Lo he descubierto, oh capitán mi capitán, mi Señor. En esta forma de construcción que es mi vida - tal es el vivir, una composición de ilusionismo, de elaboración desesperada del sentido - hay dos etapas de especial trascendencia. Cada una de esas etapas corresponde a una primavera, un florecer del potencial encerrado desde la infancia, allí donde las primeras señales se abrían paso entre la abundancia de ilusión, afectos y juego, abundancia que se explica por la dilatación del tiempo. Cuando entras en la adolescencia el tiempo ya empieza a comprimirse y aparecen las primeras voluntades serias, proposiciones en base a una señal que yo reproduje con el mecanismo de la autoconciencia, todavía estéril y vaga, pero ya estableciendo marcas a desarrollar. No obstante, la adolescencia es el tiempo de la Nada, de incubación, un largo invierno en el que el espejo social no dice nada de ti, o directamente dice que no vales nada. Cada persona - por decirlo así- es una Forma peculiar, un lenguaje en sí misma. Costumbres, modos de razonar, debilidades y neuras. En dicha etapa, pues, no aparece un cuerpo social que sepa decir lo que eres, valorar con acierto, hacer una criba justa con tus formas. En la infancia ya empecé a leer la Biblia y a sentir la atraccción por la imitatio Christi. Mi familia, atea y consagrada a las formas tradicionales de las “sociedades de la diversión” del mundo occidental, aún respetando mis inclinaciones, me señalaba con un cierto juicio despectivo, educado y sutil, que contribuyó a mi vergüenza respecto a mis inclinaciones innatas. Y vuelvo a la adolescencia, lugar temprano donde quieren obligarte a cumplir con el correspondiente rito de paso, imprescindible para quien desee integrarse en esta forma de sociedad. Son las formas asociadas al alcohol y la fiesta, tal y como la entendió la generación de los años noventa del siglo pasado. No recibí otra forma de educación que no fuera la derivada del conjunto de patrones de pensamiento y conducta propios de lo que en aquella época dieron en llamar la Ruta del bacalao. Mi interés por la lectura, los libros y la filosofía era recibido con extrañeza o hilaridad. Y no podía hablar de ti, Señor, porque Dios era un concepto anclado en la época medieval. A pesar de todo, oh mi dulce Señor, quedaban fuerzas con las que establecer un plan de rebelión. Algo extraño sucedió en febrero de 1996, una especie de milagro, metamorfosis, que sólo yo pude percibir. Era, lo sé ahora, una de tus llamadas. Yo quería decirle a la gente que Dios es vida, que es un Dios vivo, de vivos y no de muertos, de permanencia y no de la fugacidad que caracteriza a cualquier diversión, pero carecía de un sistema operacional mediante el cual materializar en el exterior toda la Vida (tuya, mi Señor) que tú me estabas mostrando. Esto era, ahora lo sé, mi rito de paso. Pero, ¿cómo vivirlo en sociedad?. ¿Cómo hacer que el Reino sea una experiencia compartida y colectiva y no sólo un secreto de los locos del mundo, como dijo Pablo de Tarso, de tal modo que podamos materializar la promesa escatológica sobre el Reino de Dios hecho vivencia colectiva, o sea, política?. El arte puede ser el mejor soporte para tu voz en la voz múltiple de todos, en el SENTIDO que anhelamos construir. Pero estas cuestiones vendrán después. Sigo con mi historia. ¿Qué hice a partir del año 1997?. Pues, harto de seguir siendo una Nada para los demás, con lo cual tus maravillas no eran visibles para la sociedad, no podía glorificarte, ni tú a mí, me dejé seducir por la vitalidad y sacié mi hambre de espíritu acogiéndome a los vericuetos filosóficos del panteísmo y del vigor estético de la multiplicidad pagana. Tú sólo eres uno, pero te dispersas arropándote en cada fenómeno de la Naturaleza. Tu presencia es infinita, tus rostros son múltiples. En medio de esa corriente de vida, me olvidé de ti por un tiempo, y, cumplidos los veinte años, di comienzo a mi peregrinar de joven semiateo, vestido con cazadora negra, mirada asesina, actitud defensiva, porque tenía que defender mi postura contra el legado formador y cultural de la sociedad en la que nací. Practiqué una emotiva y fervorosa devoción a Dybelda, la diosa de la rebeldía. Y también a Diania, y a Zeus y al dios Abraxas. Y, con esto, lo peor de todo, caí en la degeneración del relativismo, el cáncer de la era posmoderna. El desconocer que, efectivamente, el bien y el mal forman parte de ti, porque todo tiene en ti su origen, pero que tú vuelas, y quieres abrazarnos en tu vuelo, hacia el camino de la rectitud y la justicia. Sentí asco, incluso, ante el concepto de un Dios justo, ignorando que aquella no significa otra cosa que una sentencia de esclarecimiento, en la que cada acción, forma, postura e individuo queden situados cada cual en el sitio que le corresponde, frente a la confusión de este mundo de relatividades. ¿Cuándo, mi señor, llegará el día del Juicio en el que todos, simplemente, podremos Ser y Estar conforme a la Verdad?. ¿Hasta cuándo, Padre del Cielo?.
