Odio de clase, gobernanza y otros cuentos

Por Urbana

Autor: J. L. Vieites


Roque Dalton fue de los primeros (y si no fue de los primeros fue el más enredador) en dar  a la vuelta a la teoría  de las clases sociales,  y así lo dejó plasmado  en “Poema de amor”  cuyos últimos versos  dicen:
Los arrimados, los mendigos, los marihuaneros,Los guanacos hijos de la gran puta,Los que apenitas pudieron regresar,Los que tuvieron un poco más de suerte,Los eternos indocumentados,Los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,Los primeros en sacar el cuchillo,Los tristes más tristes del mundo,Mis compatriotas,Mis hermanos.
Nada que un sociólogo marxista en pleno uso de sus facultades hubiera interpretado hace veinte años como clase en sí, cuanto menos para sí –más o menos-.  Pero veinte años no es nada y lo que descubría Roque Dalton no veinte, sino cuarenta años atrás  sobre sus hermanos y compatriotas salvadoreños, hoy  -como tantas cosas de Roque- parecen escritas para todos los países, para todas las crisis, para muchos años venideros. Hete aquí que cuando se había dictaminado el fin de las ideologías, y con ella el fin de las clases sociales, se alza una, orgullosa de su superioridad , de “su gran clase”, de su very important person, una clase que se reconoce por su odio de clase, la que ella tiene a todo lo que se le opone. Y no se corta un pelo, tal como sucedió en el parlamento español, cuando una diputada, vástago de una estirpe propia de “Cien años de soledad”  que en esta versión española debería titularse “Cien años haciendo lo que nos da la gana”,  alzó su voz (figura retórica, pues su voz no se alzó, sino que fue una voz baja, una bajeza)   con un “que se jodan”. Que se jodan
los que estorban porque gastan más de lo que tienen, porque no son capaces de tener lo que necesitan, porque son un gasto social inútil, porque quieren ganar lo que no merecen, porque se oponen al progreso, porque muestran  un penoso look, porque viven de la sopa boba, porque amenazan la gobernanza.
Su odio de clase se lanza a una no-clase  formada de infrahumanos, como en su día lo fueron los indios ( Sepúlveda frente a Las Casas) los esclavos negros,  los judíos gaseados, los comunistas, los anarquistas, y tantos otros que sobraban porque estorbaban  al progreso (de la dominación, se entiende).  Esta no-clase es la representación del “otro”,  un desconocido al que en el fondo se teme. Pero dada la tendencia tercerista del pensamiento occidental (tercer estado, tercer sector, tercer mundo o tercera vía)  entre la clase y la no-clase aparece un tercero, que no es ni hombre ni mujer, ni yin ni yang, nin ti nin vos.  Un limbo en el que habitan los que pasarán a ser triunfadores o  perdedores, sin término medio; el objetivo de la propaganda. El corrosivo capitalismo actual  (Richard Sennet) solo admite ganadores.  En este limbo están los futuros emprendedores, dispuestos a triunfar gracias a su decisión, arrojo e inteligencia. Ellos son el depósito del valor   del esfuerzo, valor que alguien deberá seguir ejercitando dada la holgazana y parasitaria condición de “la clase”.  No es casualidad que sean hoy los deportistas de élite –esfuerzo inútil donde los haya, pero muy meritorio- los ejemplos a imitar que propone el poder.

