritos a esa denominación había alcanzado aún la fama. Y, de repente, una oscura y ruidosa banda llamada Nirvana lanzó un álbum titulado “Nevermind”. En cuestión de semanas, todo el mundo puso sus ojos en Seattle, un montón de grupos clónicos y melenudos saltaron a la palestra y la ciudad se inundó de periodistas a la caza de historias no sólo acerca de la música, sino de todos aquellos campos de la cultura popular que pudieran remotamente relacionarse con el Grunge. Y allí estaba “Odio”.
Bagge puso a Buddy como manager de una banda de subnormales, bebedores insaciables de cerveza y de nulo talento musical que, sin embargo, encienden la pasión de una legión de fans tan ineptos como ellos. Hubo quien acusó a Bagge de subirse al tren de la moda del momento; pero lo cierto es que no por ello “Odio” traicionó su espíritu de testigo de una generación y que sus ventas, que ya eran sustanciales antes de la explosión grunge, tampoco se vieron especialmente favorecidas a raíz del mismo.
Fruto de la interpretación de Bagge de su propia vida diez años atrás, Buddy era un representante de lo que se ha dado en llamar Generación X en su versión más patética y perdedora. Él y sus amigos viven en la cara oscura del Sueño Americano. El intervalo de tiempo transcurrido le permitía el autor examinar propio su pasado con un mayor grado de objetividad y, sobre todo, humor.
“Para cuando empecé “Odio”, ya llevaba casado un tiempo. Habíamos comprado una casa un par de años atrás y, por fin, estaba ganándome la vida gracias a mis comics. También por entonces mi mujer se quedó embarazada y estaba a punto de convertirme en padre. Así que ahí estaba yo: un padre casado, propietario, de clase media… y todo eso en tan solo un par de años. En esa situación, de repente me di cuenta de que era capaz de revisar mi vida pasada con mayor objetividad. Esa parte de mi vida había acabado. Y aquellas cosas que entonces no resultaban divertidas porque me hallaba atrapado en ellas, eran ahora hilarantes, como estar siempre sin blanca o tener que acarrear la colada hasta la lavandería automática”.
El título de la serie puede llamar a engaño. Ciertamente, hay odio, pero no se trata tanto de un resentimiento expresado hacia el exterior en forma violenta como de una frustración y descontento íntimos hacia uno mismo, la vida que le ha tocado soportar, la sociedad del bienestar en la que no se siente encajar y, en general, una existencia a la que no se le encuentra propósito ni sentido. Bagge no trata en estas historias de saldar cuentas pendientes, lanzar mensajes moralizantes, erigirse en referente ideológico ni aportar razones sociológicas que expliquen o justifiquen el comportamiento de la juventud de entonces o la de ahora. “Odio” es, “simplemente”, una crónica, el relato en clave de ácido humor de una vivencia compartida por el autor y sus lectores.
En “Odio” hay soledad, desconcierto, alcoholismo, consumo de drogas,
Visualmente, “Odio” era un cómic claramente underground. Bagge utiliza con generosidad la trama manual como técnica para crear profundidad, atmósfera y textura, pero también como homenaje a los cómics underground clásicos de los sesenta de los que bebió en su juventud.
El estilo excesivo y engañosamente sencillo de Bagge camufla una fuerte carga emocional en su forma más cruda. Por ejemplo, cuando los personajes tienen sexo, la situación no es bonita ni excitante, ni siquiera desagradable, solo morbosamente absurda, con sus cuerpos contorsionándose en posiciones imposibles mientras se retuercen presas del éxtasis. Las figuras parecen no tener articulaciones, y se mueven de una viñeta a otra encogidas y balanceando sus brazos y piernas como si fueran tentáculos. Las reacciones están siempre reflejadas de forma exageradamente histriónica: en una viñeta los personajes están tranquilos y en la siguiente se han transformado en auténticos monstruos rodeados de líneas cinéticas, con sus lenguas convertidas en rayos, las cabezas grotescamente aumentadas, ojos extraviados, y ceños tan fruncidos que la frente se toca con la nariz. Su feísmo expresionista remite a clásicos del humor absurdo como Basil Wolverton o Harvey Kurtzman.
A mitad de la andadura de la colección, en el número 16, se produce un relevante cambio argumental y gráfico. Por una parte, Buddy y Lisa abandonan Seattle y se establecen en el sótano de la casa familiar del primero, en New Jersey. Los personajes habituales hasta ese momento son sustituidos por los viejos conocidos de instituto de Buddy, algunos de los cuales ya habían aparecido en “Neat Stuff”.
