Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Alberto Aguado
Publicado en: Noviembre 2016
Antes de instalarse en Eden al servicio de Gea, Eris vivió una extraña aventura en un lugar llamado Santonea. En ella se enfrentó a la demencia de una Olímpica y forjó con otra una extraña alianza. También, en esa aventura, demostró que la segundona de las manzanas podía convertirse en una de las divinidades más poderosas del Olimpo.
Nota del editor: (Historia incluida originalmente en la antología Hasta siempre, Princesas, bajo el título “La señora de las manzanas”. )
La escasa brisa de la estación mecía los árboles que rodeaban el palacio de los Santini con una milimétrica sincronía, delatora de su carácter artificial, por mucho que intentasen imitar las creaciones de Gea. Del mismo modo, el palacio intentaba semejar uno de tantos hogares propios de los poderosos de un mundo atomizado e individualista como Nuevo Venus, así llamado por el tono azul plomizo de su cielo. Pero, ni a los ojos de quienes desconocían el verdadero peligro que se ocultaba tras los muros, podía parecer normal la vivienda. O mejor dicho, para quienes aún seguían libres del influjo de Teleia Santini. El grupo, cada día más menguado, alzaba sus carteles y gritaba consignas de terror frente a la residencia del ama de la ciudad. El resto eran marionetas en sus manos, incluido su marido. Pero eso no lo sabían los manifestantes; ellos solo tenían clara una cosa: nada bueno había en el paraíso sintético en el que Santini estaba convirtiendo la ciudad a través de los tentáculos de sus múltiples empresas. La furia de los contestatarios se había acrecentado al conocer la decisión de que los tagul, los únicos animales reales de la zona, iban a ser exterminados, pues eran considerados un peligro biológico.
Así que allí estaba el grupo de manifestantes, educadamente retenidos por la guardia privada de los Santini, mientras su nueva líder era entrevistada por uno de los pocos medios locales que les prestaba atención; aunque fuera para burlarse de ellos. Detrás de su cámara, y a una distancia prudencial del foco de la acción, junto con otros fotógrafos, la divinidad oculta bajo el nombre de Erin Casino analizaba a la nueva portavoz de Hijos de Gea. La tipa era nueva en la localidad, la mayoría de los rebeldes locales temía liderar a los suyos; demasiados habían renegado de sus creencias tras una reunión con los Santini; otros muchos habían desaparecido sin dejar rastro. ¿En qué categoría entraría aquella mujer? Era pronto para decirlo, pero no duraría demasiado. Tenía aspecto de alocada, a causa de su vestido con corte de túnica y el pelo revuelto por la brisa; sin embargo, cuando hablaba, lo hacía con argumentos y poder de convicción. Y eso la convertía en un peligro para la segunda diosa que usaba Santonea como tablero de juegos, bajo la identidad de la señora Teleia Santini.
La activista bien podría ser el arma que Erin necesitaba. Protegida por la cámara, se permitió una sonrisa de triunfo, una con sabor a manzanas doradas.
En cuanto la manifestación se disolvió, no mucho después de que su líder terminase de hablar con la prensa, la fotógrafa se subió a su pequeño aerodeslizador y lo conectó en piloto automático para que la llevase al Parque de los Olmos Negros. A esas horas no era un lugar tranquilo, ni mucho menos íntimo. Pero la mejor forma de proteger su identidad era aparentar ser una mansa ciudadana más. No deseaba que su rival oliese su presencia antes de tiempo. Y la gente de la ciudad disfrutaba paseando, haciendo manitas o trabajando en ese horror de columnas negras deseosas de fingirse árboles. No eran el único elemento diseñado a imitación de las creaciones de Gea. De vez en cuando, y siempre a una distancia prudencial de las personas, gracias a los sensores, se veía corretear algún aborto sintético que pretendía ser una ardilla o cualquier otro animalito coqueto y de origen terrestre. La coherencia no importaba, bastaba con que fuesen decorativos y entrañables; la única preocupación de la señora Santini eran las aves. Solo admitía unas: los pavos reales.
Con la eficacia que da la rutina, revisó las fotos y mandó a su periódico las que mostraban a los manifestantes como una jauría de fieras hambrientas. Luego, guardó otras en una carpeta que desaparecería de su equipo en cuanto redactase y enviase cierto artículo. Estaba destinado a un medio externo a la ciudad, pues su contenido era la llama que avivaba los miedos de las poblaciones vecinas, el alimento de los voluntarios que nutrían las filas de los rebeldes. Semejante material no debía de asociarse con su persona, así que era filtrado a través de una serie de direcciones falsas. Ocultando su identidad era casi tan buena como sembrando cizaña.
Aún le quedó una foto sin enviar; esa era para su uso exclusivo. Si iba a utilizar a la tal Rose Hunt, tendría que empezar a conocerla. A ella y a sus resortes.
De nuevo, no pudo contener la sonrisa, y esta vez no vino acompañada del recuerdo de una manzana dorada sino de la temeridad de evocar la manzana misma, entre sus dedos. Acercó la manzana a los labios con la intención de darle un fuerte y pecaminoso mordisco pero, antes de que pudiese hacer tal cosa, el áureo fruto se disolvió, como hecho de éter. Aquello no era normal; sus evocaciones eran muy sólidas, alimenticias, tenía poder suficiente para que esto fuera así. Y sin embargo, ahora su manzana se había desintegrado, atravesada por lo que parecía un haz de luz.
O la pálida sombra de una flecha plateada.
Alzó la mirada de la pantalla y, sin dar muestras de su sorpresa, se encaró con Rose Hunt. Por imposible que pareciese, no había podido olerla. Y Eris no vivía pensando en que ningún otro dios iba a osar enfrentarse a su dominio sobre la ciudad, al contrario que la señora Santini.
—Podría reconocer esa maldita sonrisa tuya en cualquier parte —gruñó su visitante, desprovista ya todo aura de divinidad.
—Hola, hermanita —saludó Eris, burlona, levantándose y haciendo una genuflexión apenas se hubo incorporado.
Podía permitirse el desafío. La Cazadora había perdido casi todo su poder; por eso ahora parecía de nuevo una simple mortal y antes no había llegado a oler su aura divina. Era una de las ironías de la migración cósmica; el viejo status ya no tenía sentido, pues cada dios atesoraba el poder que él mismo era capaz de reunir. Poca energía podía localizar Artemisa en un mundo oda a la artificialidad.
Como buena Olímpica, su hermanastra se tomó su gesto como una provocación y, fiel a su temperamento, salvó la distancia que las separaba y la empotró contra un árbol.
—No me llames «hermanita», embaucadora. ¿Qué estás haciendo aquí?
