Se abre el telón y aparece Rufus Wainwright en el centro del escenario, envuelto en un impecable traje blanco. Como el sol ante el que se rinden los cuerpos celestes y hasta el polvo estelar, la radiante figura del cantante es bañada por la luz de un gran foco, mientras que el resto del proscenio permanece en la penumbra. La teatral aparición arranca un rugido de placer de placer de las gargantas de los presentes, un tsunami de aplausos y aullidos entusiastas que, desde los palcos más elevados hasta las primeras filas del patio de butacas, proclaman la admiración sin límites por el canadiense: él es el hombre tocado por la gracia divina, el pícaro que entona versos procaces con voz de oro, el objeto de deseo de hombres y mujeres que caen rendidos ante un talento tan solo comparable a su ego. Rufus Wainwright, “the world’s greatest entertainer“, es la estrella.
Los vítores sólo parecen apagarse levemente cuando, sin apenas abrir los labios y a una señal coordinada, Rufus y los suyos comienzan a introducir a capella la melodía principal. Pero el frágil silencio dura tan sólo unos segundos: los que transcurren hasta que los más entusiastas seguidores del cantante celebran la elección de ese primer tema con unos chillidos histéricos y anticipan al resto de los presentes la llegada del tiempo de los milagros.
Las tubas se abren paso con paso de elefante, mientras los ojos de Rufus serpentean con avidez disimulada entre las butacas más cercanas, repitiendo una vieja costumbre que habitualmente termina en la figura de un hombre guapo. Agunos posibles maricas entre ese público privilegiado, abnegados espectadores que pagaron un poco más por el placer de estar más próximos al escenario, de ser los primeros en recibir en el pecho el dardo dorado del delirio, y que ahora le sonríen con mirada extasiada y voraz.: jóvenes (hay una pareja de chicos con pinta de extranjeros, no están nada mal pero apostaría lo que fuera a que son pareja), viejos, barbudos… También (siempre los hay, casi siempre están a punto de quedarse calvos) algunos de esos tipos que acuden solos al concierto con gesto escrutador: su actitud demuestra que no tienen la menor intención de regalar su entusiasmo a la primera de cambio, pero Rufus sabe que cuando acabe el concierto encontrará en sus rostros la misma sonrisa agradecida, el mismo brillo en los ojos -nunca podría cansarse- que ha visto tantas y tantas veces, a lo largo y ancho de los escenarios de todo el mundo.
“Men reading fashion magazines / Oh what a world / It seems we live in / Straight man...”
La reconocible entonación de Wainwright irrumpe en escena con el vuelo impredecible de una mariposa, un colorido parpadeo que revolotea sobre los presentes y el contrapunto grave de las tubas. Sólo es cuestión de tiempo (¡y qué tiempo!), para que los restantes instrumentos (piano, arpa, saxo alto, tenor y barítono, flauta, flautín, trompetas, trombones…) se vayan incorporando al hechizo, en un suma y sigue de trayectoria siempre ascendente, y el delicado lepidóptero se revele como un ave majestuosa. Emocionar, de eso se trata: Rufus sabe que esa gente ha pagado sus entradas para salir de ahí con el alma acariciada y el vello de punta, y él está dispuesto a proporcionárselo. Haciendo que parezca fácil lo que es difícil, aunque eso no sea en modo alguno suficiente: él quiere -y puede- conducirlos al éxtasis. Quiere hacer que algo se desborde en los corazones de esa gente, para lo que hacen falta talento y ambición, y a él le sobran ambos. Como le repetía Kate, una y otra vez: no olvides nunca que eres grande. De eso se trata exactamente, de ofrecerles algo grande: su voz, y el acompañamiento majestuoso de toda una orquesta… ¿No es bastante aún? ¿El “Bolero” de Ravel te parece suficiente, cariño? No hagamos ningún drama, a estas alturas: la modestia nunca ha sido su fuerte, pero estas personas no han pagado para ver algo modesto. Él es el hombre que escribió “This record is dedicated to me” casi al final de las notas interiores de “Want One“, su disco de 2003, intuyendo que después de muchos años intentándolo, por fin se lo merecía. De modo que sonríe con la seguridad del que se sabe ganador de la partida antes de dar inicio a la primera mano, toma aire y entorna los ojos en un gesto extático mientras su voz asciende, más y más alto, y se corona, hermosa y magnífica, sobre el enmudecido auditorio.
Publicado en: Greatest HitsEtiquetado: 2003, Dreamworks, Pop Orquestal, Rufus Wainwright, Want OneEnlace permanente2 comentarios