“Quizá hubiera sido más inteligente mantener la cosa como estaba y no hacer madurar a Buddy en absoluto. Solía bromear diciendo que “Odio” era una versión más sucia de “Archie”, puesto que tenía una dinámica muy similar, con Buddy en el papel de Archie, dos amigos masculinos: el listo (Stinky) y el raro (George); y un triángulo amoroso entre Buddy, Lisa y Valerie. Pero quería empezar a dibujar historias más profundas, más personales, que trataran sobre crisis más complejas que imaginar con qué chica iba a salir Buddy a continuación; y la mejor fuente para ellas sería su familia. Esa era otra de las cosas de los primeros episodios que encontraba limitadoras: que “Odio” versara sólo sobre los problemas de un grupo de veinteañeros. Quería añadir a la mezcla gente mayor y niños, porque ello suscitaría historias más complejas, incluso más dolorosas… pero la única forma que tenía para hacerlo era devolver a Buddy a donde vivían sus padres, ya que no podía imaginar cómo éstos y sus hermanos podrían trasladarse a Seattle. Además, su hermana ya tenía niños pequeños y quería ver a Buddy relacionarse con críos además de con sus antiguos conocidos”.
Pero algo más que el entorno había cambiado en “Odio”. El histrionismo ridículamente dramático, el tono de farsa, el cinismo y el humor negro de la anterior etapa se fueron diluyendo hasta convertirse en una tragicomedia costumbrista de tono ligero dominada por la turbulenta relación de Buddy y Lisa, los problemas mentales de ésta o las vicisitudes laborales del negocio del primero.
Sin embargo, el cambio que más llamó la atención al principio fue de ámbito gráfico. Las elaboradas páginas en blanco y negro características de Bagge fueron sustituidas por planchas de brillante colorido que apagaban las tintas –ahora realizadas por Jim Blanchard- y le daban un aire más naif. Tal mudanza gráfica respondió, claro, a que las ventas de la revista hacían posible el aumento de coste que suponía la aplicación de color; pero también a una decisión del propio Bagge.
“Las razones económicas por las que los comics underground y alternativos se publicaban siempre en blanco y negro son obvias: no se podían permitir el color dado el trabajo extra que suponía. Tampoco solían tener anuncios, así que el color no era una opción. No es que tenga nada contra el blanco y negro. Me gustan ambas técnicas. Pero nunca pensé que los comics alternativos hubieran de ser necesariamente en blanco y negro. Era solo una consecuencia económica. Sin embargo, una vez que el color resultó rentable, decidí aprovecharme de ello”.
Con la aplicación del color, el autor quería profundizar aún más en la paradoja inherente a su estilo. Su dibujo caricaturesco y exageradamente deforme chocaba con los temas adultos y profundos que se desarrollaban en sus historias. Al introducir un color plano y chillón que recordaba a los antiguos comics de humor e infantiles, el contraste entre lo inteligente y lo estúpido, lo pueril y lo adulto, se magnificaba.
Ese planteamiento no fue comprendido ni aceptado por cierto sector de sus seguidores, que acusaron a Bagge de haberse vendido al gran público. Él se defendió: “Para mí, venderse tiene que ver con el contenido. Y, tal y como fueron las cosas y para mi decepción, el color no ayudó a mejorar las ventas. Así que el único aliciente para reconvertirse al color fue satisfacer mi propia visión estética. Irónicamente, lo que yo pensé que iba a ser justificadamente considerado como algo “vendido”, la inclusión de anuncios publicitarios en la revista una vez se pasó al color, ¡no suscitó ningún comentario!”.
Como ya hemos dicho, Bagge siempre mantuvo la edad de su personaje una década por detrás de la suya propia, por lo que resultaba natural que Buddy, como su creador, fuera evolucionando y asumiendo nuevas responsabilidades y cargas que durante los primeros quince números había tratado de evitar. Por ejemplo, empezaba a encarrilar su vida abriendo un negocio de objetos basura con su amigo Jay; y la relación con su familia, aunque no exenta de discusiones y problemas, ya no era tan caótica como años atrás. Y es que Bagge no optó por el modelo de “Peanuts” o “Los Simpson”, serees en las que los personajes nunca envejecen ni evolucionan, sino que llevó de la mano a sus creaciones hacia la misma madurez que él había ido alcanzando diez años antes.