—No me digas que tú también has acabado por creerte esa historia que se inventó Hera de que no soy hija suya, sino de Nix —respondió desdeñosa, ante el gesto de furia su interlocutora. Eris escrutó sus ojos. No eran los de una diosa disfrazada de humana, sino los de una humana que tenía que esforzarse por recordar su naturaleza divina. Había visto miradas parecidas en otras deidades. Generalmente antes que olvidasen por completo su naturaleza.
—Pero, centrándome en la otra pregunta, que por tu gesto de amargada, es la que te interesa. Te diré que estoy aquí por lo mismo que tú. Bueno, es posible que tú estés aquí gracias a mí, pero eso no es algo que discutir ahora —dijo, abarcando el parque con las manos—. Si estoy aquí es para impedir que esta ciudad se convierta en el paraíso sintético de las perfectas familias de perfectos muermos.
Artemisa la miró con idéntica desconfianza a la que mostrara el lejano día en la boda de Tetis y Peleo, cuando Eris se presentó con sus manzanas doradas. Podía haber perdido facultades, pero conservaba el olfato de cazadora. Lástima que le marcase el rastro erróneo.
— ¡No pensarás que esto es obra mía! —Se indignó la señora de todo conflicto—. Le falta sutilidad, y sobre todo, arte.
—Y qué puede haber más sutil que hacer pensar que esto no es obra tuya.
—Confundes sutilidad con retorcimiento, hermanita. Esto lleva un nombre escrito y no es el mío. Lo sabrías a poco que intentases pensar.
Artemisa aflojó su presa y se la quedó mirando con gesto medio embobado. Eris reprimió un escalofrío, impropio del avatar de la discordia; pero incluso el borrego de su hermano Ares se habría sentido cohibido ante la presencia de ese gesto, preludio tal vez de la muerte. Era la mirada de un dios que ni sabe actuar como divino ni como humano, sin ideas; la carnaza perfecta para Teleia Santini.
Y todo un peligro para Eris.
Artemisa podía ser tanto o mejor instrumento para sus planes que Rose Hunt, pero solo si recuperaba su instinto.
Eris se apartó del árbol y de su hermanastra y, sin que ésta lo impidiera, inició una altanera retirada. Con su aspecto actual, la chulería quedaba muy marcada. La señora Santini tenía una mente truculenta y, en su juego de roles, los fotógrafos como Erin Casino vestían camisetas ajustadas de color negro y pantalones de piel sintética, de idéntico tono, remetidos en fetichistas botas de cuero. No era un atuendo apto para familias, pero, dentro del teatrillo de Santonea, a ellos los correspondía el papel de macarras con el corazón de oro.
—Cuando recuperes el olfato, ven a verme —se despidió.
—Espera ¿Cómo voy a localizarte?
Eris premió el gesto desesperado de su pariente con una sonrisa sarcástica. Era la Discordia y, como tal, podía sacar lo mejor y lo peor de humanos y dioses.
—Hermanita, ¿Qué clase de cazadora serías si tuviera que darte mi dirección?
II
Eris fue a abrir la puerta, entre gruñidos impropios de una habitante de aquel rincón lleno de sintética armonía. Normalmente no perdía la compostura, aunque solo fuera por mero afán de supervivencia, pero el trabajo de la tarde anterior la había dejado de muy mal humor y con tentaciones de sembrar semillas de cizaña entre los que la rodeaban. No lo había hecho, pero ganas tenía de convertir al pesado que no dejaba de apretar el timbre en el blanco de sus iras. ¡Ojalá la suerte se aliase con ella y el pelmazo fuese uno de esos querubines vendedores de galletas! No tendría ni que usar su poder para turbarlo, le bastaría con abrir la puerta tal y como estaba ahora: desnuda.
En cuanto miró por la pantalla, su fastidio desafiante se convirtió en complacencia: su visitante podría producirle más placeres que cualquier mozalbete inocente. Aún lucía la túnica propia de los rebeldes ecologistas y su pelo, cogido en una cola de caballo, solo parecía un poco menos despreocupado que cuando lo llevaba suelto; pero su mirada era decidida y la mandíbula se le tensaba con la dureza propia de alguien capaz de castigar la infidelidad de su amante transformándola en oso para toda la eternidad.
O de hacer otro tanto con una hermanastra, por demorarse en exceso en abrir la puerta.
—Los niños. No son reales ¿verdad? —preguntó la Cazadora, al tiempo que se adentraba en el habitáculo.
Pese a lo peculiar del saludo, a Eris no le resultó extraño ni se preguntó a qué niños podía referirse Artemisa. La tarde anterior los Santini habían realizado otra de sus «discretas» celebraciones familiares, abiertas a periodistas y, en esta ocasión, ella había sido uno de los fotógrafos invitados. Aunque se había pasado todo el tiempo tensa, tratando de ocultarse de la mirada divina de su rival, los niños no se le habían pasado por alto; cinco hijos: dos niños, tres niñas. Ellos, vivo retrato del padre; ellas, de la madre. Hermosos como una estatua, corteses y educados. Irreales.
No era lo peor que había visto en el dulce hogar. Semejante honor le correspondía a un cuarto que no había aparecido en imagen alguna: la sala donde la feliz pareja custodiaba los recuerdos de sus viajes.
—Son los hijos perfectos que ella nunca logró criar. Y me jugaría la divinidad a que ninguno fue nada humano en su origen.
— ¿Creaciones de sus laboratorios?
—Puede. O tal vez algo más siniestro. Ha acaparado mucho poder desde la migración cósmica
—masculló, eludiendo de momento hablar de la sala de trofeos; de un arco dorado y unas flechas; de
una flauta de pan, de tantos otros trofeos cargados de recuerdos del viejo hogar—. Pero será mejor que nos sentemos donde… podamos.
No es que su habitáculo tuviese demasiado acomodo, incluso para una sola persona. Apenas ofrecía más que un baño, un cuarto y un minúsculo pasillo, cuya pared derecha la acaparaba el armario. No tenía cocina; en el teatro de aquel mundo, alguien como ella no tenía derecho a desear comida que imitase la real; se bastaba con un pequeño horno y una caja de veinte centímetros por treinta que contenía pastillas de alimento para un mes. Eso dejaba libre el espacio de la habitación, apenas suficiente para albergar una mesa, una silla siempre repleta de cosas y su único alarde: una gran cama dotada de un pie tan ostentoso como su cabecero.
Allí se sentaron, Eris con la espalda apoyada contra el cabecero; Artemisa haciendo lo propio en los pies. La Discordia escrutó a su hermanastra, buscando en ella algún síntoma de incomodidad ante su desnudo, pero si la señora de la caza la miraba de una forma especial, era con un placer contemplativo que haría dudar de la virginidad de la diosa hasta a los más puristas.
