De nuevo llega esa fecha en el calendario que nos hace a todos retroceder en el tiempo y la pena reconquista terrenos que parecían dominados. Resulta increíble cómo pasan los años y llegan esos días y todo se remueve. La rutina, las actividades, el día a día que nos mantiene a todos en este mundo se camufla bajo la niebla del recuerdo de un momento, un segundo, en el que cambió la vida, mi vida.
Cuando llega ese momento me gusta reflexionar, unir las ideas y entender mejor cómo me adapto en esta nueva vida que me voy construyendo poco a poco. Sin embargo, este año me ha costado mucho trabajo hacerlo. Han sido muchos cambios, algunos muy buenos, pero también ha venido la muerte de nuevo a romper a mi familia y la rabia, esa que tanto trabajo me costó sacar en la terapia, aparecía descontrolada tratando de rebelarse contra lo inevitable y mis reflexiones, lejos de lo que había sido este año para mí, estaban llenas de rencor.
Este año me ha servido para darme cuenta de que mi pasado, que ha sido maravilloso, no es el final de mi vida, y no solo porque los niños hayan tirado de mi hacia delante (por suerte), sino porque he vuelto a vivir y disfrutar de momentos míos. A veces me parece increíble cómo mis emociones se pueden dividir completamente y sentir pena y vacío a la vez que ilusión. La mirada hacia atrás y la mirada hacia adelante se juntan en un precipicio, antes estaba en un lado, ahora estoy en el otro, no sé cómo ni cuándo lo he cruzado, y a veces tampoco sé crear los puentes para unirlos. Parecen dos vidas distintas, pero son dos partes de una misma que, poco a poco, espero se vayan integrando.
Y sigo escuchando a Jorge muchas veces en mi cabeza, que ha pasado de decirme enana, vamos a decirme enana, vive. Y sé que eso es lo que querría para todos, no solo para mí y los niños, que sigamos viviendo y llenando nuestras vidas, creando nuevos recuerdos y disfrutando del presente cómo él siempre lo hizo.