Operación Impulso (19)

Publicado el 25 noviembre 2012 por Tzimize @tzimize

Sofía 08:32 – 06:32 ZULU Afueras de Sofía.
A pesar de la sangre que goteaba sobre el plástico, a pesar de los gemidos y gritos que habían reverberado en la estancia ahora silenciosa, a pesar de las heridas y quemaduras, a pesar del hambre y la sed y el frío, a pesar de todo, no habían logrado que hablase. Blagoy se debatía entre la irritación y la fascinación. Había cometido todo tipo de abusos sobre su cuerpo y su mente, pero ella se había mantenido invicta. Por supuesto, era cuestión de tiempo.
Llegados a aquel punto, la combinación de opiáceos y otras drogas con los métodos de tortura convencionales eran la mejor salida a su problema. Como además gozaba de una cantidad casi ilimitada de estupefacientes, debido a sus negocios como tapadera, Blagoy no tuvo problema en crearla adicciones y negárselas, alternando la euforia irracional con una ansiedad insoportable.
Aunque minar su determinación no fue sencillo, finalmente Lina Galvech cedió, traspasado el límite de la cordura. Confesó en los brazos de Blagoy, temblando como un polluelo, que había un lugar de reunión en los muelles de descarga de un polígono abandonado. Allí, el matrimonio Galvech tenía escondida una moto de agua que les habría de llevar río arriba por el Vladaya. Más tarde, en la presa, podrían tomar un autobús que les conduciría al aeropuerto comercial más cercano y pequeño, donde tenían un acuerdo con uno de los pilotos de rutas turísticas.
Era extraño sentir las caricias de Blagoy en su piel cuando había soportado de sus manos tantos golpes, pero Lina Galvech se había quedado sin fuerzas para luchar contra aquello, así que se refugió en su regazo suplicando una dosis. Y Blagoy se la suministró, dándole un beso en el pelo, un gesto que hubiese resultado tierno si no estuviese más motivado por el dominio que por ningún tipo de vínculo afectivo.
Blagoy salió de la estancia y se dirigió al salón principal, donde Filipa le esperaba con las piernas cruzadas y una copa en la mano.
- Preparaos, ya ha hablado –dijo él-. Os la llevareis, que vaya por delante, quizás nos sirva de escudo humano si su marido viene con los cabrones de la IAB.
- ¿Tú crees? – preguntó ella, levantando una ceja.
- No, la verdad es que no, pero tal vez ayude a Galvech a correr a nuestros brazos –cogió la botella y bebió directamente de ella-. Te dije que hundiría a esa zorra.
- Sí, pero apostaste que sería antes – matizó ella.
- Yo nunca apuesto –gruñó Blagoy.
Ella le miró significativamente. Sabía de sus andanzas por algunos casinos, pero por razones desconocidas a Blagoy le avergonzaba esa faceta suya. Así que Filipa no dijo nada, se conformó con una falsa sonrisilla indulgente y se recostó en el asiento para seguir bebiendo. Blagoy vio su gesto y una chispa enfurecida cruzó sus ojos. Agarró a la mujer de la mandíbula y de un manotazo hizo caer la copa de su mano. El cristal no se rompió contra la alfombra, que absorvio el líquido cristalino.
- ¿Qué crees que estás haciendo? –preguntó, rabioso-. En primer lugar, todo es culpa de tu fracaso, bastaría con que diera un informe negativo y tu desaparición no sería tomada en cuenta. ¿Piensas que no soy capaz de hacerte pedacitos y echarte a una cuneta?
- Me hace daño, señor –dijo ella, con frialdad.
- Cuida tus pasos, niña, yo ya estaba en la agencia cuando tú aún jugabas a la comba en la escuela.
Ella guardó silencio, resistió su mirada unos segundos y finalmente bajó la vista.
- Lo siento – susurró respetuosamente.
Blagoy la soltó con brusquedad.
- Ahora ve y consígueme ese puto aparato de una vez, coño.
Blagoy tenía sus propios planes para “Impulso”, estaba segura de ello. La agencia le había perdido hacía mucho tiempo, aunque él les hiciera pensar que aún contaban con su lealtad. Sabiendo esto, Filipa se preguntaba por qué aún continuaba bajo sus órdenes. Pero así era. A pesar de… todo. ¿O precisamente por ello?
La mujer miró por la ventanilla del coche, ignorando deliberadamente a Lina, sentada en la zona de carga del discreto monovolumen. Oía sus dientes, frotándose nerviosamente y produciendo sonidos chirriantes y chasqueos enervantes. La sacaba de quicio, pero sabía mantener las formas y soportarlo impávida.