—Y Santonea es el pueblo de adoradores que nunca tuvo —susurró Artemisa, al cabo de un rato, como si la conversación nunca se hubiese interrumpido—. Un marido fiel, cinco hijos perfectos y, por supuesto, nada de prole bastarda cerca de ella —añadió, con un deje de amargura, al ver que Eris seguía muda.
—Y por cada gramo de poder que ha invertido para lograr todo eso, obtiene más del doble. La diosa que parecía que iba a tenerlo más difícil, es ahora la más poderosa de nosotros.
—Y tú piensas destruirla.
«No, hermanita. Eso lo harás tú», pensó Eris.
Pero Artemisa solo le sería útil si no le hablaba de su plan, ni de las ramificaciones que éste tenía. Como Olímpica tenía su orgullo y, de eso la Discordia estaba segura, no se plegaría a ser el brazo ejecutor las maquinaciones urdidas por una hermanastra segundona.
—Hera es mi enemigo natural. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras convierte a la gente en muermos sin voluntad.
— ¡Valiente salvadora se han ganado los santoneos! —gruñó Artemisa.
Eris sonrió conspiradora y se acercó a su hermanastra, casi a la distancia de un beso. Antes de hablar, paladeó los sentimientos contradictorios que la otra no era capaz de ocultarle.
—Te equivocas si piensas que tengo interés en esta ciudad y sus habitantes. Lo único que me interesa salvar es mi bonito culo. Una Hera demasiado poderosa es un peligro para cualquier dios, y más para mí.
«O para un producto de sus infidelidades», pensó Eris. Sobre todo cuando no hay un Zeus que pueda enfrentarse a su hermana y esposa. El rey de los dioses, había sido, por lo que ella sabía, la primera víctima de la sed de poder de Hera. Los dioses no podían morir a manos de humanos, pero a manos de un igual, alcanzaban un estado muy próximo a la muerte, regresando a un Olimpo convertido en Hades del que parecía ser difícil regresar.
—O para uno de los hijos de Leto… —susurró Artemisa. Su mirada se perdía en la distancia. Tal vez estaba a eones, fuera de la tierra firme, en la isla de Delos.
— ¿Qué vas a hacer? —preguntó, en tono casual. Llevaba con la pregunta en los labios desde la llegada de su hermanastra, pero algunas cosas requerían de un momento adecuado para ser tratadas.
Artemisa le tendió unos papeles. El primero era una noticia impresa de un periódico de una ciudad vecina. Eris no necesitaba leerla para saber su contenido; había sido escrito por una de sus múltiples identidades, voz de los rebeldes de Santonea. No obstante, fingió hacer tal cosa y enterarse por primera vez de que los Santini estaban invirtiendo en esa zona. Incluso pensaban instalar allí una casa de veraneo, aprovechando que se trataba una población con mar. Y el aire marino era bueno para los niños.
La otra era una carta con el membrete de los amos de la ciudad; una misiva preñada de cordialidad, en la que invitaba a la nueva líder de la plataforma contestataria a compartir su mesa y debatir así sobre la realidad de Santonea.
—Esta es también mi guerra, me guste o no.
«Más de lo que crees —pensó Eris».
—Y será mejor que, de momento, no dejes que te descubra. —Artemisa hizo un leve gesto de asentimiento—. Ten cuidado durante toda la visita. No te delates y, sobre todo, busca una excusa para no tocar su comida.
El último consejo fue premiado por una sonrisa de suficiencia que casi le recordó a la orgullosa diosa del Olimpo. Artemisa abrió su bandolera étnica y sacó una bolsita transparente llena de unas tiras de un color rojo amarronado, que bien podían ser algún tipo de carne seca.
—Embaucadora, creo que me confundes con Core —sonrió sarcástica—. La señora Teleia Santini tendrá que aceptar que mi credo me impida comer o beber nada hasta caída la noche.
Eris hizo un leve gesto de asentimiento. La estrategia de Artemisa no era perfecta, pero podía ser efectiva.
—Solo hay una cosa que me preocupa. Con todo el control que ejerce sobre la ciudad ¿crees que podría estar enterada de nuestro encuentro? —preguntó Artemisa.
La diosa de la discordia ocultó su sorpresa y su vergüenza bajo una mueca provocadora. Ella, la perfecta maquinadora, no había tenido en cuenta aquel peligro.
—Si te pregunta, puedes decirle que estás intentando llevarme por el buen camino —susurró contra el cuello de su hermanastra—. Seguro que le encanta. Y si no quieres mentir —añadió deslizando una mano furtiva por el muslo de la otra—, estoy dispuesta a ayudarte.
Una garra atrapó su muñeca, justo antes de que Artemisa le clavase una mirada tan afiliada como la punta de sus flechas.
—Me gustan las ninfas, no las serpientes.
— ¡Ey! Que solo me transformé en serpiente una vez —se indignó Eris, antes de recordar que era imposible que la otra supiese lo del Jardín del Edén.
Ni de la mayor parte de sus muchos logros. Su única obra firmada era la maldita guerra de Troya. Al menos era mejor que el estúpido tebeo de los años ochenta del siglo XX donde presentaban como un jodido ewok con armadura. No habían sido malos años para alguien que era tanto avatar de conflictos como de la superación, pero sí dolorosos para su sensibilidad estética.
Por suerte, Artemisa estaba demasiado interesada en huir de su turbadora presencia como para interrogarla sobre sus logros pasados. Aún era pronto para contarle cuánto le debían Olímpicos y otros diosecillos a la temida Discordia. Si ese que se hacía llamar Dios hubiese usado a Adán y Eva para crear, como pretendía, una raza de superhombres, poco futuro habrían tenido todos ellos, ni siquiera como figura folclórica.
III
—Querido —canturreó la mujer que se hacia llamar Teleia Santini—. ¿No crees que es momento de ser buenos anfitriones y enseñarle la casa a la encantadora señorita Hunt?
Artemisa compuso una mueca de simpatía mientras su mano se tensaba sobre la servilleta que seguía portando en el regazo, pese a no haber ingerido alimento alguno. Pero en la mesa de los Santini, uno guardaba los protocolos y, ni habiendo recuperado parte de su poder, podía ella resistirse al influjo cursi-ñoño de Hera.
El hombre hizo un leve gesto de asentimiento, sin mudar la mueca idiotizada. Si los niños eran aberraciones disfrazadas de humanidad, el marido era un ser privado de todo albedrío, el perrito faldero que jamás había sido su padre Zeus. Incluso cuando el hombre le argumentaba las razones por las que su empresa no era tan terrible como los Hijos de Gea querían pensar, veía Artemisa los hilos de Hera, accionado la atildada marioneta.
Mientras le enseñaban su perfecto hogar, era él quien hablaba; Hera permanecía dos pasos por detrás de ambos, con las manos entrelazadas en un gesto beatifico y una expresión que a muchos les resultaría encantadora. A Artemisa, como buena cazadora, le recordaba a la de una fiera recién alimentada.
