El penúltimo ejercicio ebanístico-literario que me ha sido publicado ha salido también online y creo conveniente dejar constancia de ello en este foro. Fui invitado por un amigo para participar en el último número de la Revista de Historia Jerónimo Zurita y aquí no hizo falta coartada. En mitad del feliz frenesí de ver nacer a una hija, compuse este breve artículo titulado ‘La Recuperación y el Olvido’ donde, echando mano de material ya impreso, vuelvo a tratar el movimiento político-militar que siguió a la perdida de Acre en 1291 a manos del Sultán de El Cairo. La perspectiva esta vez tenía que aportar algo a la metodología histórica, algo que tuviera que ver con el uso de la memoria y ser adaptada de alguna manera al dossier que ocupa la mayor parte del numero 84 de la revista ‘Guerra Civil: las representaciones de la violencia’
El reto se las traía. Consistía en dar un nuevo giro a uno de los planteamientos más atrevidos de mi investigación doctoral. La aparición, en los tratados sobre cómo recuperar la Tierra Santa de principios del siglo XIV, de algunos de los rasgos más traumáticos del lenguaje de la Modernidad me ha servido para contextualizar la primera literatura de viajes europeos a Asia, para dar calado histórico a la conformación de una determinada identidad política proyectada sobre un espacio geofísico inmenso (y solo existente en la relatividad: Occidente), y para mostrar la contradicción inherente a una nueva forma de religiosidad oficial que se agarra con una mano al providencialismo mesiánico y con la otra al cálculo estadístico. Esta vez (siempre pienso que es la última) la tratadística de Recuperación tenía que dialogar en mi artículo con los usos sociales dados a la memoria, en línea con lo que Hobsbawm llamó ‘la invención de la tradición’.
Y fue ante todo para sorpresa mía ver como el nuevo desfile de figuritas negras encontraban en dichos tratados de Recuperación “la estrecha relación de dependencia entre toda demostración visible de procura del bien común y una noción sacralizada del poder que entre sus principales atributos cuenta con la continuidad ininterrumpida de sus manifestaciones” (p. 234). La Toxina ha vuelto a manifestarse como lo que es (o dice Murakami que es): un agente extraño que tratado con cuidado, respeto y determinación nos da nuevas claves de acceso a nuestros propios pensamientos y, por ende, a una forma de inteligencia informe que en un determinado momento y no en otro planea sobre nuestras cabezas e interfiere con nuestros sueños, nuestras emociones y, si es posible, con nuestra expresión artística. Ese encuentro propiciado por la Toxina no es enteramente previsible, a veces no es del todo deseable y por lo general supera en un grado la agencia del soñador, del artista o del escriba (vaya paradoja lingüística que el autor no sea, a fin de cuentas, enteramente soberano).
No es extraño oír al historiador decir que a veces siente que no sabe a ciencia cierta si elige el sujeto de estudio o por el contrario es elegido por él (lo oí recientemente del gran Mark Mazower). De igual manera la última obra de Salman Rushdie, la maravillosa ‘The Enchantress of Florence’ aborda de lleno el poder que tiene el cuento de sobreponerse al cuentista, la potencia incontrolable de la narración de la que somos hijos no padres. Rusdhie que acostumbra a situar sus personajes y vivencias en las más estrambóticas coordenadas del pasado, da en esta ocasión un paso más allá y se adentra plenamente en el territorio de la novela histórica para ofrecernos una auténtica lección magistral. Para la Enchantress se ha documentado copiosamente y ha manejado numerosas fuentes primarias como nunca antes. Se ha atrevido a poseer y a ser poseído por la psique, los deseos, las intenciones, los actos de personajes históricos de la relevancia de Akbar, Machiavelli, Jahangir, Lorenzo de Medici, Andrea Doria o la icónica Jodha Bai/Aishwarya Ray. Ahi es nada.
El ejercicio como historiador de Rusdhie es plenamente legítimo. Estoy ampliamente familiarizado con los paisajes (Norte de Italia y Norte de India), los escenarios urbanos (Fatehpur Sikri y Florencia), el intervalo temporal (Modernidad Temprana) y los personajes de la novela; y lo que Rusdhie quiere decir de todo ello no quebranta demasiado lo constatatado documentalmente. De hecho, el surplus de imaginación nos permite aprehender la historia con tal vivacidad que el buen lector (a mí siempre me toca ser paciente con el barroquismo de Rushdie) se encuentra inmerso en el terreno de lo real con inusitada potencia, es ubicado tridimensionalmente en la vivencia y la función evocadora es conseguida convincentemente. Por tanto, los personajes soñados, los diálogos ficticios y las invenciones literarias son algo realmente anecdótico, sin duda mucho menos importante que la tangibilidad del conjunto. Aquí como en la suprema ‘Memorias de Adriano’ de Marguerite Yourcenar, el cuento somete a la historia, es más poderoso que la aproximación racional, estadística y académicamente consensuada de la recreación científica. Pero más importante aún, ambas, el cuento y la historia, someten a su vez al autor mismo al desplegar sus propias reglas de organización y anteponerse a los deseos del compositor. No se donde oí que los deseos del hombre no son lo que él quiere, ni siquiera lo que cree que desea, sino lo que necesita. Quizá por eso la distancia entre los ojos que se abren, se cierran y se desorbitan y la mano que empuja el lápiz o aporrea el teclado es inmensa.