A principios de 1974, Stephen King ya había saboreado las mieles del éxito con sus dos primeras novelas, Carrie y El Misterio de Salem’s Lot. Para intentar cambiar un poco la perspectiva, viajo con su familia a Colorado. Y dentro de esa estancia, en Octubre hicieron una excursión a un Hotel de Alta Montaña, el Stanley, a punto de cerrar por que empezaba la temporada baja. De aquella estancia, como únicos huéspedes de un hotel casi fantasmal y de la siempre en ebullición mente de King, surgió “El Resplandor”; para mí una de sus mejores novelas. Fue publicada en 1977, y le llevó al trono de los escritores de terror.
En 1980, un tipo apellidado Kubrick, con la mente tan brillante y tan en ebullición como King, y sus mismas iniciales, realizó una adaptación de la novela para el cine. De la unión de dos imaginaciones tan desbordantes sólo podía salir algo bueno. Pero esto es tan cierto como que una visión tan personal como la de Kubrick añadiría y removería el texto hasta adaptarlo a su mirada. De ahí que nuestro amigo de Maine no terminase muy contento con la adaptación y realizase el mismo el guión para una miniserie que se estrenó en 1997.
En ambas obras el ambiente opresivo del hotel, su preeminencia como personaje “vivo” de la novela, es el mismo, aunque cambien las circunstancias y motivos para que Jack termine arrastrado a una espiral de locura y sangre que desemboca con un hacha en la mano (mazo en la novela) ante la puerta del baño donde su aterrorizada esposa Wendy se ha refugiado. Vecinos del patio, aquí tenéis a Jack….
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Comparte Cosechadel66: Facebook Google Bookmarks TwitterWendy corrió el cerrojo e hizo girar la llave, mirando desesperadamente a su alrededor. El cuarto de baño estaba vacío. Danny no estaba allí tampoco. Y cuando alcanzó a ver en el espejo del botiquín un rostro horrorizado y manchado de sangre, Wendy se alegró. Jamás había creído que los niños debieran ser testigos de las mezquinas disputas entre sus padres. Y tal vez eso que en ese momento se ensañaba en asolar el dormitorio, derribándolo y aplastándolo todo, terminaría por desplomarse exánime antes de poder ir en persecución de su hijo. Tal vez, pensó Wendy, ella misma podría volver a herirlo, incluso… matarlo, quizás.
Sus ojos recorrieron rápidamente los artefactos del baño, en busca de cualquier cosa que se pudiera utilizar como un arma. Había una pastilla de jabón, pero Wendy no creía que, ni siquiera envolviéndola en una toalla, pudiera resultar bastante mortífero. Y todo lo demás estaba bajo llave. Dios, ¿no habría nada que pudiera hacer?
Del otro lado de la puerta, los ruidos bestiales de la destrucción seguían sin pausa, acompañados de amenazas vociferadas con voz pastosa. Que los dos «se tomarían su medicina» y «pagarían todo lo que le habían hecho». Que él «ya les enseñaría quién manda». Que eran unos «cachorros inútiles», los dos.
Se oyó un estrépito, el del tocadiscos derribado al suelo; el ruido hueco del tubo del televisor de segunda mano al estallar, el tintineo de los vidrios de la ventana, seguido por una corriente de aire frío que se coló por debajo de la puerta del cuarto de baño. Los colchones de las camas gemelas donde habían dormido juntos, cadera con cadera, cayeron al suelo con un ruido sordo. Se oían los golpes indiscriminados del mazo contra las paredes. Pero en esa voz aullante, aterradora, vociferante, no quedaba nada del verdadero Jack. Era una voz que tan pronto gimoteaba en un frenesí de autocompasión como se elevaba en chillidos espeluznantes; a Wendy le daba escalofríos, le recordaba las voces que resonaban a veces en el pabellón de geriatría del hospital donde ella había trabajado durante el verano, mientras estaba en la escuela secundaria. Demencia senil. El que estaba ahí fuera ya no era Jack. Lo que Wendy oía era la voz lunática y destructora del propio «Overlook».
El mazo se encarnizó ahora con la puerta del baño, arrancando un gran trozo del débil revestimiento. Una cara agotada, semienloquecida, la miró. La boca, las mejillas, la garganta, estaban cubiertas de sangre; lo único
que Wendy alcanzaba a ver, minúsculo y brillante, era el ojo de un cerdo.—No te queda dónde escapar, so puta. —La insultó, jadeante, con su monstruosa sonrisa. El mazo volvió a descender, y una lluvia de astillas cayó dentro de la bañera y fue a dar contra la superficie reflectante del botiquín…
(¡¡El botiquín!!)
Un gemido desesperado empezó a salir de su garganta mientras Wendy, momentáneamente olvidada del dolor, giraba sobre sí misma para abrir violentamente la puerta del botiquín y empezaba a revolver en su contenido, mientras a sus espaldas la voz seguía bramando.
—¡Ya te alcanzo! ¡Ya te alcanzo, cerda!
Jack seguía demoliendo la puerta en un mecánico frenesí. Frascos y botellas rodaban bajo los dedos desesperados de Wendy; jarabe para la tos, vaselina, champú, agua oxigenada, benzocaína, todo iba cayendo en el lavabo y haciéndose pedazos. En el momento en que oía de nuevo la mano que empezaba a tantear en busca del cerrojo y de la cerradura, Wendy encontró el estuche de las hojas de afeitar de doble filo.
Con la respiración entrecortada, el pulso tembloroso, sacó torpemente una de las hojitas, cortándose al hacerlo la yema del pulgar. Giró de nuevo en redondo y asestó un tajo a la mano, que había dado la vuelta a la llave e
intentaba ahora descorrer el cerrojo.Jack dio un grito y la mano desapareció. Acechante, sosteniendo la cuchilla entre el pulgar y el índice, Wendy esperó un nuevo intento. Cuando se produjo, volvió a atacarlo; él volvió a gritar, tratando de cogerle la mano,
pero Wendy siguió asestándole tajos. La hoja de afeitar le resbaló de la mano, volvió a cortarla y se le cayó al suelo, junto al inodoro.Wendy sacó otra del estuche y esperó. Oyó movimientos en la habitación de al lado…
(¿¿él se iría??)
y un ruido que entraba por la ventana del dormitorio. Un motor. Un ruido agudo, zumbante, como un insecto.
Un furioso rugido de Jack y después… sí, sí, Wendy estaba segura… lo oyó irse del apartamento del vigilante, caminar entre los despojos para salir al pasillo.(¿¿Llegaba alguien, un guardabosques, Dick Hallorann??)
—Oh, Dios —susurró agotada Wendy, que sentía la boca como si la tuviera llena de serrín rancio—. Oh, Dios, por favor.
Ahora tenía que salir, tenía que ir en busca de su hijo para que los dos juntos pudieran hacer frente al resto de la pesadilla. Tendió la mano hacia el cerrojo, con la impresión de que el brazo tuviera kilómetros de largo, y
finalmente consiguió descorrerlo. Lentamente abrió la puerta y salió; de pronto, la abrumó la horrible certidumbre de que Jack no se había ido, de que en realidad estaba esperándola, al acecho.Wendy miró a su alrededor. El cuarto estaba vacío y el cuarto de estar también. Todo lleno de una maraña de cosas destrozadas. ¿El armario? Vacío.
Entonces una marea de olas grises empezó a avanzar sobre ella y Wendy se desplomó casi inconsciente sobre el colchón que Jack había quitado de la cama