La casa era el fiel reflejo de su dueña, una sublimación de un ideal de vida familiar trasnochado y demente. Daba igual que fuese la cocina, que su dormitorio, que el salón de juegos o los cuartos de los niños. Si acaso, y pese a la bendita ausencia de las sabandijas travestidas de angelitos, estos eran más aterradores, dado que presentaban un sentido del orden incompatible con una sana mentalidad infantil. Su visión le trajo recuerdos de la Tierra, de infantes de gesto serio, vestidos con uniformes adornados con esvásticas.
—Y ésta —dijo el hombre, al llegar al último punto de la visita— es la habitación donde guardamos los recuerdos de nuestros viajes. Teleia y yo vivimos unos primeros años de matrimonio muy aventureros.
La última acotación dio a la pareja ocasión de entablar una conversación cargada de nostalgia, tan artificial como la comida, pero Artemisa solo la captó como un ruido de fondo. Su mirada estaba fija en la pared del frontal, contemplaba un arco y un carcaj lleno de flechas no muy distintos a los que ella lucía cuando aún se podía llamar diosa; solo que los suyos estaban labrados en plata y no en oro.
Tensó la mandíbula, mientras agradecía que los dos tortolitos se hubiesen quedado en el umbral. No quería seguir mirando el cuarto, no quería comprobar a qué otros habían destruido el poder de Hera, pero debía hacerlo. Era Artemisa, la Olímpica, no una estúpida humana mal peinada; avanzó por el cuarto, eludiendo mirar las armas de su hermano. En una vitrina se exhibían todo tipo de abalorios; ninguno de ellos le trajo amargos recuerdos. No así una especie de antorcha que pendía de la pared, junto con objetos más exóticos, era el cetro de un dios, de un rey. Su padre… Zeus. Una lágrima salada se escapó por su mejilla. Y su instinto le decía que lo peor estaba por venir, en la moqueta, demasiado parecida al pellejo de un animal de la Tierra como para ser una imitación. Avanzó por la piel de oso, fingiendo centrar su atención en la siguiente vitrina, mientras sus anfitriones se intercambiaban arrumacos. Aunque su verdadero interés se centraba en la crin de los cuartos traseros del animal. La sangre le martilleaba en los oídos cuando, con discreción, apartó el pelaje de la nalga derecha hasta descubrir el símbolo que ella había grabado con su propia mano, para impedir a todo cazador dar muerte a aquella presa. Había creído salvarla de la ira vengadora de Hera con un juego de espejos organizado entre ella entre ella y Zeus, cuando convirtieron a una vulgar osa en constelación, haciendo creer así a Hera que su plan había funcionado y que otra de las rameras de su esposo había sufrido el castigo de la muerte. Pero no la habían engañado, al menos, no durante todo el tiempo; no a la Hera todopoderosa pos migración.
Demasiado humana como para ser capaz de contener la angustia que sentía y demasiado poco diosa como para revelarla en forma de furia, se dobló sobre sí misma, soltando un gemido, audible por sus anfitriones.
—Le ocurre algo, señorita Hunt —preguntó aquella víbora sanguinaria y vengativa.
Artemisa tuvo que contener las ganas de arrancarle el corazón con sus propias manos antes de contestar. Siempre había sido impulsiva, y eso le había llevado a dar rienda suelta a más de una venganza que su lado humano interpretaba ahora como desproporcionada, pero no podía caer hoy en ese error. Hera la destruiría con un chascar de dedos, estaba segura. Y, antes de vengarse de su madrastra, tenía que rendir cuentas con la dama de la discordia.
—Nada —dijo, forzando una sonrisa—. Cosas de mujeres. El baño era la tercera puerta a la derecha ¿no? —preguntó, sin dar tiempo a los otros a que divagasen.
Por fortuna la jornada no se alargó demasiado después de aquello. Tras refrescar sus iras en el baño, retomó la reunión interrumpida por el almuerzo y fingió aceptar, o al menos no rechazar, los razonamientos que le ofrecían. No se rindió ante los Santini, aunque sí aceptó llevarse un grueso portafolios, con la promesa de analizarlo.
En el exterior, fue recibida por los abucheos de sus propios compañeros, que añadieron un peso más a la losa que ya atenazaba su corazón humano y a su orgullo de diosa. Se apresuró hasta su coqueto trasporte híbrido y, ya protegida por los cristales ahumados de éste, lloró toda la tensión acumulada. Lloró hasta casi quedarse sin energías.
De nuevo, Eris abrió la puerta estando completamente desnuda, pese a tener claro que así solo acentuaría la furia de su hermanastra. De que llegaba henchida de ira de su reunión con los Santini, no la cabía duda: la mandíbula se le tensaba como la cuerda de su legendario arco y sus ojos semejaban tan afilados como las puntas de sus flechas. Sin dar a Eris ocasión de saludar con su característica ironía, el puño de su hermanastra salió disparado con la precisión de una saeta y la contundencia de un ariete. La nariz de la Discordia crujió bajo el impacto del puñetazo al tiempo que sus cervicales proyectaban su cabeza hacia latitudes alejadas de su cuello, haciéndola perder el equilibrio durante tiempo suficiente como para dar con sus posaderas en el suelo.
Sin perder la sonrisa, Eris se pasó la mano por la cara, impregnando sus dedos en el denso líquido que manaba de su apéndice nasal maltratado. Era blanco, como una perla. Icor, no sangre. Su mueca de satisfacción se ensanchó; si el lado humano de Artemisa aún fuese el dominante el fluido vital habría sido rojo. Era una de las muchas protecciones desarrolladas por sus cuerpos para pasar desapercibidos entre humanos. Aunque con la conquista espacial no era ya tan necesaria, la defensa seguía manteniéndose.
—Lo sabías ¿verdad? —tronó Artemisa.
— ¿El qué, hermanita? ¿Qué tienes el peor temperamento de toda la familia? —respondió al tiempo que se ponía en pie.
—La sala con sus supuestos recuerdos de viaje.
—Eso era algo que debías descubrir por ti misma —se limitó a contestar Eris, con gesto altivo.
—Para que pudieses manipularme en tu guerra contra Hera.
—Sigues sin conocerme, hermanita —se jactó, al tiempo que extendía los dedos manchados en icor frente a los ojos de la otra—. No solo siembro semillas de conflicto, también saco lo mejor de los demás, aunque sea por simple deseo de quedar por encima del vecino. O por furia —sin mudar la expresión provocativa, restregó los dedos manchados contra el rostro de su hermanastra—. Y no es mi guerra, sino la nuestra. Porque me guste o no, ni yo soy tan poderosa como para enfrentarme a ella en solitario y vencerla.
