Revista Coaching

Optimismo como antídoto a la incertidumbre en tiempos de la pandemia

Por Maria Mikhailova @mashamikhailova
Optimismo como antídoto a la incertidumbre en tiempos de la pandemia

El otro día, mientras estaba dando pecho a una de mis hijas (sí, todavía las duermo al pecho y a veces me paso así hasta una hora con cada una de ellas), recordaba una anécdota de mi pasado.

Tendría yo unos 20 y pocos años y conocí a un chico llamado Gustavo. Estábamos en nuestra primera (y creo que última) cita en plena Plaza de España (¡Lo que daría yo por dar un paseo por ahí ahora mismo! Aunque no me voy a engañar, mi vida antes de la pandemia no era muy diferente a la de ahora. Sin tiempo para nada, sin apenas salir, trabajando desde casa y sintiendo envidia sana por todos los que viajan o disfrutan de la vida en la ciudad o el campo, pero esto daría para otro post).

Estábamos sentados en uno de los bancos de la plaza. Recuerdo que le hablaba de mí, le decía que no sabía qué quería de la vida, que era una persona muy insegura, que no tenía las cosas claras y que hasta envidiaba a personas que tenían todo bajo control en su vida: pareja, trabajo, ocio, finanzas.

Y entonces aquel chico, unos cuantos años mayor que yo, me dijo: "María, ¿ves este edificio a tu derecha?". Me estaba señalando un edificio alto y robusto a mi derecha, en plena calle Princesa. "¿Crees que si ahora hubiera un terremoto ese edificio seguiría de pie?".

Le respondí dubitativa: "Supongo que no, se derrumbaría".

"Exacto", me replicó. "Porque es un edificio muy rígido y poco flexible. ¿Y sabes cómo se construyen los edificios en Japón? Son poco rígidos en apariencia, pero resisten muy bien los terremotos. Te cuento esto, porque aunque creas que lo tuyo es un defecto, presiento que eres capaz de vivir con esa incertidumbre y si algo inesperado sucede en tu vida, como tampoco tienes todo bajo control, pues te adaptas sin problemas. ¿Me equivoco?".

Recuerdo que le di la razón. Y se la sigo dando ahora.

Cuando nos gusta tener el control

Sin ir más lejos, una chica que sigo en Instagram contaba en su stories hace un par de semanas que se empezaba a preocupar mucho por lo de la pandemia. Que hasta aquel momento había conseguido mantener la calma, pero con toda la información horrible que nos está llegando empieza a inquietarse y mucho. "Porque a mí me gusta tenerlo todo bajo control...", pronunció.

"Ahí está el problema", pensé al instante.

Cuando nos gusta tenerlo todo bajo control... Cuando parece que todo en nuestra vida está claro: dónde trabajo y qué cobro cada mes, a qué lugar iré en Semana Santa, en las vacaciones del verano y hasta el próximo año... Cuando sé exactamente qué cocinaré durante esta semana y hasta la próxima ... si de repente algo inesperado ocurre, se me viene el mundo abajo, pues he perdido el control. Ya no puedo seguir con la vida de antes.

Ojo, no quiero decir con esto que tener rutinas y tener las cosas claras sea malo. Como decía el otro día en un vídeo mi compañera Hana Kanjaa, las rutinas y hábitos son necesarios para darnos una sensación de seguridad...

Pero la vida es incierta por naturaleza.

Lo mismo que está pasando con el coronavirus en estos momentos, podría sucedernos cualquier cosa no tan agradable: un despido, una enfermedad, una ruptura, incluso la pérdida de un ser querido.

La vida es esto, nos guste o no.

Aceptando la incertidumbre de la vida a través de la confianza

Mi propuesta para ti si eres de las personas que te encanta tener control en tu vida es que vayas reconciliándote con la incertidumbre.

Y la mejor manera que se me ocurre para hacerlo es trabajando con una emoción hermosa, potente y necesaria: confianza.

Hace tiempo que hice una ponencia en vivo hablando de las grandes diferencias que veo en esas dos energías: seguridad vs. confianza. Para mí no son para nada iguales, sino contrarias.

Si buscas seguridad, te mueves por el miedo. Miedo a perder algo... Por eso contrato seguro de viajes. Miedo a que me muera y no tener dinero para mi familia: seguro de vida. Miedo a un accidente de coche: seguro de coche.

Pero como hemos visto más arriba, nada ni nadie te puede garantizar seguridad en tu vida. ¿Quién te asegura que cuando te cases, tu relación será para toda la vida? ¿Quién te asegura que no te vas a enfermar mañana mismo? ¿Quién nos puede garantizar que no perderemos algún día ese trabajo "seguro" para toda la vida? Nadie, ¿verdad?

