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LOS OJOS SIN ROSTRO (Les yeux sans visage, 1959, FRANCIA)
Productores: Jules Borkon/
Guión: Claude Sautet, Pierre Boileau, Thomas Narcejac, basado en la novela Jean Redon. /
Fotografía: Eugen Schüfftan/
Música: Maurice Jarre/
Montaje: Gilbert Natot/
Intérpretes: Pierre Brasseur, Alida Valli, Juliette Maynel, Edith Scob, François Guérin, Alexandre Rignault, Béatrice Altariba/
Duración y datos técnicos: 88 min. b/n.
A diferencia de otros países europeos, la cinematografía francesa no se caracteriza por su incursión en el cine de terror, hecho que finalmente parece quebrarse en los últimos años, gracias a un interés de nuevos realizadores por el género-podría decirse que Alexandre Aja abrió la veda con Alta tensión (Haute tension, 2003)-, dando pingües resultados y notables alegrías para el aficionado. En este contexto, parece mediar un profundo agujero negro entre La caída de la casa Usher (La chute de la maison Usher, Jean Epstein, 1928) y Ojos sin rostro, por dirimir dos puntos que a mí me parecen claves. Así, su carácter de excepcionalidad se acentúa cuando además se realiza en plena eclosión de la Nouvelle Vague, movimiento con el que guarda escasa o nula relación, si bien Georges Franju demuestra una querencia por el género, similar a la que profesaban sus contemporáneos en lo que respecta los grandes géneros norteamericanos, amén de una influencia o admiración por el cine de Alfred Hitchcock.
Lo que se explicita en El héroe anda suelto creo que ya puede detectarse semánticamente en Ojos sin rostro, por lo que presumo que Georges Franju ya manejaba un estado autoconsciente del enclavamiento de su film (algo que no sería de extrañar dada la proclividad del cine francés por los estados meta reflexivos). Quizás por ello, la poesía de lo malsano que logra articular magistralmente, se distancia exponencialmente de la resurrección del cine gótico que se estaba llevando a cabo en las mismas fechas, bajo la batuta de la Hammer en el Reino Unido, de Roger Corman en EUA, o de Mario Bava en Italia[1]. Visión historicista aparte, lo que sí es ineludible es que el fascinante aspecto tétrico y mortuorio de Ojos sin rostro, responde más a una escenografía y ambientación que a una esencia siniestra en stricto sensu. Veámoslo a continuación con detenimiento.
Desde el mismo trazado de nuestro mad doctor, un claro descendiente del doctor Frankenstein, la película de Franju se distancia de su larga tradición en la que se adscribe. La película rehúye constantemente de la pirotecnia lúdica y del espectáculo de lo macabro. En consecuencia, el personaje no posee ningún rasgo delirante e hiperbólico. No trata de jugar a ser Dios y su final no viene desembocado por su megalomanía de forma ruidosa y alucinada. Está recogido fríamente por el impulso de la Ilustración, en cuanto confía ciegamente en la ciencia. Pero su gesto es grave, seco, impertérrito. Muestra una excesiva confianza en sí mismo y una absoluta firmeza, sangre fría y determinación. Pero solo es frente a los demás. Una secuencia donde le vemos sentado en su despacho, después de una agotadora jornada de trabajo, nos permite comprobar su alma apesumbrada, ya que él sabe en su fuero interno que no conseguirá lograrlo. Incluso la imagen-impacto de mostrarnos por primera vez al monstruo sin cara, recordando al mítico El fantasma de la Ópera, es mostrada de forma desenfocada, borrosa y bajo un manto negro, que nos impide visualizar con detalle el aspecto de la cara en carne viva de Louise. El monstruo tampoco se muestra repulsivo y amenazante para el espectador, aunque sí lo sea para la chica secuestrada.
La dualidad del engendro creado por el doctor Frankenstein, víctima y amenaza al mismo tiempo, en Louise, desde su presentación, está plasmada bajo un perenne aspecto de indefensión. Su caracterización, con la máscara de porcelana y con un largo vestido blanco que recalca su esbeltez y su indolente perfil, la emparenta con esas palomas blancas que se encuentran en una jaula, más que con un ser impuro. La potencia visual de esta esfinge desvalida y quebradiza, que recuerda poderosamente a una actriz del teatro kabuki, en sus movimientos etéreos (no por casualidad nunca le veremos los pies, para destacar ese aspecto irreal que Hitchcock impuso a la señora Danvers de Rebeca), puede recordarnos a la inquietante belleza de las damas revividas de la literatura de Poe, pero está desprovista de un aspecto maligno. Es una criatura de la noche, carente de identidad (su padre la hace pasar por muerta para evitar que la gente husmee), pero es un cervatillo condenado a vivir en la penumbra. Su tormento es similar al que sufre el vampiro contemporáneo, que no soporta la carga de ser un no-muerto, de la misma manera que ella no tolera el confinamiento y la pérdida de la hermosura. Es la inversión del retrato de Dorian Gray, siendo el cuadro el que mantiene encapsulado la eterna armonía y perfección. Así Louise mirará su propio lienzo, y de la misma manera, Franju, como si fuese la exposición de un caso clínico, nos insertará varias fotografías de la degeneración de la cara de Louise, cuando el primer trasplante fracasa al rechazar su organismo el nuevo tejido implantado.
Autor: Manu Argüelles
Crítico independiente y responsable de la sección de críticas de Críticas del EEI
[1] Mientras que la Hammer, años antes, ya había dado el pistoletazo de salida al renacimiento del cine gótico, tanto en Estados Unidos como en Italia, arrancarán a partir del mismo 1960.