»Y, ahora, cuéntame cómo te ha ido en la reunión.
Al final de la narración estaban, como el día anterior, sentadas en la cama. Eris con la espalda pegada contra el cabecero; Artemisa, en los pies. Su gesto parecía más cansado y menos divino que cuando entró por la puerta.
— ¿Has comido algo desde el desayuno? —se preocupó Eris. El contacto con los humanos también le había generado sus propias debilidades. La suya era una especialmente odiosa llamada «empatía».
Artemisa negó con la cabeza. Ni había comido nada, ni se sentía con ganas de ingerir carne seca; conservaba demasiada humanidad para ser capaz de abstraerse del recuerdo de las vidas extinguidas por Hera, aunque solo las hubiese erradicado de ese plano espiritual. Eris, elevó los ojos al techo, y se concentró en evocar una sabrosa manzana de piel rojiza y jugosa carne azulada, propia de Vedana, uno de los muchos mundos que había recorrido.
—Tendrás que comerla de mi mano. Aún no tengo tanto poder como para que puedan seguir siendo tangibles sin mí.
La Cazadora la miró dudosa, recordando tal vez cierta boda.
—A no ser que te hayas vuelto daltónica, no es una manzana dorada —bufó la Discordia—. Y tampoco es una «Blancanieves», si eso es lo que te preocupa.
— ¿Blancanieves?
—Tú come y ya te cuento
Pese a su actitud burlona, tener a la otrora todopoderosa Artemisa comiendo de su mano le resultaba tan placentero como turbador. En el Olimpo nunca se había sentido atraída por su hermanastra, por más que el incesto fuese una práctica habitual en la familia, pero con su nuevo avatar… Artemisa tenía un rostro agradable, con cierta expresión de inocencia, y sus senos recordaban a las manzanas maduras. Cuando se lo montaba con hombres escogía brutos del palo de su hermano Ares; con las mujeres, prefería el candor, y senos abarcables con una sola mano, aun cuando bajo estos se ocultaba la temperamental señora de la caza.
Cuando la otra terminó la fruta, Eris hizo desaparecer el corazón entre sus dedos y dejó que estos acariciasen el cabello de su hermanastra. Pero como en su anterior acercamiento, la mano de hierro de Artemisa cortó todo intento de seducción.
—Ni lo sueñes, lianta.
La Discordia se encogió de hombros con gesto de «ya caerás».
— ¿Qué era eso de Blancanieves? Manzanas aparte, no parece el cuento ideal para ti —preguntó Artemisa. No manifestó extrañeza porque Eris hubiese mencionado anteriormente la historia como si fuese algo real. Todos los dioses, no solo los Olímpicos, tenían un cuento, reflejo de unas aventuras que habían pasado por tantos tamices que ya no se parecían en nada a la realidad y, aun así, les proporcionaban más energía que el escaso culto que algún excéntrico les pudiese rendir.
—Estás demasiado condicionada por la versión Disney, hermanita. El Príncipe Azul no rescató a Blancanieves de los hechizos de la bruja mala, y tampoco había siete enanos cantando canciones absurdas. Blancanieves era una ninfómana que se cansó de comerle el coño a su madrastra; los siete «enanitos», una panda de salteadores de caminos que se la cepillaban por turnos, y el Príncipe Azul, un jodido impotente… y celoso. Nunca dejaba salir a su mujercita de su cámara sin que estuviese escoltada por al menos un par de eunucos —añadió con una sonrisa torva.
Seguramente a su pesar, Artemisa también sonrió.
— ¿Y tú eras la madrastra vengativa?
—No, yo era la consejera anónima de la madrastra. Es mejor permanecer en las sombras.
—Siempre maquiavélica —apuntó Artemisa.
Eris se limitó a sonreír, no era momento de discutir sobre sus escarceos con el intrusismo profesional en el campo de las musas.
— ¿Y cuál era tu cuento?
—Caperucita… No había un leñador, sino una cazadora, ni lobo que se comiese a la abuela. La abuela era el lobo, la matriarca de una estirpe de licántropos a la que yo llevaba un tiempo persiguiendo. Ese día, ella y los padres de Caperucita habían decidido iniciarla.
—Y yo que pensaba que los licántropos contaban con tu simpatía.
—No aquellos. Ellos usaban el lobo para satisfacer la codicia del humano. Eran salteadores de caminos, y embaucadores. Llegué a tiempo para salvarla de caer en las redes del mal y exterminar a la manada, pero no pude evitar que su naturaleza lobuna se manifestase. La llevé hasta una colonia de licántropos que vivía en un bosque cercano; como hombres vivían en tranquilidad; como lobos eran fieles a su especie. Yo permanecí un tiempo entre ellos, hasta que mi naturaleza errante me instó a seguir vagabundeando por el mundo.
«Y eso que solo le gustaban las ninfas» —pensó Eris. No le cabía duda de las razones por las que Artemisa había permanecido tanto tiempo al lado de la lobita.
—Siempre me he preguntado cuál sería el cuento de mi hermano Apolo —murmuró la otra, con voz teñida de dolor.
—La Bella y la Bestia —contestó rápido Eris —. Aunque, por lo que él me llegó a contar, el nombre más real sería El Bello y la Vacaburra.
— ¿Y eso por qué lo sabes? —preguntó Artemisa, con gesto escamado.
Seguramente no había vuelto a encontrarse con su hermano desde la migración. Cuán cruel hacía eso la constatación de que el dios Sol había sido otra víctima más de Hera; cuán cruel y oportuno para sus planes.
—Recorrimos la vieja Europa juntos, durante un tiempo, entre finales del diecinueve y principios del siglo veinte.
Esos sí fueron buenos tiempos. Cuando la Discordia y la Luminosa Belleza se juntan pueden surgir cosas tan estimulantes como las vanguardias artísticas. Durante esos días, Eris se había sentido tanto o más poderosa que ahora; autores alzándose contra el canon imperante y comportándose como pavos reales entre ellos.
—Hera se ha ido ocupando de matar a los pocos miembros de nuestra familia que me caían bien —murmuró, mientras contenía una sonrisa al ver cómo las lágrimas fluían libres por el rostro de su hermanastra.
IV
Cuando Eris se despertó, el otro lado de la cama estaba vacío, aunque aún se veían alrededor del lecho vestigios de la derrota de Artemisa. Nada mejor que un abrazo de consuelo para hacer sucumbir una virtud tozuda. Y nada mejor para sus planes que tal victoria sobre su hermanastra.
