Así, imbuidos en la cerrazón de la intolerancia y el fanatismo, se puede llegar a derribar estatuas, como ha pasado con la de Cristóbal Colón, erigida en 1973 en la ciudad de Los Ángeles, en el progresista estado de California de Estados Unidos, debido a las “atrocidades” que representa el marinero español, nacido en Génova. Aducen los impulsores municipales de la medida, como justificación, que no desean que símbolos de la conquista española, al parecer vergonzante, permanezcan en calles y plazas, ya que representan “la atrocidad del mayor genocidio de la historia”. Vuelve a resurgir, así, si es que alguna vez se había ido, la vieja “leyenda negra” que desató el descubrimiento de América por parte de marinos del imperio español en el siglo XV. Y vuelve, con renovados bríos revisionistas, a lomos de ese odio que se propala contra el diferente, el foráneo, el otro. Odio, en esta ocasión y este tiempo, a todo lo que signifique ser hispano en los Estados Unidos de Donald Trump, el presidente empeñado en una batalla por la supremacía blanca, protestante y anglosajona, como señas de identidad de su “América, primero”. Empeño extraño en un país forjado por colonos llegados a esas tierras y que no dudaron en reprimir, aniquilar o aislar a las comunidades indígenas que encontraron a su paso, durante su “invasión” de este a oeste.
Quienes persiguen modificar a su antojo la historia, además de derribar estatuas, se verán obligados a cambiar el nombre de muchas de las ciudades del sur de EE UU, incluida Los Ángeles, fundadas por esos conquistadores de los que ahora reniegan, e inventarse un nuevo origen que sea ajeno a su pasado colonial español. Desde San Francisco a San Agustín (la capital de la Florida española), pasando por San Diego o Santa Fé, la huella histórica de la conquista española en América es indeleble, incluso en la nominación de ocho de los 50 estados que conforman el actual EE UU (Colorado, Florida, California, Montana, Texas –Tejas-, etc.). Difícil cometido tienen, por tanto, estos impulsores del revisionismo histórico para elaborar un nuevo relato del papel del antiguo imperio español en América que encaje con su visión victimista de un nacionalismo enemigo de la diversidad y la realidad histórica.
Además, llama la atención, en este resurgir de la hispanofobia en EE UU, que la iniciativa para retirar la estatua de Colón de Los Ángeles proceda de un concejal descendiente de una tribu de Oklahoma, un representante de una comunidad indígena que no repara en las masacres de indios causadas en la conquista del Oeste por colonos anglosajones. Ni en la práctica desaparición de pueblos y su cultura, aislados en el mejor de los casos en reservas de confinamiento, sin la oportunidad de fundirse con los conquistadores, como hicieron los españoles a través del mestizaje, incorporando así la cultura indígena a la suya propia y dando lugar a una nueva realidad nacional que se manifiesta en la geografía de Hispanoamérica. No en vano aquel “denostado” imperio español consiguió perdurar durante tres siglos, sin que ningún otro fenómeno expansivo de Europa pueda comparársele, como explica María Elvira Roca Barea en su muy recomendable obra Imperiofobia y Leyenda Negra.