Ojos que miran y no miran

Publicado el 07 enero 2014 por David Porcel

La obra póstuma de Stanley Kubrick Eyes wide shut (1999) -basada en el relato Eine Traumnovelle de Arthur Schnitzler (Relato soñado)- acaba con el reconocimiento de que no somos completamente dueños de nuestra vida, pero tampoco totalmente siervos de lo inconsciente.

Por eso, como al final comprende Alice, la realidad de una noche, por no hablar de la de toda una vida, nunca será la verdad completa. La verdad completa integra ámbitos del ser inconciliables, irrenunciables, que se constituyen en dialéctica oposición: vigilia y sueño, día y noche, propósito y deseo, conformando una unidad que va más allá de la mera suma de contrarios. Cada uno de estos ámbitos ocupa su lugar, el uno frente al otro, de ahí que Alice, que ha sabido mirar desde ambos puntos de vista, acabe perdonando a su marido tras escuchar su relato final. El perdón de Alice se convierte en el reconocimiento del deber de perdonar. La película es, en este sentido, una obra ética.
La historia, sin embargo, comienza con el relato de Alice, que tiene un carácter testimonial:


¿Te acuerdas del último verano en Cape Cod?, ¿te acuerdas que había un joven oficial de la marina muy cerca de nosotros? (....)


Al pasar junto a mí me miró una mirada. Nada más. Pero apenas pude moverme. Aquella tarde Elena fue al cine con su amiga y tú y yo hicimos el amor, y también hicimos planes sobre el futuro y hablamos sobre Elena. Y en ningún momento se me fue de la cabeza. Y pensé que si él me deseaba, aunque solo fuera por una noche, estaría dispuesta a dejarlo todo: a ti, a Elena, todo mi jodido futuro, todo. Y era extraño porque, al mismo tiempo, te quería más que nunca y en aquel momento mi amor por ti era a la vez tierno y triste.


El dolor de Alice es el dolor de quien descubre que su vida -atenta, vigilante- es una mentira, una ilusión, y no porque no haya sido fiel a sus propósitos, sino porque su abismática atracción hacia el joven oficial dice más de ella misma que toda su vida entera. Su marido es la víctima y ella el testimonio. En efecto, desde el ámbito del deseo, de lo inconsciente, ella testimonia la naturaleza ilusoria de lo que hasta ahora -su vida, su marido, su hija- había considerado lo más importante. A la luz de la Noche, todo lo demás, incluido aquello por lo que más había luchado, se revela ahora insignificante, falto de valor, una mera ilusión. 


Pero enseguida despierta descubre la naturaleza inconclusa, vacía, del deseo. La conciencia le revela ahora que el deseo carece de objeto, de posibilidad de término: A la mañana siguiente me desperté llena de pánico. No sabía si tenía miedo de que se hubiera ido o de que aún estuviera allí.

Entonces, comprendí que se había marchado y sentí un gran alivio. También su marido fracasa en la aventura experiencial que le aproxima a lo más profundo de lo inconsciente. El deseo es nuevamente frustrado, interrumpido, por múltiples avisos y resistencias, cada vez más poderosos conforme aquél se intensifica. Su condición de intruso en el castillo es la resistencia final, ineludible, contra la que ya no puede avanzar más. Al día siguiente, postrado ante el cuerpo inerte de la prostituta anónima, como lo hiciera Alice en el pasado, comprende que ya no puede satisfacer su deseo. Demasiado tarde, demasiado despierto.
Finalmente, conscientes de que la verdad abarca más que la Noche y que el Día, se perdonan:
Ella cogió la cabeza de él entre sus manos y la apoyó cariñosamente contra su pecho.

- Pero ahora estamos despiertos -dijo- para mucho tiempo (...)


Permanecieron así en silencio, dormitando los dos un poco y próximos entre sí, sin soñar... hasta que, como todas las mañanas, llamaron a su puerta a las siete y, con los ruidos habituales de la calle, un rayo de luz victorioso a través de la rendija de la cortina y una clara risa infantil en la habitación de al lado, comenzó el nuevo día.
(final de Relato soñado, Arthur Schnitzler)