Ahora bien. El hecho de que nadie nos lo garantice no significa que no podamos casarnos y confiar que pasaremos el resto de la vida con la persona que amamos, que seguiremos vivos hasta al menos 90 años de edad, que ese trabajo lo mantendremos hasta la jubilación, ¿cierto?

De hecho, la gran mayoría confiamos en que las cosas sigan su mejor curso. Si no, seríamos totalmente paranoicos y no seríamos capaces de tomar ninguna decisión por miedo a que ocurra lo peor de lo peor si damos el paso.

Mi propuesta es que esa confianza que ya tienes en ciertas áreas de tu vida (sean tus hijos, pareja, trabajo -aunque esto último es cada día más difícil, lo reconozco-, etc.) la lleves al momento de incertidumbre actual.

Confiar en que pese a que las cosas están mal, estarás bien. Y también los tuyos. Que aunque no tengamos un sistema perfecto, los que dirigen el país harán lo que esté en sus manos para paliar la terrible crisis que estamos viviendo. Que se salvarán más que los que mueran (y esto de hecho es una realidad). Que lograremos salvar al máximo número de personas posibles. Que quedándonos en casa, como ya haces, ayudarás a que el virus deje de propagarse. Que el mundo está lleno de personas de gran corazón

Optimismo realista contra el pánico y el control

Ya que no podemos controlar la epidemia, más que haciendo lo que nos corresponde, que es quedándonos en casa en cuarentena y siguiendo las indicaciones de los de arriba, pues controlemos lo que sí está en nuestro poder: cómo pensamos, en qué nos enfocamos, cómo nos hablamos por dentro, a qué le prestamos atención.

El otro día compartía en la Newsletter un dicho (que al parecer es inglés y yo pensaba que era chino):

Esta es en resumidas cuentas mi filosofía de vida: optimista, realista y basada en la aceptación de la vida tal como es.

Espero lo mejor: espero de corazón que esta pandemia llegue pronto a su fin y podamos salir todos de nuestras casas; espero que muera el mínimo de personas posible (aunque las cifras sean alarmantes y vayan creciendo).

Me preparo para lo peor: es posible que hasta julio nos hagan seguir confinados en nuestras casas. Es posible que aún estemos lejos de vencer la dichosa curva de los decesos y contagios.

Acepto lo que venga: me guste o no. Si puedo cambiar algo, lo haré. Si no puedo cambiar nada, ¿de qué me vale quejarme?

Optimismo no es sinónimo de ingenuidad

A veces creemos que ser optimistas es ser personas poco cautas, ingenuas, superficiales... Esos que dicen: "Yo no me contagiaré, seguiré saliendo a la calle a pesar de las prohibiciones" sin que les importe que incluso siendo asintomáticos puedan contagiar a los demás.

O que ser optimista es vivir en una burbuja dándole la espalda a la realidad, sólo aceptando o escuchando información positiva (poca, pero también la hay) y creyendo que si piensan en positivo, toda su vida será positiva.

Positividad u optimismo, me da igual el término, es mi filosofía de vida. Una filosofía basada en ver el lado bueno de las cosas sin despreciar la realidad.

La realidad es terrible: miles de muertos, personas que fallecen en hospitales solos o en residencias de ancianos sin que los hayan podido atender. Hospitales colapsados, enfermeros y médicos contagiados y que viven con presión y miedo por caer enfermos, contagiar a los suyos, no poder seguir trabajando. Falta de respiradores, mascarillas y protección básica. Cientos de miles de empleos perdidos, expedientes de regulación de empleo, una crisis brutal que se nos viene encima.

Y aún así, en medio de todo esto, uno puede ser optimista. Y ser optimista es tan simple como no sucumbir al miedo, como pensar que podremos con ello, que la vida nos sostiene, que a pesar de todo este horror estamos a salvo (al menos la gran mayoría de la población). Que podremos salir adelante. Que tenemos ingenio, tenemos recursos, capacidades. Que crearemos algo nuevo. Que aprenderemos algo importante al fin y al cabo. Que lo peor que nos puede pasar es la muerte, pero ya que estamos vivos, busquemos maneras de prosperar.

Esto es para mí un optimismo realista.

Optimismo realista, pasando a la acción

Y no solo se trata de pensarlo, sino de pasar a la acción. Quizás ahora mi negocio esté un poco en standby, pese a ser online, pero puedo ofrecer contenidos de valor de vez en cuando (el poco que me permite criar a dos niñas de 20 meses). Puedo enviar más emails con propuestas. Compartir contenidos valiosos de otros profesionales.

Puedes empezar a preparar ese curso online que tenías en mente o decidir abrir tu blog y empezar a sembrar ahora, ofreciendo mucho valor a tus seguidores. Y cuando todo esto pase, poder ofrecerles el curso o tus servicios.