Pero claro, esta decisión tenía sus limitaciones. El éxito inicial de Bagge tuvo mucho que ver con su talento para, a través de una lente deformante, transmitir sus experiencias personales de forma que se amoldaran a problemas universales reconocibles por cualquier joven occidental: el abandono de una novia, el cabreo sordo con el tráfico, la frustración de los trabajos basura, tratar de ocultar pecadillos a los padres, la indecisión acerca del camino a seguir en la vida… Fue algo que le enseñó el propio Crumb cuando empezaba a dar sus primeros pasos en el comic: no adaptarse a lo que uno espera que guste a tal o cual público, sino ser fiel al propio estilo y a las propias experiencias vitales. Ello mantendría viva la pasión y transmitiría el mensaje y las emociones con verdadera sinceridad.
Pero cuando la vida de uno deja de ser interesante o, al menos, tan grotesca y alocada como la de la juventud de Bagge, las historias que uno puede contar han de dar un inevitable giro que no necesariamente tiene por qué satisfacer a sus lectores más veteranos. Las ventas de “Odio” comenzaron a bajar al tiempo que Bagge empezaba a invertir su tiempo en otros proyectos más lucrativos, por ejemplo, la adaptación de su serie para la televisión, lo que le reportó unos jugosos beneficios aun cuando jamás pasó de la etapa de desarrollo. Empezó a recibir ofertas que le animaron a desvincularse de unos personajes a los que llevaba años dedicando todo su esfuerzo creativo y que, aunque habían sido la fuente de su prestigio y prosperidad financiera, ya no significaban ni mucho menos el grueso de sus ingresos.
Ese progresivo desapego del autor se hizo evidente cuando a partir del número 21 pasó a incluir historias de otros autores, algunos de ellos de renombre, como Alan Moore, Robert Crumb o Gilbert Hernandez. Y, por fin, en 1998, tras treinta números, Bagge decidió cerrar “Odio”. O, más bien, reconducirlo a una cadencia anual que le permitiera mantener vivo al personaje a la espera de un cada vez menos probable renacimiento creativo. Fantagraphics, por su parte, accedió a ello. Sus ventas no eran ya lo que una vez fueron, pero mantenía un fiel núcleo de lectores. “Odio” desapareció definitivamente en 2011.
El propio Bagge admitió que aunque seguía sintiéndose cercano a Buddy, la dirección que había tomado el personaje ya no seguía tan de cerca sus propias experiencias vitales. En los anuales, compuestos no ya de historias largas sino episodios de ocho, diez o doce páginas, se va documentando el descenso de Buddy hacia el frikismo y la excentricidad más profundos. Sigue al frente de su tienda de objetos inútiles y ha comprado una casa en un antiguo vertedero de Jersey. Lisa sigue tan loca como siempre, aunque se esfuerza por superar sus rarezas. Ambos se han convertido en personajes domesticados y con responsabilidades, si bien siguen preguntándose si es así como quieren vivir el resto de sus vidas.
Cuando nació “Odio” en 1990, la edad de sus lectores oscilaba entre la última adolescencia y los veintitantos años; cuando se canceló, en 1998, la mayoría de ellos ya se acercaba o había traspasado los treinta. En cierto modo habían crecido con Buddy Bradley y Lisa Leavenworth y aunque, desde un punto de vista literario y narrativo, “Odio” había sabido situarse siempre en paralelo a sus vidas, eso no se tradujo en una satisfactoria pervivencia de las ventas.
Además, con Buddy convertido en un hombre de familia, “Odio” resultaba más difícil de vender entre un público aficionado al comic underground o alternativo. En sus últimas entregas es ya un tebeo que versa sobre gente adulta, pero su éxito inicial se basó precisamente en lo fielmente que retrataba a la gente que compraba y leía comics alternativos. Era una colección en la que sus lectores se veían reflejados ellos mismos y sus vidas. Pero una vez que Buddy puso un negocio y tranquilizó su existencia, esos mismos lectores empezaron a desertar. Ya no se sentían identificados con Buddy y sus amigos.
A menudo se ha dicho que “Odio” fue el comic emblema de una época y un lugar, el norteamericano Seattle de los años noventa. Pero lo cierto es que leído hoy, más de veinte años después de su primera aparición, la obra de Bagge sigue manteniendo su vigencia, lo cual es indicativo tanto de la calidad y lucidez de la propia obra como de la permanente incapacidad de la sociedad de consumo occidental de satisfacer a una parte nada despreciable de su juventud.
Artículo original de Un universo de Ciencia Ficción