Ni siquiera necesitaba tomar alimento alguno para hacer frente a la jornada que tenía por delante. Lo primero era lo primero. Cogió la silla y se encaramó a ella para recuperar la cámara que, silenciosa, había estado inmortalizando buena parte de la noche anterior. Había cientos de fotos y necesitaría revisarlas todas antes de dar con las adecuadas, como la ingesta de un fruto prohibido en los confines de Santonea, y, por supuesto, abundantes ejemplos de sexo impropio de un habitante de la pacífica urbe. En Santonea solo conocían el sexo tierno y desprovisto de toda pasión; el sexo anal era un desconocido, lo mismo que el oral, por no hablar del sexo duro. Y ella tenía testimonios fotográficos de toda una noche de atentados contra la moral de Hera.
Y un sin fin de recuerdos lascivos que se interponían para interrumpir su trabajo, y le advertían que la Cazadora había ganado más poder sobre ella de lo que se imaginaba.
Eris se palpó, pensativa, el pubis lampiño, rasurado la noche anterior en un morboso intento de Artemisa de convertir al avatar de la discordia en una suerte de ninfa macabra. Su poder se había convertido en los últimos tiempos en un afrodisíaco que causaría la envida de la propia Afrodita, pues sus compañeros de cama se sentían compelidos a dar lo máximo de sí como amantes y amados. Pero esa era la primera vez que Eris también se había visto embriagada por su propio veneno, experimentando la necesidad de complacer a su hermanastra de todas las formas posibles.
Y era un síntoma de debilidad que no podía permitirse.
Una vez recopiladas las fotos, se apresuró a conectarse a la cuenta de una de sus muchas identidades falsas y enviarlas. Las imágenes iban acompañadas de un breve mensaje; las palabras de un ciudadano compungido ante el desenmascaramiento de una conducta criminal y traicionera.
Ahora, solo quedaba esperar.
Artemisa se estaba sorprendiendo de las patrañas que los títeres de Hera podían consignar en los informes, cuando llamaron a la puerta. No recibía visitas, menos a esas horas. Con todos sus instintos de cazadora lanzándole señales de advertencia, abrió, para encontrarse con una pareja de agentes de la guardia de los Santini. Su expresión pretendía parecer serena, pero en sus ojos se intuía el odio. No el de los hombres, sino el de Hera. Y la muerte.
—Señora, nuestra patrona la reclama para que vea las pruebas que solicitaba sobre la insalubridad de los tagul.
Artemisa meditó unos segundos antes de responder. No tenía demasiadas dudas de que su destino no era ver informe alguno, ni las malsanas costumbres de los animales, solo unirse a ellos en la fosa común. Podía huir, invocar su arco y sus flechas, pelear... Eran humanos, no podían matarla. No ahora, que se sabía diosa. Pero solo lograría delatar su identidad. Y quién sabe si perder la oportunidad de vengarse de la zorra de Hera.
El buen cazador no se apresura, espera a que su presa esté despistada y a su alcance.
Los oficiales llegaron en el momento exacto que ella había predicho, pulcramente uniformados y con el asco pintado en la mirada. No eran miembros de la guardia de los Santini, sino simples policías. Eris chasqueó la lengua. Su madre tenía poca clase hasta para eso.
Uno de los agentes le mostró una foto en la que ella se complacía lamiéndole los senos a Artemisa. La imagen de Rose Hunt resultaba por completo identificable; la suya no tanto, se atisbaba su perfil, y también su característico pelo corto engominado.
—Señora, debe venir con nosotros, se la acusa de crímenes contra la moralidad ciudadana.
Eris lo premió con una sonrisa educada, mientras se desprendía del fedora que se había puesto para salir; una cascada de cabellos negros, antes atrapada entre las fronteras de fieltro de imitación, se derramó por su cuello hasta detenerse a la mitad de su espalda.
—Me temo que se han confundido de persona. Compruébenlo ustedes mismos.
Mientras el policía más joven verificaba que su melena era real, Eris analizó a sus dos presas. Como avatar de la discordia siempre se le había dado bien predecir conductas ajenas y, también, manipularlas. El viejo miraba la foto con el asco que le obligaba su programación pero, en el fondo de su ser, se intuía su deseo de masturbarse allí mismo; el joven maldecía a los estirados de la guardia, que siempre les encargaban a ellos los peores trabajos. Ni siquiera hacía falta el poder de las manzanas para manejarlos, solo el pie de una disculpa que los agentes no tardaron en ofrecerle.
—No tienen nada de lo que disculparse, caballeros. Pero tal vez sería de buenos compañeros policías que avisasen a la guardia de su pequeño error en la identificación.
Los hombres establecieron una conversación muda entre miradas, antes de disculparse de modo un tanto apresurado. Ya no parecían tan serenos. Ni tan marcados por el influjo de Hera.
Ahora tocaba lo más peligroso de su plan. Combatir a su madre en su propio terreno. Aunque, antes, sus amigos policías le abrirían el camino.
La Tierra la envolvía, la mecía con el arrullo de una madre, mientras cientos de gusanos se escapaban del cuerpo putrefacto de su compañero de sepultura y correteaban por su piel. Artemisa los dejó hacer, mientras permitía que sus heridas se curaran y los resquicios de débil humanidad se evaporasen.
Hera miraba las pantallas del circuito interno de televisión, que le permitía controlar toda su casa desde su cuarto, sin poder creerse las imágenes mostradas en ellas. Rebelión y muerte, policías contra miembros de su guardia de élite y, dentro de estos, pequeñas guerras fratricidas a las que poco a poco se iba uniendo el resto del personal de la mansión, ante la mirada estupefacta de unos manifestantes que no sabían si huir o disfrutar el espectáculo.
No podía hacer nada para que todo volviese a la normalidad; otro poder, casi tan fuerte como el suyo, los manipulaba. Colérica, fue cambiando de una pantalla a otra, en busca de su rival. ¿Quién sería? No el crápula de Zeus; ni tampoco Ares; de ellos, se había encargado hacía tiempo. ¿Quién podía reunir tanto poder y usarlo contra ella? ¿Alguno de sus hermanos? No, lo dudaba. ¿Circe? Tenía poder para ello, pero no la veía inmiscuyéndose en su vida. ¿Atenea? Sí, resultaba factible que fuese la estirada de ojos grises.
Su vista se detuvo en la figura enlutada que, con paso tranquilo y una sonrisa complacida, cruzaba el portón de entrada, ajena a la lucha que se desgranaba en el patio, pese a que ésta había recrudecido a su paso. La desconocida miró algo que portaba en la mano, una manzana, tal vez, una muy especial, pues era dorada. ¡Aquella maldita sanguijuela! ¿Cómo podía haber acaparado tanto poder?
—Parece, querida, que alguien está jugando a tu juego —dijo una voz a su espalda.
Hera se giró con la ira reverberando en sus entrañas. Había estado tan preocupada por la rebelión que se había olvidado de su «amado» esposo; últimamente, no era la criatura servicial y agradecida de antaño.
