Escribir es, quizás, uno de los oficios más apasionantes e ingratos que conozco. Apasionante por la capacidad que tiene quien escribe de crear universos, de interpretar y reinventar la realidad, de hacer de la tiniebla cotidiana una experiencia fabulosa logrando, además, frase tras frase, emocionar al lector y tocar su alma. Ingrato, por cuanto la Voz que dicta esos mundos es exigente y tirana, jamás te abandona y disfruta como una loca poniéndote _una vez tras otra sin compasión ni aviso_ frente al vértigo inenarrable del folio en blanco.
Todo aquel que escribe conoce bien el chasquido del látigo al que aludía Capote, la llamada apremiante de la Voz, el desasosiego interior, la enfermiza esquizofrenia de las historias que laten dentro y que solo remite cuando uno _como en un exorcismo_ logra escupirlas afuera. Quien escribe es, para bien y para mal, un ser habitado, un ente raro _sólo a veces luminoso_ que vive a medio camino entre Locura y Cordura. Alguien que nace y muere infinitas veces _sin poder evitarlo_ sobre el frío altar del folio inmaculado.
No hay, por tanto, redención posible para quien ha sido divinamente obsequiado con el don de la escritura. Tampoco mayor placer que ese látigo de verbos, adjetivos y pronombres con el que se fustiga cada día. Ni liturgia más bella, íntima y luminosa que su Oficio de Tinieblas.