Operación Impulso (3)

Publicado el 21 julio 2012 por Tzimize @tzimize

Sofía 13:00 – 10:45 ZULU
Calle Soitjer, Lozenets
Plamen Dimov no era el mejor tirador de su unidad, pero tampoco podía decirse que fuera de los peores. No obstante, su posición no era la mejor y el dolor no le ayudaba a concentrarse. Aunque apuntaba a la cabeza, la bala sólo le rozó el cráneo, lo suficiente como para dejarle inconsciente, pero no lo bastante como para haberle matado.
Aún tuvo tiempo de maldecir antes de que el acelerón le pusiera sobre aviso. Giró en el suelo para evitar las ruedas, colocó el cuerpo bocabajo y volvió la cara, pegándose al asfalto. Aquellas furgonetas eran de asalto y estaban diseñadas como todoterrenos, sus bajos estaban lo suficientemente altos como para que cupiese debajo sin que le rozase. Aún así, el calor del motor le quemó la cara.
Las ruedas levantaron un humo blanco cuando frenaron en seco, pero iban demasiado deprisa y Dimov ya se había esfumado para cuando pudieron para y mirar atrás.
- ¿Dónde coño está? – preguntó uno de los tiradores en un ruso de extraño acento.
- Da igual, coge al inventor de los cojones, a ver si sigue vivo. Tenemos que irnos – le ordenó el conductor.
El tirador bajó de un salto de la furgoneta y miró girando en círculo, apuntando con su arma mientras se movía. Olía a goma quemada. Paseó su cigarro por los labios mientras escudriñaba alrededor, pero no vio rastro del entrometido.
- ¡Vamos, ostia! – le apuró su jefe.
Cargando el arma a la espalda, el tirador fue hasta Todor Galvech. Su primera reacción para comprobar su estado fue darle una patada, que le hizo cambiar de posición, sin muestras de estar vivo. El asaltante se agachó a su lado, mascó un poco la boquilla del cigarro y luego la escupió.
- A ver, marica – le tomó el pulso.
El motor de la furgoneta, que no se había apagado, fue acompañado por uno parejo cuando el segundo de los vehículos se acercó con tranquilidad hasta el lugar. Nadie más bajó de ninguna de las dos furgonetas.
- Vive – anunció el tirador, dándole unas palmaditas en la cara al hombre inconsciente.
Fue lo último que hizo en su vida.
Se desplomó de inmediato, sin que se hubiese oído nada. El silenciador de Dimov era excelente. Aún así, los demás tiradores bajaron las ventanillas y sacaron los fusiles, que descargaron sin medida contra los coches de los alrededores, buscando acertar a ciegas. Los cristales del vehículo que ocultaba al agente y los de las ventanas del piso de al lado le cayeron encima. Su chaleco recibió tres impactos más, pero no resultó herido.
El helicóptero no tardó en hacer aparición, lo que pareció poner nerviosos a los asaltantes. Adelantaron el coche y se acercaron al cuerpo de Galvech, que seguía tendido e inerte. Así protegidos lograron meterlo al interior y apretar el acelerador. No obstante, Dimov no podía dejar que se marchasen con el objetivo, por lo que rebuscó en su bolsillo hasta dar con un útil aparatito que lanzo contra una de las luces del coche. El faro trasero derecho se rompió, como si le hubiesen tirado una piedra, sólo que la batería recibió una sobrecarga que la fundió. Los helicópteros se ocuparon del resto.
El despliegue no dio opción a los asaltantes a ningún tipo de defensa, pero parecían dispuestos a cualquier cosa con tal de no ser atrapados con vida. Dos de ellos se dispararon bajo la barbilla y cinco cayeron a manos de los compañeros de Dimov. Sólo tres, heridos o inconscientes, pudieron ser capturados para un posterior interrogatorio que, el agente lo sabía, no tendría nada de agradable.
Se quitó el chaleco, de menor grosor que una chaqueta de pana y relleno de algo viscoso. Lo revisó. No había llegado a agujerearse. Luego se miró los moratones en el lugar en el que habían impactado las balas que habían atravesado el coche. Se imaginó cómo tendría el de la espalda.
Uno de sus compañeros de “terminación” se acercó y le llevó con los de “recogida y limpieza”, que insistieron en hacerle unas radiografías con el equipo móvil. Dimov cedió con tal de no ir contra el protocolo, aunque sabía que no tenía nada grave. Preguntó por el estado de Todor Galvech.
- Ha sobrevivido, pero le costará un poco volver a levantarse, esperemos que no le hayas dañado el cerebro.
Dimov puso un gesto de indiferencia. Tras comprobarle por cuarta vez la dilatación de las pupilas, su compañero habló en voz baja.