—Aplastaré a esa sanguijuela como antes aplasté a otros más poderosos que ella.
— ¿Lo harás, querida? —replicó él mordaz—. Y después convertirás otra vez a Santonea en la ciudad ideal para tu mente enferma.
La madre de dioses contempló a su marido con la cólera escapándose de los ojos. ¿Cómo se atrevía él, que le debía la vida, a cuestionar su cordura?
—Eso es algo que tú no llegarás a ver. Lo que Hera da también lo puede arrebatar.
Antes de que el traidor pudiese reaccionar, lo rodeó una densa niebla, cuando ésta se evaporó, solo quedó la estatua de barro a la que ella diera la vida años antes. Hera la empujó con un dedo. La figura se tambaleó durante unos segundos y cayó al suelo, convirtiéndose en polvo.
Un estorbo menos. Ahora le tocaba el turno a la sabandija de las manzanas. Se encaminó al dormitorio de aquellos a quienes llamaba en la intimidad «Orgullos de Hera» y encendió la luz. Los niños la miraron con suspicacia.
—Nos atacan. Es hora de que saludéis a vuestra hermana Eris como se merece.
Sus Orgullos se pusieron en pie y, como seres divinos surgidos de su carne que eran, empezaron a liberarse de su carcasa humana para adoptar sus verdaderas formas, tan hermosas como las que tenían cuando se movían entre simples mortales.
Eris no tuvo tiempo de entrar en la casa antes de que las aberraciones la atacasen. Eran cinco y bien podían haber formado parte del Jardín de las Delicias, como integrantes del infierno. Sus dulces hermanitos… Eran vivo reflejo del verdadero amante de Hera: los celos. Husmeaban como si fueran sabuesos, buscando el olor de la familia.
Los saludó con una sonrisa antes de empezar a correr, alejándose de la casa. Pronto, tres adorables infantes fueron tras ella; dos corriendo, otro volando. Los otros se alejaron en dirección a la parte trasera de la mansión.
Eris, miró hacía atrás, sin dejar de correr ni de desabrochar los botones de su gabán; el aguilucho había desparecido; de los otros dos, el que parecía cabra se había destacado de un oso que empezaba a resollar, y, ahora, amenazaba con cornearle las posaderas.
« ¡No caerá esa breva, hermanito!»
Con un movimiento ágil, Eris se desprendió del abrigo y lo arrojó sobre la cabra. Su torso desnudo quedó a merced del frescor nocturno; antes de viajar hasta allí había permitido a sus alas renacer por vez primera en meses, tal vez en más de un año. El negro plumaje se expandió, libre de la mordaza de la ropa y la elevó en el aire, mientras su hermanito hacía esfuerzos vanos por librarse del abrigo. Antes de que pudiese hacerlo, el oso llegó a su altura y demostró ser digno miembro de su familia atacándolo de un mordisco. Con un poco de suerte, habría acertado en la yugular.
Eris no tuvo tiempo para celebrar su triunfo. Unas fuertes garras se hundieron en la parte carnosa de su espalda, al tiempo que un pico intentaba atravesar su garganta. ¡Se había olvidado del pajarraco!
Conteniendo un gruñido de dolor, atrapó pico con una mano, mientras con la otra intentaba evitar que las manecitas de la criatura, rematadas en garras afiladas, le arrancasen los ojos. Todo mientras ambos daban cabriolas en el aire. Eris intentó retorcer el pico de su atacante, pero el maldito crío contraatacó; lanzó una garra contra la parte derecha de su rostro y, esta vez, la Discordia no pudo evitar que las uñas se hundiesen en la carne a escasos centímetros del ojo. Mientras el icor arroyaba por su rostro, lanzó un codazo a ciegas contra el vientre de su rival. Su hermanito graznó, indignado, y se dobló sobre sí mismo, sin percatarse de que, con ese movimiento, sus piernas dejaban de atrapar la cintura de su oponente.
Eris no despreció semejante regalo. De un fuerte aleteo, se alejó del niño águila y desenvainó la espada. Era un arma de empuñadura sencilla y hoja ancha color mate, parecido a la de los antiguos hoplitas. No parecía en absoluto formidable y sin embargo lo era. El más grande forjador de armas del Universo la había creado milenios antes y aún conservaba su filo intacto.
El águila volvió a atacar, pero solo logró probar el fruto del talento del hermano a quien Hera siempre despreciara.
Artemisa contempló al animal que se dirigía hacia ella. Compartía el rostro vagamente bovino y el cuerpo fuerte, de piernas largas de su compañero de sepultura, pero parecía más joven que éste. No era extraño, seguramente los más viejos se habían sacrificado para que el resto de la manada tuviese una oportunidad de huida. El animal la saludó como si fuese su señora, y se ofreció para ayudarla en su lucha.
—Es una lucha de futuro incierto. Lo más probable es que acabemos muertos. Que tú acabes muerto.
Pero él lo sabía, como también intuía que la forastera podía salvar a su pueblo. Por eso se había ofrecido voluntario para servirla y sacrificarse, si era necesario.
Sintiéndose honrada, se encaramó a lomos del tagul. El animal podía tener una apariencia rotunda, pesada incluso, pero corría con una velocidad digna de los grandes felinos de la Tierra. Pronto salvaron la distancia que los separaba de la parte trasera de la mansión de los Santini. Ahora solo tenía preocuparse por cómo cruzar la valla.
—Agárrese, mi señora —le susurró, telepáticamente, su montura.
Sin soltar el arco, se agarró al cuello de la bestia que, tras intensificar su galopada, se impulsó sobre sus piernas para dar un salto. Diosa y montura volaron por encima de los manifestantes; el los rostros de muchos de ellos se dibujó una mueca de perplejidad al reconocer a su última portavoz.
El tagul tomó tierra con sorprendente suavidad. La parte trasera de la mansión parecía tranquila, aunque se oían gritos en la distancia y, por el suelo, se amontonaban los cadáveres. También había algo más: un hedor que no era de ese mundo, ni de nada que Artemisa conociese. En silencio, descabalgó y montó una flecha en su arco, se mimetizó con la noche, para esperar a otro cazador; uno que no se sabía presa. O más bien a dos. Dos pequeños horrores olisquearon el aire y los descubrieron con divina facilidad. Uno, semejante una serpiente, pronto se encaminó en su dirección; el otro titubeó antes de encararse con su montura.
