Kill List, Ben Wheatley, 2011, GB
You’ll think i’m dead, but i sail away
on a wave of mutilation
Ver Kill List es como certificar la existencia física de la negatividad. Un estática constante de perturbación sacude el ambiente y te emborrona las conexiones cerebrales. Ondas por debajo del nivel de percepción te colocan en un estado de semitrance. Si en alguna película de la última década se nota la presencia del Mal, así con mayúscula, es en esta.
Kill List no es un descenso a los infiernos, en absoluto; es un renacimiento en el Mal. Y para renacer uno debe completar un viaje. En este caso uno de degradación, violencia, horror y asalto frontal al orden moral y social establecido. Atacando sistemáticamente diferentes pilares de ese orden –la religión, la educación, la política y la familia- para al comprobar su corrupción destruirlos y poder emerger en uno nuevo, o más bien renovado tras bañarse en la sangre del anterior.
Como toda gran obra fantaterrorífica retrata lo ordinario del modo más amenazador imaginable, de tal manera que la suma de elementos/influencias dispares, como en un hechizo, no se anulan entre ellas, sino que se suman las unas a las otras creando una ficción inesperada en apariencia pero de implacable coherencia. La aterradora simetría que decía Alan Moore.
La fotografía realista, el naturalismo de las interpretaciones o la cotidianidad son boicoteados, rarificados, por un bombardeo de elementos misteriosos provenientes tanto desde dentro –la narrativa- como desde fuera –la forma fílmica-. De pronto lo fantástico se ha comido a lo real, la diferencia entre ambos mundos se disuelve y protagonista y espectadores perdemos el asidero ficticio que nos da el aspecto externo del film; ya no nos podemos fiar ni de la textura de realidad.
Si su carcasa es la de un drama realista y su esqueleto es un hechizo, la mecánica de su funcionamiento es la del thriller. Pero la parte mágica interfiere, manipula constantemente y bajo la superficie del relato a las otras dos partes. La interacción entre ambos universos –el fantástico y el mundano-, que son dos estilos de representación diferentes, provoca la constante sensación de inseguridad, extrañamiento y dislocación de la película. Lograda mediante el ascetismo formal, la elipsis brusca, incluso dentro del plano, el montaje agresivo o en especial una banda sonora y una banda de sonido perturbadoras al máximo. Una experimentación que recuerda a la minuciosidad de David Lynch y su gusto por volver excéntricos los escenarios ordinarios, pero más incluso a la increíble labor de Tobe Hopper en La Matanza de Texas, donde lograba un clima de pesadilla sensorial con elementos chirriantes, descontextualizados o amplificados que potenciaban, de manera subliminal, lo que se veía o intuía.
Weathly mira la enfermedad moral, económica y social del Reino Unido del presente a través del prisma, al tiempo distorsionador y revelador, del cine de género. Aquí hay kitchen sink drama, pero también la visceralidad homicida del thriller coreano o la brutalidad frontal del Cine de la crueldad francés. Jay y su amigo Gal, así como Shel la mujer del primero, son exsoldados, convertidos luego en contratista privados y llevados por la crisis a una reconversión como asesinos a sueldo. Son excedentes violentos del Sistema, que los emplea cada vez en formas más inmorales, degradadas, corruptas.
Así toda la trama es una gran puesta en escena de ese viaje hacia la dehumanización, el rechazo, por el método de la destrucción, de los pilares antes referidos. Jay, impresionante underplaying de Neil Maskell que parece arder por dentro, recibe un tratamiento salvaje que le lleva a descubrir otra sociedad bajo la sociedad. Pero ese tratamiento solo puede ser voluntario, solo sirve la autodestrucción, la anulación de ser anterior para lograr culminar el proceso de transformación en el Gran Dragón Rojo de William Blake, o al menos en su versión pagana, conmutable por una lectura sangrienta de
Y contra lo que pueda dar a entender lo gráfico de su (ultra) violencia no presenta problemas de recreación y sadismo. No cae en torture porn, intelectualizado o no, algunos autores la ponen en relación con el exploit de Michael Haneke, The Great Ecstasy of Robert Carmichael (Thomas Clay, 2006). Contra eso presenta una elaboración interna de hechizo de sencillez endiablada y una sequedad y un fatalismo que acercan al conjunto al noir, o al fantanoir, vacunándola contra quedarse en una variación esotérica de, nada menos, la purulenta A Serbian Film (Srđan Spasojević, 2010).
Ambigua, inteligente y terrible, se mueve con espíritu de serie b manejando su bajo presupuesto a favor del minimalismo, la concisión y la creatividad. Admite asociaciones con la actual televisión británica por su forma de certificar el Mal y las tinieblas morales e incluso, y quizás esto sea cosa mía, a través de su fascinante, por hipnótica, por retorcida, manera de afrontar el misterio uno puede establecer un secreto parentesco con el cine fantástico australiano del periodo 70-85.