Aquel tipo era un profesional del olvido. Y no es que ganara dinero con ello ni hubiera afinado su arte de olvidar con el tiempo. Pero sus olvidos eran metódicos, perfectos, de una sincronización mecánica y exacta. Olvidaba la lista de la compra, las citas, los cumpleaños. Nunca fue muy amado, porque todas sus parejas terminaban por desesperar de aquellos olvidos que los hacían esperar horas o días en aceras, puertas del metro o bares que aquel tipo no lograba nunca dejar en su cabeza. Algunas duraban lo bastante a su lado como para regalarle agendas. Pero también se le olvidaba usarlas, apiladas en la estantería del cuarto de estar, al lado de todos los primeros fascículos de las colecciones que se le había olvidado completar.
Aquel tipo fue convirtiéndose, sin acordarse por qué, en un gruñón que terminaba por recelar de todo y de todos, aunque nunca terminase de recordar la causa del recelo. Y un día, harto del olvido, decidió poner fin a su existencia. Así que escribió una nota a su madre, la única persona que se había salvado de su profesional falta de recuerdos. La nota decía, simplemente: Mamá, perdóname, te quiero. Se la guardó en el bolsillo, subió a lo alto del edificio más alto de su pueblo, y se lanzó al vacío.
Claro que se había olvidado que el edificio más alto del pueblo tan sólo tenía tres pisos, y que se encontraba a la orilla del río y pegado al cuartel de la Guardia Civil y a la Casa de Socorro. Así que salió del intento con un golpe en la cabeza, mojado de la cabeza a los pies y sin recordar absolutamente nada. Esto último era lo normal, claro, salvo que en esta ocasión era absoluto el olvido. No recordaba ni su nombre, ni su dirección. Por no recordar, no recordaba ni a su madre.
Y sin embargo, algo había cambiado. Nuestro olvidadizo tipo, cuando volvió a casa y su madre no recordaba donde había dejado las llaves, fue capaz de decirla con absoluta precisión en que bolsillo interior del abrigo había visto como las metía. De repente, era capaz de que las ventanas de su mente no dejaran escapar aquello que entraba por la puerta. Direcciones, teléfonos, la lista de la compra…
Y una tarde, unos días después del golpe, rebuscando en los bolsillos de la ropa que llevaba cuando se lanzó al río, encontró una nota doblada y medio destruida. Tan sólo se podía distinguir a duras penas un “te quiero”. Y salió a la calle pensando que no pararía hasta encontrar a quien había escrito aquella nota. Y ahora recordaría perfectamente la primera cita que tuvieran. Quizás aquella enfermera…
Comparte Cosechadel66: Facebook Google Bookmarks Twitter