Pero la ideología de la clase dominante,  o la ideología que esta fabrica para dominar,  ya no está en condiciones de ser la ideología dominante, o la que todo el mundo debería tomar por buena, inapelable, inescrutable.  Porque a la ideología dominante le fallan las ideas y la lógica, o sea que se queda en nada, como muestran los modos de hablar cada vez más extendidos entre políticos, analistas, comentaristas y expertos:  “la crisis es la que es”,  “tenemos las finanzas que tenemos”,  “es lo que hay”, “esto es lo que toca”,  puras tautologías -ese autismo del pensamiento- elevadas a la categoría de criterio de la razón política.  Y ya roza la parodia cuando se combina con esa ética de la razón de estado que habita en la coletilla “como no podía ser de otra manera”.  La policía trata a los manifestantes con total corrección, como no podía ser de otra manera;  se investiga la corrupción, como no podía ser de otra manera, etc. Y la gente se indigna y se rebela,   lo que irrita  mucho a los mandamases,   no vaya a ser que pueda ser de otra manera
Y es aquí donde entra en escena la gobernanza, el elefante blanco de la legitimación del poder que debe tapar el miedo ancestral  del que  se alimenta el odio de clase.  Pues no es el desprecio a los perroflautas, mendigos, desahuciados,  indocumentados,  perdedores y desclasados  lo que origina el odio, sino el temor a que todos esos desconocidos  sean su clase antagónica, el temor a que los que estorban al gran negocio  puedan  hacer descarrilar  la locomotora del crecimiento si se lo proponen,  la conciencia de la extrema debilidad de su inmenso poder si falla la obediencia.  Su memoria histórica es presente, inmediata y ubicua, un holograma histérico donde se intercambian y superponen los bronces derribados, las vocecillas de mando sin tropa, los latifundios ocupados, las ganancias perdidas, las revoluciones pasadas y las futuras.
La antigua gobernanza  -acción y efecto de gobernar- mudó en la nueva gobernanza en el potro de tortura de una lingüística torticera, presta a decir de sí cualquier cosa que suene bien. Según su propio relato, esta es la forma de gobierno  que corresponde a la complejidad de las sociedades abiertas y democráticas, donde las instituciones de gobierno ya no pueden conocer todos los datos ni disponer de todos los recursos necesarios para llevar adelante la acción gubernamental. Se hace necesaria la negociación entre todos los actores implicados, a su vez organizados según sus objetivos o campos de actividad; se hace así una aparente delegación y descentralización del poder hacia la autoproclamada sociedad civil, una forma sui generis de democracia participativa, donde muchos son los llamados aunque pocos los elegidos.  Estando  el poder real en el tejado de los grandes trust económicos,  la gobernanza  representa su parodia democrática con el fin de evitar lo que  teme, que su mundo se vuelva ingobernable como el monstruo del doctor Frankestein. 
Y se reparten los papeles en un juego de sombras chinas para que los amos del mundo no sean reconocidos  mientras mueven los hilos del poder promoviendo compromisos voluntarios, creando comisiones de sabios, apelando a la responsabilidad de las empresas, dando audiencia a las ONGs, invocando a los mercadosimpulsando acuerdos internacionales de dudosa vigencia
pues aquí tampoco juega el viejo proverbio pacta sunt servanda[1], dada la aversión  que  tienen  a todo lo que sea normativo.
Tras estas filigranas  aflora la debilidad del poder público  bajo la forma de  delegación de funciones hacia organizaciones privadas; funciones que una vez delegadas resulta muy difícil de recuperar, por más que se afirme que la autoridad última sigue residiendo en los poderes públicos. Como se sabe las privatizaciones se blindan frente a posibles reversiones futuras con la ayuda de la Organización Mundial del Comercio y los tribunales mercantiles internacionales. La alianza entre la política y los negocios queda sellada con la autorregulación, mecanismo por el cual  los que están desmantelando el estado consideran que nadie mejor para regularse a sí mismos que los propios desmanteladores. 
La utopía conservadora de la gobernanza mundial choca con la realidad que se está gestando, cada vez más lejos de  un mundo organizado y susceptible de ser gobernado desde el centro por un poder   sin gobierno.  Tal idealización no elude el aire de misterio que tan bien le viene al poder, un conocimiento solo accesible a los iniciados,  sus gurús, su cohorte de difusores  y los cursos universitarios de verano. Nadie sabe a ciencia cierta a qué se dedica el Club Bilderberg, probablemente a nada, salvo a mantener viva la llama del misterio de un poder anónimo; ellos también forman parte  de la falsa promesa de un mundo  bien gobernado.
Existen otros mundos que ya  están en este: ese bosque  de dimensiones desconocidas, cuyos troncos palpamos a diario, hace tiempo que fue cartografiado.  Suicidio colectivo (Hinkelammert), colapso de la civilización industrial (Fernández Durán)  o  crisis sistémica, todos los análisis conducen a lo mismo; ésta no es una crisis más del capitalismo, es el fin de una época, y hunde sus raíces muchos años atrás.  El bosque en que habitamos no es el caos con el que nos amenaza “la clase”, aunque puede llegar a serlo, sino que  está sembrado de senderos de los que caminaron antes.  La salida no consiste en abandonar el bosque, o  dejar que le prendan fuego para que mueran todas las alimañas que lo habitamos. La salida consiste en hacer habitable el bosque, de la no-clase a la clase para sí, de la que hablaba Marx. Algo de esto parece que está ya pasando. _________
[1]Los pactos no son obligatorios, pero una vez realizados deben cumplirse.
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Artículo publicado en: 
ESBOZOS, revista de filosofía política y ayuda al desarrollo