Por otro lado, ser optimista es también crecer en lo personal: descubrir quién eres realmente, qué quieres de la vida, llevar un diario por ejemplo e ir apuntando todas las ideas que se te ocurren...

Si tienes tiempo, leer esos libros que tenías abandonados o terminar esos cursos en los que invertiste hace tiempo. O aprender un nuevo idioma o apuntarte a una formación online para la que nunca tenías tiempo.

Incluso si tienes poco tiempo como yo y tienes que teletrabajar mientras cuidas de tus hijos (si son pequeños, locura total, pero es lo que toca), puedes aprovechar esos momentos con ellos más que nunca pensando que quizás no tendrás más oportunidades en el futuro de pasar tanto tiempo con ellos.

Yo misma lo estaba pensando el otro día: ahora paso más tiempo que nunca con ellas. Sólo en los primeros 4 meses estuve al 100% con ellas día y noche. A los 4 meses contratamos a una niñera 4 horas al día para que pudiésemos trabajar a media jornada.

Luego empezaron la escuela infantil y pasaban ahí una media de 6 horas al día de lunes a viernes.

Ahora ya no tenemos niñera ni escuela infantil, ni siquiera podemos contar con la ayuda de los abuelos. Sólo estoy sin ellas en los pocos momentos que logro encerrarme en el despacho a trabajar. Una o dos horas al día máximo. Espero poder aumentar esta cifra en los próximos días para llegar al menos a 4. La cuarentena también tiene su período de adaptación.

El caso es que ahora mismo tengo más tiempo que nunca para pasar con mis hijas. Para verlas crecer, escuchar sus primeras palabras, maravillarme con sus acciones que hasta ahora me parecían impensables en ellas. Ver cómo nos imitan, cómo evolucionan cada día... También lo están pasando mal por no poder salir a respirar aire, ni siquiera al balcón que no tenemos. Pero esto también pasará, como todo en la vida.

El confinamiento que viví con solo 9 años

Yo misma, siendo niña, no tan pequeña, pero con 9 años, pasé por una situación muy dura junto con mi familia. También estuvimos confinados, pero no sólo por obligación, sino por miedo a ser asesinados. Nos escondíamos en casas de vecinos, amigos, conocidos y hasta enemigos, como resultó ser la última casa en la que pasamos unos 10 días que a mí me parecían una eternidad. Una casa sin luz natural, con una pequeña mini-ventana en el techo del salón. El lugar perfecto para que no nos encontraran.

El otro día le pregunté a mi madre cuántos días estuvimos en aquella casa y me dijo que unos 10. Yo lo recuerdo como una eternidad. Además, me puse muy mala en esa época, con fiebre alta y hasta tuve unos episodios de sonambulismo, probablemente debido al miedo atroz de no sobrevivir que estaba sintiendo.

Nosotros sobrevivimos a esto. Después de la casa con la ventana en el techo, el hombre que nos acogió en su casa (y también saqueó la nuestra inventando excusas absurdas, pero ¡qué podíamos hacer en aquella situación!) nos llevó a escondidas de noche a la estación de tren, único lugar del cual podíamos partir sin necesidad de mostrar nuestros pasaportes.

"Despedíos de la ciudad", nos dijo el hombre mientras atravesábamos la ciudad de mi infancia, ciudad a la que supe que no volvería jamás. Con lágrimas en los ojos me despedí de sus hermosos bulevares, su imponente conservatorio superior en el que habían estudiado mis padres y al que algunas veces me llevaron...

El tren, 2 días después, nos dejó en Moscú: una fría ciudad que pisaba por vez primera, en pleno invierno. Una ciudad en la que no teníamos a dónde ir. Acabamos durmiendo en el suelo en un centro de refugiados que era una habitación grande con familias de armenios como mi madre que también habían logrado escapar de Bakú como nosotros.

Todo esto no es más que un recuerdo ahora. A lo largo de mi vida he recordado muchas veces esta historia, ese miedo, la sensación de haberlo perdido todo y no saber qué será de tu vida mañana.

Y por otro lado, casi agradezco haber vivido algo así. Porque gracias a eso soy quien soy y puedo crecer y superarme.

Esta terrible pandemia que estamos viviendo ahora también pasará y lo recordaremos con amargor y dolor por la muerte de tantas personas. Pero también como el inicio de una nueva era, siempre que miremos con ojos de optimismo el futuro.

Esta es mi visión y me ayuda a seguir creciendo. Ojalá también te ayude a ti.

Si te apetece, cuéntame en los comentarios, ¿cómo estás viviendo este confinamiento? ¿Cómo ves la vida ahora? ¿Qué ha cambiado para ti? ¿Cómo estás consiguiendo llevar este encierro, tienes algún truco o idea que compartirnos? Nos encantaría escucharte y aprender de ti.


Volver a la Portada de Logo Paperblog