La gran pregunta que todo hijo cabal llega a formularse al menos una vez en su vida, con respecto a su padre, es (como muy bien advirtió hace años Juan Espinosa, hijo del novelista Miguel Espinosa): “¿Y tú quién eres?”. Mientras somos niños, el padre es una figura ciclópea y desdibujada, cuya única misión aparente consiste en satisfacer nuestras necesidades; cuando nos convertimos en jóvenes, se transforma en un modelo que imitamos o rechazamos, parcial o totalmente; pero sólo cuando arribamos a la madurez estamos capacitados para juzgarlo en su exacta dimensión, para teñirlo con los colores adecuados.Juan Cruz, en el libro Ojalá octubre, se plantea ese análisis de la figura paterna en un libro lírico, profundo, construido con frases cortas, directas, que se ajustan y se engastan entre sí como diamantes emocionales. Nos habla de Paco, un hombre silencioso y melancólico, que siempre parecía estar yéndose hacia otro sitio, atosigado por las deudas, parco en el elogio, comedido en las efusiones, torpe para el rencor; nos habla también de Juana, su madre, una mujer resignada y dulce, que sobrellevó con dignidad las asechanzas de la tristeza; nos habla de su abuelo, que domaba burros; y nos habla también de sí mismo, de Juanillo, criatura asmática, que siente aversión por la matanza del cerdo y que, ante la jactancia de sus compañeros (que se pavoneaban de sus regalos de Reyes), inventó que había recibido un telescopio “con el que se podía ver el universo entero” (p.102).Pero, ante todo, Juan Cruz nos habla de su padre, y nos va dibujando con la acuarela de las palabras una imperecedera jarapa sentimental, enriquecida con anécdotas, imágenes borrosas y escenas que se quedaron colgando en la cornisa de la memoria. “Escribo para entenderle”, nos dice Juan Cruz en la página 58, con esa confianza ciega o clarividente que las palabras nos procuran. “Cuando pasan los años uno siente que se va pareciendo a los silencios de sus padres”, esmalta en la página 91, y lo dice justo antes de quedarse pensativo y ensimismado. “No eres sino esa parte de la cara de tu padre que se repite en ti”, pregona con súbita sorpresa en la página 115, y comprendemos que el descubrimiento de esa circunstancia es el signo de haber accedido por fin al tabernáculo más íntimo y luminoso: el que nos revela que pertenecemos a una estirpe, y que ahora somos nosotros quienes debemos portar la antorcha hasta la siguiente generación, hasta el siguiente legado.
Francisco Cruz, conductor y hombre humilde acosado por los acreedores, tuvo un hijo llamado Juan que, con el paso de los años, ha descubierto que “Ojalá es una buena palabra para vivir” (p.16) y que la literatura sirve, entre otras cosas (o quizá fundamentalmente), para rescatar del olvido a quienes nos otorgaron la luz de su ejemplo.