Ojoporojo #1: El Señor de los Anillos

Publicado el 27 agosto 2010 por Cosechadel66

La eterna discusión entre el libro y la peli. El debate entre quienes prefieren la rapidez y las imágenes servidas del cine y quienes ya han ejercido de directores de sus propios sueños, y no cambiarían ni una coma de su particular adaptación imaginaria. Y aquellos neutrales que ni uno ni lo otro, si no ambas cosas. Personalmente, soy de los que suelo decir: “está mejor el libro”. Pocas veces el director logra elegir el actor que se parezca a la imagen que yo tenía del personaje o del ambiente concreto que mis sueños habían creado. Pero es cierto que a veces lo han conseguido y la nota ha sido sobresaliente.

Empiezo una nueva sección en el blog, en la que iré colocando escenas de películas junto con el correspondiente fragmento del libro en el que se basan. No se trata tanto de una competición para elegir entre ambas, sino un intento de recopilación personal de escenas y fragmentos que por siempre variadas razones, guardo en el recuerdo. El título de la sección, Ojoporojo se me ha ocurrido al pensar en que, si bien ambas versiones nos entran por ellos, después los ojos suelen llevarlas a sitios diferentes dentro de nuestro cerebro.

Para empezar, una escena y su correspondiente fragmento de El Señor de los Anillos. El libro, uno de mis favoritos, de 1955, escrito por J.R.R. Tolkien, y la adaptación al cine de Peter Jackson, en el 2003.

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Al cabo de cierto tiempo el rey desvió la cabalgata ligeramente hacia el este, para pasar entre los fuegos del asedio y los campos exteriores. Hasta allí habían avanzado sin encontrar resistencia, y Théoden no había dado aún ninguna señal. Por fin hicieron un último alto. Ahora la ciudad estaba cerca. El olor de los incendios flotaba en el aire, y la sombra misma de la muerte. Los caballos piafaban, inquietos. Pero el rey, inmóvil, montado en Crinblanca, contemplaba la agonía de Minas Tirith, como si la angustia o el terror lo hubieran paralizado. Parecía encogido, acobardado de pronto por la edad. Hasta Merry se sentía abrumado por el peso insoportable del horror y la duda. El corazón le latía lentamente. El tiempo parecía haberse detenido en la incertidumbre. ¡Habían llegado demasiado tarde! ¡Demasiado tarde era peor que nunca! Acaso Théoden estuviera a punto de ceder, de dejar caer la vieja cabeza, dar media vuelta, y huir furtivamente a esconderse en las colinas.

Entonces, de improviso, Merry sintió por fin, inequívoco, el cambio: el cambio de viento. ¡Le soplaba en la cara! Asomó una luz. Lejos, muy lejos en el sur, las nubes eran formas grises y remotas que se amontonaban flotando a la deriva: más allá se abría la mañana.

Pero en ese mismo instante hubo un resplandor, como si un rayo hubiese salido de las entrañas mismas de la tierra, bajo la ciudad. Durante un segundo vieron la forma incandescente, enceguecedora y lejana en blanco y negro, y la torre más alta resplandeció como una aguja rutilante; y un momento después, cuando volvió a cerrarse la oscuridad, un trueno ensordecedor y prolongado llegó desde los campos.

Como al conjuro de aquel ruido atronador, la figura encorvada del rey se enderezó súbitamente. Y otra vez se le vio en la montura alto y orgulloso; e irguiéndose sobre los estribos gritó, con una voz más fuerte y clara que la que oyera jamás ningún mortal:

¡De pie, de pie, Jinetes de Théoden!
Un momento cruel se avecina: ¡fuego y matanza!
Trepidarán las lanzas, volarán en añicos los escudos,
¡un día de la espada, un día rojo, antes que llegue el alba!
¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!

Y al decir esto, tomó un gran cuerno de las manos de Guthlaf, el portaestandarte, y lo sopló con tal fuerza que el cuerno se quebró. Y al instante se elevaron juntas las voces de todos los cuernos del ejército, y el sonido de los cuernos de Rohan en esa hora fue como una tempestad sobre la llanura y como un trueno en las montañas.

¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!

De pronto, a una orden del rey, Crinblanca se lanzó hacia adelante. Detrás de él el estandarte flameaba al viento: un caballo blanco en un campo verde: pero Théoden ya se alejaba. En pos del rey galopaban los jinetes de la escolta, pero ninguno lograba darle alcance. Con ellos galopaba Eomer, y la crin blanca de la cimera del yelmo le flotaba al viento, y la vanguardia del primer éored rugía como un oleaje embravecido al estrellarse contra las rocas de la orilla, pero nadie era tan rápido como el rey Théoden. Galopaba con un furor demente, como si la fervorosa sangre guerrera de sus antepasados le corriera por las venas en un fuego nuevo; y transportado por Crinblanca parecía un dios de la antigüedad, el propio Oróme el Grande, se hubiera dicho, en la batalla de Valar, cuando el mundo era joven. El escudo de oro resplandecía y centelleaba como una imagen del sol, y la hierba reverdecía alrededor de las patas del caballo. Pues llegaba la mañana, la mañana y un viento del mar; y ya se disipaban las tinieblas; y los hombres de Mordor gemían, y conocían el pánico, y huían y morían, y los cascos de la ira pasaban sobre ellos. Y de pronto los ejércitos de Rohan rompieron a cantar, y cantaban mientras mataban, pues el júbilo de la batalla estaba en todos ellos, y los sonidos de ese canto que era hermoso y terrible llegaron
aun a la ciudad.

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