- Señora – dijo el conductor, llamando su atención.
Ella se inclinó para mirar a través del cristal delantero. Un todoterreno con las insignias del Parque Nacional Vitosha estaba aparcado junto a la entrada.
- Aparca y deja el motor encendido. Espera a los otros – indicó la mujer.
Salió del coche y sacó a una temblorosa Lina Galvech que había recibido una frugal atención médica y apenas se mantenía en pie. Tanteó la pistola en su espalda y luego se dirigió, con su prisionera agarrada del brazo, hacia la puerta secundaria junto a la que se encontraba el misterioso vehículo.
De aquella puerta salió Piotr en aquellos momentos y se encendió un cigarrillo. Al volverse y ver a la mujer ambos se quedaron por un momento quietos, como dos depredadores que se encuentran sorpresivamente uno frente a otro. Piotr retrocedió, despacio, hasta la puerta entreabierta y dijo algo que la mujer no pudo escuchar.
Acto seguido surgió del achaparrado edificio medio en ruinas un hombre que ella identificó como el agente Dimov, ese que se había encargado de mandar a unos cuantos de sus subordinados bajo tierra. No se podría decir con claridad cuál de los tres predadores allí presentes era más peligroso.
Dimov fue el primero en hacer algo, lo que le confirió inmediatamente un punto de autoridad en aquel encuentro. Se adelantó hasta quedar a unos doce pasos de la mujer y su rehén.
-Supongo que no has venido a negociar –dijo.
Filipa sonrió, negando con la cabeza.
-Tiene suerte, agente, tampoco he venido a eliminarle. Sólo quiero al señor Galvech, nada más. Nos hemos informado sobre usted, Dimov. Su agencia ha puesto precio a su cabeza ¿lo sabía? Incluso ha divulgado esa información entre sindicatos criminales para facilitarse la tarea.
- Es lo que suelen hacer –dijo Plamen, sin dejar traslucir en su voz ni una pizca de su ansiedad, rabia, sorpresa ni indignación.
- Para usted es una carga… Simplemente entréguenoslo y salga del país. Seguro que conoce medios para eludir a sus antiguos colegas. Es su mejor opción.
Filipa giró brevemente la vista hacia la izquierda, mirando sobre el hombro de Dimov, sólo para comprobar que su acompañante había desaparecido de la vista. Por un instante se inquietó, sintiendo un escalofrío sacudirle la columna vertebral, pero entonces se escuchó el sonido de un helicóptero acercándose. Sus refuerzos. Sonrió.
Galvech salió como de la nada, abalanzándose sin orden ni concierto sobre las dos mujeres, que cayeron junto al agresor al suelo, en un revoltijo de brazos y piernas. Dimov maldijo para sí, no podía disparar con las dos medias contraseñas de por medio. El conductor del automóvil tenía el mismo problema, aunque no dispusiera de esa información no podía disparar con su jefa en medio. Ambos se dirigieron hacia allá. El conductor sólo logró abandonar el automóvil para recibir un tiro en la sien por parte de Piotr.
Plamen llegó hasta la brega cuando Filipa, con dificultad, ya había sacado el arma y se disponía a disparar a Galvech en una rodilla. Del mismo impulso de la carrera saltó y golpeó con su bota la cabeza de la mujer. El arma se disparó, pero desviada, sin herir a nadie. Ella quedó aturdida en el suelo. Dimov apartó su arma de una patada y levantó a Galvech y a su esposa. El helicóptero estaba ya a poca distancia. Corrieron en dirección al todoterreno que Piotr ya había puesto en marcha.
Filipa no se quedó mirando el espectáculo inmovil. Apenas podía pensar, y moverse le producía un mareo incontrolable, pero le dio tiempo a sacar su segundo arma. Apuntar resultaba casi imposible, pero lo hizo, apretó el gatillo y pudo ver con satisfacción cómo Lina Galvech caía antes de que Piotr pudiese interponer el vehículo en la línea de tiro. Luego Filipa rodó por el suelo, buscando un lugar desde el que continuar con el tiroteo con seguridad.
Al otro lado del coche, Plamen Dimov miró a la mujer verdaderamente consternado. Ya nunca se haría con la contraseña. La bala la había atravesado el pecho.
Galvech, desesperado por una razón muy distinta, se arrodilló junto a su esposa, renegando de Dios. Ella aún tuvo fuerzas para hablarle así:
- No se la dije… -tosió, se tensó en un estertor y añadió: - Salomé.
Era una de sus operas favoritas. Era su mitad de la contraseña.