Es cosa sabida que cualquier biblioteca, por bien ordenada que esté en un principio, con el tiempo tiende al desorden. Los libros se sacan para leer o consultar y luego van a parar al estante o a la sección que no les corresponde; las nuevas adquisiciones -que, ¡ay!, siempre son demasiadas- se colocan de cualquier manera, pendientes de encontrar su ubicación correcta algún día (que nunca llega); hay autores o temas que parecen crecer desmesuradamente y desplazan sin piedad a los libros que les rodean, que se encaraman como pueden sobre otros ejemplares, o configuran unas dobles filas que, a su vez, impiden apercibirse de qué libros se esconden tras ellas, lo que dificulta el mantenimiento del orden inicial (el cual, a estas alturas, empieza a ser bastante precario). En suma, un buen día, cuando te has hartado de buscar sin éxito títulos que estás segura de que tenías, de contemplar pilas amontonadas de cualquier manera o de luchar por intentar que entre un libro más en el estante de la C (para darte cuenta, demasiado tarde, de que en ese estante cohabitan muchas otras letras del alfabeto), decides que ha llegado el momento de poner orden en tu biblioteca.Aprovechas que te hallas en esos días medio festivos que preceden a los saraos navideños y decides levantarte bien pronto, llena de resolución y de buenas intenciones. Nada de montar el belén ni de llenar la casa de ramas de acebo, te espera una misión mucho más importante. Te provees de la inevitable escalera -después de decidir que el taburete sobre el que sueles hacer precarios equilibrios para alcanzar los volúmenes de los estantes más altos tal vez no sea tan buena idea- y de un trapo del polvo (será una ocasión única para pasarlo porque ¿de verdad alguien tiene tiempo y ganas de andar limpiando las estanterías más altas?) y emprendes la tarea. Al principio, la cosa resulta fácil. A y B se dejan hacer sin oponer mucha resistencia. Aprovecharás, te dices, para hacer una criba (a simple vista, se hace evidente que todos esos libros ahora amontonados no van a caber en las mismas estanterías que ahora tienes; y no hay pared para más.). Aquí comienzas a sufrir los primeros reveses: por más que no tenga sentido conservar dos ejemplares del mismo título, ¿cómo prescindir de ese volumen sucio y manoseado que te acompañó durante tus años de universidad?; y ese otro, que es candidato a la eliminación porque, francamente, no te interesó nada, quién sabe si algún día necesitarás consultarlo (aunque no se te ocurra exactamente para qué, si es un autor desconocido y bastante malo). Al llegar a la D, tus manos han empezado a adquirir un tono grisáceo y compruebas que ya han pasado dos horas, ¿cómo es posible? Desanima un poco pensar en los metros de librería que aún te quedan por cubrir. Y desanima aún más ver que, sí, esos pocos estantes que has ordenado tienen un aspecto magnífico, pero solo has logrado que adquieran esa apariencia de librería de revista por el sencillo expediente de desalojar los volúmenes que sobraban, que a su vez han ido desalojando a los libros que les seguían. El resultado: ahora las pilas de libros "pendientes de ubicación" se amontonan en el sofá y en algún que otro mueble auxiliar. Pero hay esperanza, estás ya en la J. Miras con desconfianza hacia las estanterías de la M, que a pesar del tiempo y el esfuerzo invertido, dan la impresión de encontrarse cada vez más lejos. Suspiras. No conviene desfallecer.
Un rato más tarde, sin embargo, la sed y el hambre aprietan. Será cuestión de hacer un alto, tomar algo, relajarse. Mientras te recompensas de tanto esfuerzo con una buena comida y una copa (o más) de vino, haces balance de lo conseguido: un montoncito (modesto, pero qué quieres) de libros para dar; unos cuantos estantes con libros perfectamente alineados (que contemplas con orgullo); y una lista de títulos que, gracias a este orden, has descubierto que no tienes, y sin duda deberías tener. Pensando en lo que has conseguido, te sientes virtuosa y te dices que tal vez sería buen momento para llegarte a la librería y subsanar alguna de esas lagunas. Además, mejor comprar esos libros ahora, porque así ya los puedes colocar en el lugar que les corresponde. No se hable más. Te pones el abrigo, coges el bolso y sales a la calle llena de energías. No hay nada más estimulante que ordenar la biblioteca, decides. Como de repente pareces haber sufrido un acceso de ceguera parcial -una de esas enfermedades neurológicas tan curiosas que explica Oliver Sacks, pero no es posible saberlo a ciencia cierta, porque en tu orden no has llegado aún a la S-, tu retina no ha podido captar el desolador panorama que ofrece la "otra" parte de tu biblioteca, ahora más revuelta que nunca, con libros huérfanos apilados por todas partes. Quizás otro día puedas seguir ordenando. Quién sabe.