Of freaks and men, de Aleksei Balabanov (o la cara oculta y pervertida de nuestras almas)

Publicado el 07 julio 2010 por Crowley


 "Es clara la línea donde termina la pornografía y comienza el arte"Kemp (en relación a la exposición del Barbican organizada por Kate Busch).
Cuando les hablaba de La Pianiste, les comentaba allí las cotas de perversión que puede llegar a alcanzar el ser humano. Pues bien, la brillante película de Aleksei Balabanov ahonda en esa senda y nos muestra cómo el arte fotográfico (y el fílmico) traspasa la frontera de lo permisible y se adentra en los procelosos pantanos de la pornografía, para dejar al descubierto lo malsano de nuestras almas.
Aunque el arte y la expresión del mismo carece de fronteras que delimiten su contenido, sí que es cierto que se le exige una ética en el transfondo que no rompa la barrera que separa lo sensual de lo ordinario, lo sugerente de lo dolorosamente explícito. Porque no es lo mismo arte erótico sugerente que pornografía encubierta. Y la fotografía suele jugar mucho en el filo de la navaja, oscilando peligrosamente entre un mundo y el otro (la publicidad, sin ir más lejos, es un claro ejemplo de esto).

“Pro urodov i lyudey” ni es una película fácil de digerir ni es para todos los públicos. Por la temática más que nada, que no por la impecable forma con la que nos es presentada la historia (con ese elegante tono sepia de Sergei Astakhov que satura la imágen de principio a fin y le da ese toque arcaico tan sugerente). Historia que vemos atónitos y casi con vergüenza, tal y como pretende el director, como si nuestros ojos fuesen los de un voyeur.
Podríamos decir, si jugamos a eso de las catalogaciones que tanto nos gustan a los que creemos escribir de cine, que "Of freaks and men" es una suerte de comedia negra, negrísima, muy ácida y triste que se centra en la clandestina producción de estampas pornográficas (en la vertiente de sumisión/flagelación) en la Rusia de principios del siglo pasado. En el fondo, la trama, no sirve sino como excusa para reflejar la situación de Rusia desde la caída del comunismo y la proliferación de mafias sexuales arraigadas en su sociedad. Si miramos un poco más allá, podremos advertir, también, que subyace en el contexto un mensaje claramente desolador hacia el género humano, cuya alma es fácilmente susceptible de ser anulada y explotada por otro semejante.

Cuando Johan, el gangster que se dedica a la producción de postales y cortometrajes pornográficos, llega a San Petesburgo, vemos una mirada fría y despiadada. Podemos advertir, a través de sus ojos, a alguien que está calculando las posibilidades que tiene de hacerse con el control del submundo de la ciudad. Su mirada denota claramente que va a convertirse en el amo de las sombras que se adueñará del alma (o la vida, como ocurre en un momento determinado del film) de quien se interponga en su camino. Sabe muy bien las debilidades de sus clientes y cómo hacer que se cree una dependencia hacia lo que el vende, que no es ni más ni menos que lo prohibido. Le gusta corromper la inocencia. Es de lo que se alimenta, en secreto y en privado, su ego.
Al gangster le acompañan, por motivos diferentes, un joven llamado Putilov y otro mafioso llamado Ivanovich. Putilov es un fotógrafo que trata de huir de todo aquello en lo que está inmerso y poder desarrollar su propia concepción artística, pero que está maravillado por el conocimiento técnico que está aprendiendo y tampoco quiere perderlo. Ivanovich, por su parte y al contrario que Johan, disfruta abierta y reconocidamente de lo que hace y pretende montar su propio negocio ( o al menos es lo que haría si no le atenazase el miedo hacia su jefe)
Johan además de en la ciudad, va a irrumpir de forma estrepitosa en la vida de dos familias burguesas y acomodadas que, si bien tienen aura de familia inocente y formal, la corrupción les sobrevuela muy de cerca.
La primera familia es la de un viudo ingeniero de ferrocarriles que trata de proteger a su hija Lisa de todos los peligros del mundo. El viudo mantiene una relación secreta con su criada (que es hermana de Johan) y no sabe que la inocencia de su hija es fácilmente quebrantable (y se corromperá desde el momento en el que ve la primera de las fotos).
La segunda de las familias es la que integran un médico, su mujer ciega y los gemelos siameses (unidos por la cadera) que adoptan. La mujer se vuelca con los gemelos tratando de sumergirlos en el océano de la música, pero no duda en despreciar a su marido en el ámbito sexual.

Y todo esto, sucio, bizarro, sórdido, no es contado de forma elegante por Balabanov con unas imágenes relamente bellas de grotesca melancolía (muchas de las imágenes, por su color, por su composición, parecen de Guy Maddin).
Otro de los recursos que Balabanov emplea con gran maestria es, a pesar de que la película es sonora y con diálogos (escasos, pero los hay), la utilización de cartelitos como los que tenían las películas del período del cine mudo, intercalándolos en el metraje y que sirven de exorcización de sentimientos de los personajes del film (de los verdaderos sentimientos).
Todos tenemos un lado freak, algo sórdido en nuestro interior, nos dijo hace ya tiempo Todd Solondz y viene a confirmar ahora Balabanov. Y no le falta razón.
Si se fijan ustedes, a lo largo del metraje de este cuento moral, las calles y edificios de la ciudad de San Petesburgo carecen de vida y muestran una total ausencia de gente normal transitando por ellas (sólo hay cabida para los manipuladores y los manipulados).
No hay remedio para el mal que asola nuestro interior, ¿o acaso sabrían ustedes decirme qué diferencia hay entre los supuestos monstruos y los hombres normales?.
Yo, trístemente, no logro verla.