Óleo sobre Maggie

Publicado el 05 octubre 2014 por Pablo Ferreiro @pablinferreiro
Margaret Ridley mira como el amanecer se cuela por la hendija de la ventana. Un bretel cae vencido sobre su brazo izquierdo. Está sentada sobre esa silla de mimbre que le daba picazón en la espalda.
La habitación era oscura, desolada. Una revista reposaba en el piso. Jack yacía dormido con su cara apretada sobre la almohada.  Los pelos en su espalda molestaban a Margaret desde que los descubrió esa noche en el muelle. Margaret con sus ojos fijos en la ventana, recorría esa noche en el muelle.Las manos rugosas de Jack buscando su entrepierna, el molesto viento trayendo rocío, el frío. Las piernas de Maggie tiemblan como esa noche, las palabras “todo estará bien” retumban en su cabeza. Ella sabía que nada estaría bien, que su hermana Vic no estaría bien, que sus sobrinos Matt y Roger no estarían bien. Que sobre su vientre caería la culpa de un amor sucio. Siente el sexo de Jack embistiendo sobre su cuerpo una y otra vez, vuelve en sí cada vez que la brisa entra en sus ojos. Está suelta, desarmada pero Jack no cesa. Le susurra al oído, le pregunta qué le parece, si quiere más. Su garganta se siente hinchada. Jack termina y la aprieta fuerte con sus brazos fornidos. La cara del marino reposa sobre sus hombros.
Una lágrima resbala sobre los pequeños pechos de Maggie, ella sigue mirando la ventana. En la lágrima parece reflejarse las tardes con Vic en el campo de cerezos, las rodillas rasguñadas, los listones rojos desacomodados, los rostros color fresa. Vic siempre había sido más bella, sus ojos eran ojos del tiempo, estacionales.
Los labios de Maggie están apretados, las líneas marcadas en ellos hacen una cruz con la luz de la primavera entrando por las metálicas ranuras. Apretados como el día que Matt la descubrió tumbada  frente a Jack en la cocina de la vieja casa de los Ridley. Margaret tenía los labios tan arrugados como la cara del niño al recibir el reto de su padre enviándolo a su cama.
Maggie, inerte en la pálida habitación. Como cuando recibió las acusaciones de Vic al enterarse de su engaño. Su conciencia viajó en ese momento como lo hace ahora y se encontró en el convento para niñas. Allí tampoco Maggie dijo nada, aceptó su castigo como aceptó esta misma noche volver a sentir a Jack en esta gris habitación.
Su piel tersa y su cuerpo firme moldeado por el trabajo en la huerta de la Hermana Hill, reposando sobre el mimbre, desprotegido tal como se sintió al ver que Mr y Miss Ridley la echaban de su casa, desprotegida como ante cada espera de visita inútil en el convento. Desprotegida como estaba ante el ataque permanente de las otras niñas, sus acusaciones, su eterna mancha. Cuerpo deshilachado en esa habitación con el fantasma de Jack.
Fantasma que acompaña a la Maggie desechada , mirando la nada como cada momento de su vida después de que Jack la llevara al muelle. Como en cada momento que eran todos en los que recordaba el sonido de la rotura del elástico de su ropa interior. Como recordaba el jadeo del marino, como recordaba al olor a Ron apabullando su olor a colonia. Colonia que ella usaba con Vic y que Miss Ridley también usaba, que corría por sus venas.
Las manos tensas dominan la escena, manos que habían leído la revista, manos que la habían dejado caer. Manos que nunca sintieron la calidez de un paseo con un enamorado. Manos castigadas, manos que nunca más volvieron a jugar. Manos que recordaban la humedad de las cerezas del campo, manos que sólo sintieron el cuerpo pegajoso de Jack.
Margaret sola, Jack había sido juez de su vida desde sus quince años y la condenó con sus actos a una perpetuidad de soledad, de rechazo. A un mundo paralelo donde ella vive con su castigo. Donde Jack sabe donde encontrarla, donde ella no puede negarse, donde está rendida, donde no puede escapar. Donde han pasado 30 años desde el episodio del muelle y ahí está Maggie otra vez presenciando el triunfo de ese hombre horrible. Maggie espectadora contra su voluntad, Maggie y la desdicha, Maggie y la violación.
Margaret Ridley mira por la ventana y el amanecer sigue colándose por la hendija. Maggie quieta a pesar de la lluvia que destiñe lo que estaba desteñido, Jack sigue ahí también. La pintura dice todo de Maggie. Los colores pálidos, el trazo fino y desprolijo. Ni siquiera este diluvio destructor de todo New Hampshire termina con su desolación. Sobre el rostro de Maggie caen las gotas pesadas como en el muelle. El diluvio destruye todo, maderas y cuerpos nadan por las calles pero la pintura de Maggie sigue estancada contra las ramas de un cerezo, indestructible, inolvidable. Condenado a la posteridad. La inmovilidad del cuadro también dice algo, es la metáfora de la prisión que fue su vida cuyo fin y olvido parece no querer llegar. El destino es cruel con algunos, pero fue lapidario con Maggie.