Las tecnologías que tanto nos apasionan imponen sus condiciones, dictan sus normas y nos obligan a su antojo si queremos participar de su dictadura inalámbrica. Nos han hecho cambiar de costumbres y necesidades sin que rechistásemos un ápice. Así, cuando antes llamábamos a alguien por necesidad de comunicar algo en concreto, ahora nos han empujado a estar permanentemente “on line”, es decir, conectados, so pena de ser considerados asociales o raros. Un mensaje o una llamada han de ser atendidos de inmediato, de tal manera que, cuánto más instantánea sea la respuesta, mayor habilidad demuestras en el uso de las nuevas tecnologías. No se exige motivo para entablar alguna comunicación, sino que se está constantemente comunicado, la mayor parte del tiempo para rebotar enlaces, emoticonos, memes o cualquier otra banalidad que se le haya ocurrido a alguien, no a uno. Tanta es la exigencia de conectividad que ya hay más teléfonos móviles que habitantes en el país, de lo que se deduce que, por cada persona que todavía no disponga de un chisme telefónico portátil, una cantidad semejante acumulará al menos dos de estos aparatos. Y todos ellos conectados a Internet, no para hablar, sino para “bajar” sandeces que en nada ayudan a la existencia, pero devengan pingües beneficios a las operadoras, las cuales siempre andan ofreciéndonos más capacidad y mayor velocidad para acceder a música, fotos, películas, juegos y aplicaciones varias que en absoluto enriquecen comunicación alguna. Tanta exigencia de “estar en línea” me abruma. Por eso, cuando se me recrimina no estar “on line”, suelo responder que yo me comunico con quien quiero, cuando quiero y me parece necesario. Y que prefiero ser yo quien maneje la técnica a ser manejado por ella. Soy así de analógico. Vamos, un neandertal de las nuevas tecnologías. A mucha honra.