La serpiente la miró, alzándose sobre la cola, mostrándole su torso de niña y un rostro de pitón enmarcado por una melena dorada. Si buscaba conmoverla no lo iba a conseguir. Artemisa tensó el arco y apuntó un poco por encima del lugar donde latía el corazón de la niña reptil, que no tardó en atacar dando un salto como solo las serpientes sabían darlo. Solo entonces, Artemisa disparó. La saeta plateada silbó para clavarse allí donde ahora dejaba de latir el corazón de su enemigo. Montó una nueva flecha y comprobó cómo le iba a su amigo el tagul; no había oído ruido alguno de refriega. Tal vez porque tal lucha no había existido. Su valiente montura era ahora un montón de carne corrompida; a su lado, una pequeña aberración supurante disfrutaba devorando un gran trozo de carne. Su hermanito la miró con ojos golosos.
La cazadora no se conmovió, ni aún menos se amedrentó, disparó su arco con la misma precisión que lo hiciera cuando cazaba en los confines de sus bosques.
—Hola, mamá —saludó Eris—. Me he cansado de jugar con mis hermanitos.
El tono burlón de la última frase iba a juego con su pose, destinada no solo a provocar a Hera sino a ocultar su verdadero estado. Se había sentado en el único sillón de la estancia, con las alas extendidas y la espada perpendicular al cuerpo, con la punta rozando el suelo. Solo faltaba la manzana para que el cuadro resultase perfecto. Pero esa se la reservaba.
—Es imposible…—se atragantó Hera, mientras por su rostro corrían lágrimas de genuino dolor materno.
Eris alzó la espada.
—Ni siquiera tus pequeñas aberraciones son inmunes a los talentos de mi hermano Hefesto. —Sonrió malévola—. Dime, madre, ¿qué se siente al saber que lo mejor que han engendrado tus podridas entrañas en solitario es el cojitranco al que expulsaste del Olimpo de una patada en el culo?
—Qué sabrás tú de podredumbre, sucia sanguijuela traicionera.
—Madre, no me alabes tanto que me sonrojo —replicó, poniéndose en pie—. Ya sabes que siempre he sido la tímida de la familia.
Su mirada recorrió la sala de trofeos de caza, deteniéndose en los pertenecientes a sus familiares. Hera no dijo nada. Se acercó a la pared y cogió el cetro de su esposo y marido, como si lo estuviese acunando. Durante un segundo, Eris creyó que su madre aún conservaba un ápice de amor en su interior podrido, una pizca de cariño hacia Zeus.
Se dio cuenta de que se equivocaba cuando Hera alzó el cetro sobre su cabeza.
Saltó hacía un lado, pero no con la velocidad suficiente como para que el rayo surgido del bastón de poder no impactase contra su costado, proyectándola contra la pared con un doloroso crujido de plumas rotas. Al menos, su mano no perdió la presa de la espada. No le serviría para matar a Hera, pero su amenaza valdría para distraerla. Confiaba que durante el tiempo suficiente.
—Nunca aprendes ¿verdad?—. Se incorporó, usando la espada a modo de muleta—. Ni de tus errores ni de los demás. Hasta Afrodita aprendió de lo de Pandora, pero tú no. Y luego dejaste que tus propios celos y tu odio te fecundasen, para alumbrar una prole de fenómenos de circo.
Por toda respuesta, su madre le disparó un nuevo rayo que esta vez no pudo esquivar. Cayó contra el suelo, tan cubierta de icor que parecía una ramera en plena huelga a la japonesa. Tozuda, volvió a alzarse, ante la mirada impasible de Hera que, enfrascada en su parsimoniosa ejecución, no se había percatado de un silencioso movimiento a su espalda.
Sonriendo, Eris evocó una manzana; no era dorada, sino roja. Sin mudar la expresión, la tendió en dirección a su madre.
—No caeré en el truco de las manzanas dos veces —escupió su madre.
—Sigues sin aprender. La manzana siempre es para la más bella —susurró antes de lanzar la fruta entre las piernas de Hera. El proyectil aterrizó en un punto alejado de la madre de los dioses.
Hera se giró, siguiendo la trayectoria del fruto. Y se encontró con una flecha clavada en la muñeca del brazo que sostenía el cetro de Zeus. Con un alarido de indignación, dejó caer el bastón de poder. Trató de formar una mueca retadora con la que atemorizar a la hija de Leto, pero, en ese momento, Artemisa era inconmovible. Era la Cazadora, y formaba un todo con su arco y sus flechas. Cargó otra saeta y disparó, esta vez contra una de las piernas de Hera; una tercera, a la otra, para postrarla. Y aún no eran bastantes disparos.
—Esta es por Calisto —susurró Artemisa, antes de soltar una flecha contra el vientre de su madrastra.
Hera rugió de dolor, incapaz de defenderse.
—Esta por mi padre.
La saeta silbó en el aire, y se clavó en el centro justo de la garganta de Hera. La madre de dioses boqueó, intentando tapar la herida con la mano ilesa.
Su agonía fue breve, más de lo que se merecía. Artemisa puso fin a su existencia en aquel plano de realidad con un dardo disparado contra su corazón. Eris confiaba en que su padre tuviese un bonito par de yunques preparado para recibir a su esposa con la ceremonia que se merecía.
—Y esa era por Apolo.
Ignorando a Eris, Artemisa se encaminó hacia la pared donde descansaban las armas de su hermano, pero, aun antes de tocarlas, estas se disolvieron como el éter. Y, con ellas, también lo hicieron el resto de objetos divinos custodiados en el cuarto.
— ¿Qué?
—Derrotada Hera, se habrán reunido con sus verdaderos propietarios —aventuró Eris.
Y puede que así ellos pudiesen regresar y recuperar el poder que Hera les había usurpado. Ninguna de las dos diosas dijo nada. Pero Eris estaba segura de que Artemisa albergaba esperanzas similares a las suyas. No tuvieron ocasión de hablar sobre ello. La desaparición de los trofeos no era el único efecto colateral de la muerte de Hera. En la casa, comenzaron a oírse ruidos: exclamaciones de terror y sorpresa y pasos subiendo por las escaleras. Aun libres de programación, los ciudadanos de Santonea y sus agentes de la ley no iban a sentirse contentos con el extermino de los Santini.
Pero aún quedaba un pequeño detalle para que Eris pudiese rematar su pequeña obra maestra. La Discordia pinchó con la espada la manzana que evocara minutos antes, aún sólida y brillante, y se la ofreció a su hermana. Artemisa solo vaciló unos segundos antes de aceptarla.
—Eris, si un día te pregunto si tuviste algo que ver con el hecho de que Hera mandase a la guardia a arrestarme, contéstame con una evasiva de las tuyas.
El avatar de la discordia se limitó a sonreír. Algunos dioses sí aprendían.
—Creo que empezamos a estar de más aquí —sugirió, devolviendo la espada a la vaina —. Si no te molestan las turbulencias, será mejor que evitemos tierra firme.
Pronto se encontró aleteando con Artemisa entre sus brazos, mientras la multitud despertaba de lo que para unos era un sueño y, para otros, una pesadilla.
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