Ayer estuve ordenando mi biblioteca. Ordenar la biblioteca es como ordenar el universo. Y las formas de hacerlo son tantas como estrellas hay en el firmamento. Yo la tengo dividida en dos grandes bloques –la poesía y el ensayo literario, en Sant Cugat; y el resto, incluyendo la hemeroteca y los libros de arte, en Hoyos–, y cada uno de estos, dispuesto en orden alfabético. A partir de un determinado número de volúmenes –pongamos varios miles, como en mi caso–, nunca he logrado saber cómo encuentra alguien un libro en su biblioteca, si no sigue ese orden. ¿Recuerda, en cada caso, en qué rincón de las innumerables estanterías lo ha depositado? Si es así, se trata, sin duda, de un émulo de Funes el memorioso, y hay que aplaudirlo con fervor –aunque también, como hacía Borges, con conmiseración–. El orden alfabético, sin mayor esfuerzo mnemónico, permite dar con lo que se busca casi al instante. Sin embargo, no carece de problemas. Señalo dos: los libros con varios autores y los escritos por autores orientales. En el primer supuesto, ¿a cuál de ellos condeno a la invisibilidad? (El dilema podría solucionarse comprando dos ejemplares del mismo volumen, pero aún no he llegado a persuadirme de que esa medida no cree más problemas de los que resuelve. Y eso en el supuesto de que los autores sean solo dos; si son más, la cosa se complica). El segundo no sé cómo solucionarlo: ¿Liu Zi va por la ele o por la zeta? ¿Y Sang Kim-Il Jong? ¿Y Mohammed Haziz al-Idrisi Ibn Querat? (Las antologías y las obras anónimas van todas por la a: ahí no me complico). Aunque la principal dificultad del orden alfabético no es de naturaleza sistemática, sino física. Quien respeta otra disposición, tiene muy fácil seguir con el acopio: se añaden los libros donde quepan, y santas pascuas. El que, como yo, solo puede poner los libros en un sitio determinado, donde corresponden por su inicial, tarde o temprano ha de desplazar toda la biblioteca para que ocupen correctamente su lugar. Y esa es una tarea abrumadora. Ayer, como decía, lo hice, tras muchos meses de resistirme a ello. Pero mis nuevas adquisiciones ya se amontonaban, horizontalmente, encima de los volúmenes ordenados, y estaba a punto de perderse la gran ventaja que ofrece la pauta alfabética: la inmediatez con la que se encuentran libros y autores. Así que no me quedó más remedio: me arremangué bien, me tomé un cacaolat con un chorrito de coñac, me calé las gafas del cerca y me puse manos a la obra. En realidad, la tarea no es tan terrible como parece. No se trata solamente de mover libros como quien mueve ladrillos (con algunas excepciones), sino de hojearlos, de acariciarlos, de quitarles el polvo como si le quitáramos la pelusa de la pechera a alguien a quien queremos, de repasarlos otra vez, de recordar las circunstancias en que nos hicimos con ellos o los leímos, y las sensaciones que nos proporcionó su lectura; en muchos casos, en rigor, de descubrirlos. Porque eso es lo sucede con frecuencia. Tumbado en el suelo de la biblioteca, reparo en los títulos que estoy recolocando, y me asombro de poseerlos: me había olvidado por completo de que estaban allí, más aún, me había olvidado de que los había leído. Yo subrayo los libros: a lápiz y con pulcritud, pero los subrayo. No he compartido nunca el fetichismo del libro inmaculado: el libro está para trabajarlo, para dialogar y hasta para pelearse con él. Mis anotaciones me indican que los he leído y también el resultado de esa lectura: cuantas más aspas y apuntes haya, más me han gustado; si tienen pocos, es que han pasado sin pena ni gloria; y los peores solo acumulan insultos y escolios indignados. Pues bien: en la ordenación de mi biblioteca, pasan por mis manos libros que he leído –mis comentarios así lo acreditan–, pero de los que no recuerdo nada. Nada. Y me invade la melancolía al pensar que esa obra, comprada con mis buenos dineros, y seguramente con ilusión, a la que he dedicado horas y hasta días enteros de mi vida, no ha dejado ningún poso en mí, ni siquiera una vaga memoria de haberla tenido ante mis ojos. Me ha sucedido, incluso, que he leído una segunda edición de un libro, sin acordarme en absoluto de que ya había leído la primera: ambas están subrayadas. Así ha sido con Diario de un don nadie, de George y Weedon Grossmith (Edhasa, 2002, con traducción de Eduardo Iriarte; y Nórdica, 2012, con traducción de Íñigo Jáuregui), aunque en este caso me consuela que sea el diario de un don nadie, alguien a quien, precisamente, le pasaban estas cosas: que nadie se fijaba en él, ni le concedía ninguna importancia, aunque se lo cruzase varias veces al día por la calle (o, lo que es mucho peor, por el comedor de casa). De hecho, esta duplicidad inadvertida les habría encantado a los hermanos Grossmith, porque demuestra, antes que mi desatención, la eficacia de su relato. Es fascinante también husmear en el interior de los libros. Como pequeños cofres del tesoro, guardan anotaciones olvidadas, billetes de autobús, listas de la compra, facturas de electrodomésticos, puntos de libro, dedicatorias entrañables de gente a la que apenas recordamos, postales franqueadas y sin franquear, tarjetas de presentación, cartas comerciales, cartas personales, recortes de periódico, flores secas –como mandan los cánones– y hasta fotografías. Muchas de estas cosas son nuestras; otras las han dejado ahí sus anteriores propietarios: cuando uno compra con frecuencia libros de viejo, como yo, está comprando también pedazos de las vidas de quienes los han poseído. Esos pecios del mundo son los que más me fascinan: los nombres desconocidos que adornan las portadillas (escritos con pluma estilográfica, y firmados en 1921, o en 1887, o en 1944); las dedicatorias llenas de amor, o que acompañaban al regalo de navidad o de cumpleaños, perdidas ya para siempre en el océano del olvido; y las estampadas por el propio autor a alguien que creía su amigo, o que esperaba que lo fuese, y que, como demuestra que se haya desprendido del libro, con la crueldad añadida de no retirar la página autografiada, no ha respondido a las expectativas. Entre estos jirones de vida que aparecen entre las páginas, descubro algunas anotaciones de mi padre. Mi padre tenía la mala costumbre de escribir con bolígrafo en los libros. Durante mucho tiempo, esa costumbre me enfurecía. Y nunca pude corregírsela: así dejaba también parte de sí a la posteridad. Hoy, cuando veo esos garabatos indelebles, en los que no faltan las ingenuidades y las faltas de ortografía, me alegro: mi padre vuelve de la muerte y me habla otra vez: se levanta de la nada en la que yace, con su olor inconfundible, y su misma voz, y su misma fragilidad, y se burla de mí, como solía, y me riñe, y me acompaña. Reordenar la biblioteca no es, después de todo, tan pesado: se reencuentra uno con viejos amigos, con antiguas novias; hasta se reencuentra uno con su padre.