Interior de una comisaría porteña a cuadras del Jardín Botánico. Llueve afuera.
La pantalla de uno de los dos televisores encendidos temblequetea mientras el canal Todo Noticias anuncia el vuelco de un micro que en Nueva York provoca la muerte de trece personas. El monotema del terremoto/tsunami nipón es tan omnipresente que los responsables de editar los copetes noticiosos tardan un par de minutos en quitar la leyenda “Vivo Japón”.
Al rato TN abandona el accidente vial en La Gran Manzana para regresar a la catástrofe natural en el archipiélago asiático. Se suceden por enésima vez las escenas que sostienen la vigencia de una tragedia con ribetes apocalípticos (comentario al margen, los chistes sobre las profecías de Lilita Carrió aumentaron considerablemente este fin de semana).
Pienso en los miles de japoneses que los medios apenas mencionan: aquéllos que turisteaban en el resto del mundo, y que este desastre deja a la deriva en tierras extrañas. ¿Cuándo podrán volver a sus hogares? ¿Cuántos se habrán comunicado con sus seres queridos? ¿Qué sorpresa les depara el destino?
Mientras tanto, en Ciudad Gótica, digo, en Buenos Aires, un oficial de policía interrumpe mis reflexiones para leer en voz alta el testimonio de dos vecinos que presenciaron el intento de robo del estéreo de mi auto estacionado en la calle Beruti. “Encima estos hijos de puta tienen derechos”, comenta indignado después de informarme que el malviviente (cómo no recurrir al vocabulario del diario Crónica) está detenido “en una celda de acá abajo”.
“El tipo acusa 32 años”, prosigue el agente. “Llamó la atención de los testigos porque iba y venía por la cuadra, montado en una bicicleta del PRO (una de esas amarillas en alquiler) con un casco de motociclista encima. Como no pudo violar la cerradura, rompió la ventanilla a golpes de destornillador y se quedó a metros del vehículo, esperando que la alarma dejara de sonar”.
Imagino la escena con inspiración almodovariana: ladrón inexperto montado en una bici amarilla (para colmo del gobierno), con casco fuera de contexto, torpe con las ganzúas y fóbico a las luces y estridencias electrónicas. Lo atrapan policías no mucho más diestros que él.
Firmo lo que tengo que firmar y pregunto si puedo pasar al toilette. Una mujer policía me acompaña por un pasillo hasta un recinto. Justo antes de ingresar, anuncia “la señora quiere ir al baño” e involuntariamente evoca la escena donde vociferan “dead man walking” en la película homónima.
Escucho un “uhhh” ofuscado y casi-casi me tropiezo con dos agentes de pie, comiendo pizza, que a regañadientes me ceden el paso. Por respeto a los lectores, no voy a describir el estado lamentable del sanitario.
Para recuperar mi auto secuestrado (en realidad estacionado de prepo en la esquina de la comisaría, con la ventanilla rota y sin ninguna vigilancia), debo pedirle a un “mecánico amigo que venga a hacer el peritaje correspondiente” porque el de la policía sólo trabaja los días hábiles. En caso contrario el vehículo deberá quedar a la intemperie (y a la buena de Dios) hasta el lunes: “esta dependencia no tiene garage ni depósito para rodados siniestrados”.
Un sábado de lluvia en plena siesta, un primer mecánico al que llamo pretende cobrar 500 pesos la visita y un segundo, 300. Finalmente un tercero acepta socorrerme sin cargo en honor a una amiga en común.
Antes, cabe aclarar, el call center del seguro había activado un disquito grabado que una y otra vez repitió el horario de atención al cliente: de lunes a viernes. Los fines de semana sólo funciona un servicio de grúa.
Cautiva en la comisaría, vuelvo a mirar uno de los televisores encendidos. Las etiquetas catástrofe siguen copando la pantalla. Reconozco la nimiedad de mis contratiempos al lado del acabose según TN, pero -con perdón de los estóicos japoneses- no puedo evitar el típico sentimiento de orfandad que provoca el curro institucionalizado argento (y no me refiero al chorro de la bicicleta PRO) .