- Ahora tengo que dejarte con los vigilantes. ¿Sabías que estaban detrás de ti?
- Algo me comentaron – respondió Dimov, recordando la seña que su superior le había hecho en el despacho -. ¿Están muy cabreados?
Su interlocutor infló los carrillos en respuesta. A Dimov le hizo gracia el gesto infantil en un hombre que le llevaba al menos diez años. Recibió unas palmaditas en la espalda antes de que su compañero saliese por la puerta. Dos hombres entraron entonces. Eran jóvenes y seguros de sí mismos, y no tenían el aspecto que cabía esperar, no llevaban traje y corbata, y lucían una sonrisa cálida en la cara. Los vigilantes nunca tenían el aspecto que cabía esperar, era parte del trabajo.
- ¿Agente Dimov? – preguntó uno de ellos, como si no supieran perfectamente con quién estaban hablando, como si no llevasen media docena de fotografías y un resumen de su expediente en la carpeta que cargaban.
- Sí – respondió Dimov.
No les preguntó cómo se llamaban ellos, no había caso. Los vigilantes no decían nunca sus nombres. Le estrecharon la mano, cuestión que el agente aceptó con estoicismo.
Durante cuarenta minutos le sometieron a un interrogatorio ligero. Esto significaba ser sometido a una incansable batería de preguntas que trataban de hacer confundir lo que decía. Dimov había descubierto hacía tiempo que tomarse todo aquello con calma y naturalidad, como cualquier desgracia que se te cruce en la vida, era la mejor forma de encararlo.
Cuando terminaron todas las preguntas (o cuando se cansaron de intentar enredarle con sus propias palabras), se despidieron amablemente, deseándole que se recuperase cuanto antes de sus magulladuras. Dimov fue igualmente amable, aunque hubiera preferido romperse una costilla a tener que volver a verles. Y volvería a verles.
Una vez le hubieron dejado descansar, ya en el cuartel general, Dimov se dirigió a las celdas, dispuesto a hablar con Galvech antes de que uno de sus compañeros, quizás menos amable, tuviese intención de hacerse cargo. Sin embargo, el director general le interceptó en el pasillo que conducía al ala Este.
- ¡Dimov! – le llamó.
El agente se volvió hacia él y le saludó respetuosamente.
- ¿Ocurre algo, señor?
- Me han dicho que los vigilantes te han enganchado cuando te estaban curando. ¿Estás bien?
- Estoy bien, señor – se encogió de hombros –. Y me han interrogado después de que me atendiesen, no se preocupe.
- Espero que no te cogieran demasiado confuso por la explosión y todo ese circo que se ha montado.
- Yo no suelo estar confuso, señor, y llevo más de cinco años en campo, no es la primera vez que me pasa algo semejante, ni será la última. No se inquiete – respondió un tanto molesto. A veces le daba la impresión de que su jefe le trataba como si fuera un novato.
- No lo decía para ofenderte, maldita sea, mira que eres susceptible – miró un poco alrededor, con un gesto inquietante, como si no estuviese seguro de si debía decir algo -. Ha sido mucho ruido, se ha organizado una buena. ¿De quién fue la idea de la bomba?
- Preguntadles a los que capturasteis, los de la furgoneta. Creo que ellos fueron los que lanzaron la bomba, señor.
- ¿Puedes ponerlo sobre seguro?
- No, señor – admitió Dimov -. Pero dudo que fueran los otros.
- ¿Qué otros?
- Cuando redacte el informe quedará más claro. Me gustaría ver a Galvech, si es posible, señor – pidió.
- Ve si quieres, ya está consciente. Pero no le alteres demasiado, ya sabes cómo son estas cosas, no quiero tener que sedarle.
Dimov asintió y se dirigió a la zona de enfermería. El pasillo era largo y estrecho, poco más amplio que el ancho de las puertas que se encontraban a uno y otro lado, alternándose. Las claraboyas del techo permitían la entrada de luz solar, lo que era de agradecer porque en el resto del edificio las luces halógenas, irregulares, destrozaban la vista.
Dimov consultó en el ordenador del pasillo cuál era la habitación que albergaba a Todor Galvech. Avanzó hasta la puerta marcada con el número treinta y siete y la abrió. El convaleciente estaba amarrado con correas a la cama, aunque no parecía tener demasiadas fuerzas, o al menos no las suficientes como para intentar escapar.
El hombre volvió la vista hacia la entrada y palideció aún más. De pronto empezó a tironear de sus ataduras, haciendo tintinear las partes metálicas de la cama, y comenzó a gritar desesperado.
- ¡Viene a rematarme! ¡Ayuda!