Me lancé, con intolerancia y vehemencia, contra la sociedad que pretendía educarme en los valores de la Ruta del bacalao. Y esa fue la primera de las primaveras, aproximadamente desde los veinte a los treinta y un años. Me dediqué a liberarme, a ser todo aquello que había estado reprimido durante la etapa adolescente, porque ellos, amigos del barrio y familiares, querían que yo fuese uno más, un simple currante con un trabajo de mierda que le enajena, y que desfoga la insatisfacción con el futbol de fin de semana, la fornicación y alguna que otra borrachera de vez en cuando. La confrontación, obviamente, me granjeó enemigos, con mi porte odioso y mi arrogancia, pero también fui motivo de admiración y de amor, especialmente por parte de jovencitas impresionables que nunca dejan de postrarse ante la irreverencia. Y un manojo de situaciones tópicas que ilustran aquello que fui: ¿cómo lo haces?. ¿Por qué nunca tienes miedo a lo que digan los demás?. ¿Cómo lo haces para ser tan guay?. Con esto me sentía amado y admirado, pero a base de negarte a ti y atribuir toda la fuerza de mi rebeldía y de mi juventud a mí mismo, sacrificando para Dybelda la gracia, la fe y la rectitud, convirtiéndome en un ególatra e incipiente ídolo de multitudes, algo que, afortunadamente, nunca llegué a ser. Yo amé, y amo todavía, a los ídolos que sustituyen tu don en el mundo de hoy. Ídolos de la música y del cine, los soportes que más se utilizan para persuadir a las masas utilizando la dispersión de tu Ser único. La ley mosaica advierte contra la idolatría, contra el peligro de dejarse seducir por las formas temporales de los ídolos y por el gusto vitalista de la sensualidad o el acaparamiento de objetos materiales, todo lo maleable e impermanente, olvidando el reposo permanente en el Señor. Sin embargo, creo haber identificado una operation que puede resolver la tensión que surge cuando la necesidad de reposo ascético choca contra la necesidad de vivir nadando sobre la fugacidad de las olas del tiempo, la aventura sin par y la exquisitez sensual. La clave está, mi Señor, en descender sin perder de vista el centro, viajar alzando mi mano para que siempre esté agarrada a la tuya. Y así quiero que empiece esta segunda primavera, ahora que estoy curado de la soberbia y del relativismo. Aunque te había negado, tú siempre fuiste mi fuerza, ninguna de las maravillas ocurridas durante aquellos años fue obra exclusivamente mía, sino que pude hacerlo porque tú estabas conmigo, aunque te había olvidado. Ahora lo sé, lo reconozco y afirmo que tú, Padre, Jehová, Yavhé, Abbá, Alá, Brama, Sancti Espirito, Absoluto innominado e indeterminado, Misterio, Wakan Tanka, estarás siempre en el centro de mi vida, por mucho que yo siga recorriendo la espiral descendente y vuelva a sentir la tentación del pecado. Porque habrán muchos que dirán que tú sólo eres producto de mi imaginación, síntoma de cobardía ante la realidad, consuelo para débiles y enfermos, una virguería producto de ese juego de ilusionismo con el que intentamos huir de la nada y el caos. Pero en el abismo espacial que queda entre la dialéctica del Ser - no Ser, tú eres, en cualquiera de los casos, la mejor apuesta para imaginar flotando sobre el vacío.
Una estética de la eternidad asequible al juicio del hombre mortal, así podríamos definir estas bellísimas palabras de Miguel de Unamuno, rúbrica perfecta para esta oración, pues sintetiza el significado de lo que es alcanzar, en verdad, la vida eterna:
Hay veces en que la fantasía me lleva a soñar un universo con plena conciencia de sí, en que ha resucitado todo lo pasado, que dormía registrado en su conciencia. Era el sueño supremo del portentoso Hegel. Entre tanto, despertar a los que duermen, y vivir al día en la eternidad dejándose llevar de las olas del tiempo, pero reposando a la vez en lo permanente. Porque nadie vive más al día que quien más descansa en lo de siempre.