Revista Cine

Oriente mestizo y misterioso: El embrujo de Shanghai (The Shanghai Gesture, Josef von Sternberg, 1941)

Publicado el 22 marzo 2021 por 39escalones

The Shanghai Gesture by Josef von Sternberg with Gene Tierney and Victor Mature, 1941 (b/w photo)' Photo | AllPosters.com

Un amplio y sofisticado movimiento de grúa introduce de lleno al espectador en el centro neurálgico de la clave narrativa de esta gran obra, la última que puede llamarse así de entre todas las que componen su filmografía, de este austríaco emigrado tempranamente a Estados Unidos, uno de los más grandes forjadores de estilo cinematográfico de la historia de este arte, Josef von Sternberg. Elevándose sobre el escenario, un casino de atmósfera irreal, onírica, casi alucinatoria, que desciende en círculos concéntricos cual infierno de Dante hacia el punto que ocupa el centro geométrico del edificio, la mesa de la ruleta, y más concretamente, la ruleta misma, que reparte la fortuna, esto es, los destinos, de quienes se agolpan en torno a ella, elevándolos a las alturas de la benevolencia o arrastrándolos al fondo de un sumidero de abandono y ruina. No obstante, cabe tanto hablar de círculo, o de ciclo, el de la vida y la muerte, el del fin que comporta un nuevo principio, como de espiral, en este caso la espiral (como la del agua que se va por el desagüe, como se va la suerte de quienes pierden su dinero en la ruleta) de degradación de juego, sexo y drogas que, como otros antes que ella, sigue Poppy Smith (Gene Tierney) de la mano del enigmático y falsario Doctor Omar (Victor Mature), uno de los esbirros de la dueña, de la reina, del lugar, la no menos misteriosa Gin Sling (Ona Munson).

Círculos y líneas rectas tejen un espacio situado entre el sueño y la pesadilla, tan liviano y relajante cual efecto de una droga suave como tenebroso y siniestro cuando esta misma droga se apodera del ser y lo anula y pervierte. Las primeras líneas rectas surgen, en paralelo con las lujosas lámparas de araña que cuelgan de los altos techos, de las mesas de juego, que en cestas tiradas con cuerdas trasladan las ganancias de Gin Sling a sus dependencias privadas en el piso superior, donde los recaudadores y contables dan forma a su fortuna. La tensión entre los extremos de rectitud y espiral descendente es el tono continuo de una película, basada en una obra de teatro de John Cotton muy cambiada en el guion, que refleja los intereses narrativos y estilísticos de su director, la composición de un universo recargado y crispado, una representación idealizada de la realidad que, en una estética de melodrama operístico, sublime los sentimientos más exacerbados y también las pasiones más perversas, pero dominado por una turbiedad que expresa mejor que nada el interior convulso de unos personajes atormentados y devorados por las cuentas que ha de pasarles la vida.

Así, el gusto del autor, típico en su cine y ya mostrado con anterioridad en sus películas, referido a la Rusia de los zares, la España del XIX, el África colonial francesa o la propia China, se plasma en esta ocasión en una Shanghai artificiosa recreada en estudio al modo idealizado de las ciudades internacionales de los años treinta (como Tánger, Alejandría o Macao, colonia portuguesa que Sternberg utilizará para reincidir en los mismos aspectos en la década siguiente, en su última gran película para Hollywood), cosmopolita y multicultural (aunque siempre dominada por los blancos), hablada en inglés, francés, alemán, español o portugués, abigarrada y repleta, occidentalizada pero revestida del exótico barniz oriental al estilo del que hoy, por ejemplo, sirve de decorado alusivo en los parques temáticos, y casi siempre retratada en horario nocturno (el día no existe para unos personajes que viven sumidos en la penumbra de una conciencia que dista mucho de estar limpia), esa ciudad que representa otro mundo posible de aventuras y promesas para esos chicos de la triste y gris posguerra española que narró Juan Marsé, que llevó magistralmente a guion Víctor Erice (dando un protagonismo destacado al juego de cine dentro del cine entre esta película de Sternberg, la novela de Marsé y su propia adaptación, abortada antes de llegar a salir del papel) y que terminó truncado en la decepcionante película de Fernando Trueba.

Aquellos que desean remover esta realidad lúgubre y siniestra, arrojar algo de luz y cambiar ese espacio, sacar del mapa ese Shanghai recóndito, tenebroso y misterioso arrasando un barrio entero (incluido el casino de Gin Sling) y reconstruyéndolo de nuevo con los espacios abiertos y modernos típicos de una ciudad occidental, encabezados por sir Guy Charteris (Walter Huston), no podrán abstraerse a esa espiral que, sin embargo, funciona al margen de cualquier lógica o ley natural, una ruleta que arrastra a todo el que intenta detenerla devolviéndole a los secretos, las mentiras y las miserias de su pasado. Un pasado del que todos los personajes huyen y son víctimas, que todos intentan ocultar mediante un disfraz externo. Porque tanto Gin Sling como el Doctor Omar o incluso el mismo sir Guy no son más que personajes de sí mismos, recreaciones, también idealizadas, de una personalidad irreal, ficticia, artificiosa, falsa, cuya función es tender un velo de ignorancia, ante los demás y sobre todo ante ellos mismos, respecto a su pasado.

Pero el enfrentamiento por intereses personales contrapuestos entre Gin Sling y sir Guy, la primera en defensa de su supervivencia como soberana de la noche turbia de juego, drogas, alcohol y sexo, y el segundo como despiadado especulador que ha hecho su fortuna al margen de cualquier sentimiento medianamente humano, se torna en lucha personal cuando se intuye (más que se sabe, al menos hasta el retorcido clímax final) el ajuste de cuentas que el pasado ha traído ante sus ojos. Y será la joven, hermosa y, al principio, inocente Poppy, la hija mestiza de sir Guy, el vehículo de la venganza de Gin Sling, pero también, al mismo tiempo, una espiral de autodestrucción, un espejo ante el que asistir a su propia depravación. No en vano, ambas adornan su nombre con una alusión al alcohol, Gin y Poppy, nombre este de un popular cóctel de la época. Ambas viven de algún modo vidas paralelas, una renunciando a su verdadera identidad, escondiéndola, amortizándola, la otra desconocedora de quién es realmente, mientras se sume en el hoyo de la vergüenza que en Shanghai, no obstante, es moneda corriente, antes de conocer la verdad, su propia verdad, y el hecho de que Gin Sling y ella son algo más que un simple espejo recíproco. Aquí aparecen las segundas líneas rectas que cortan y atraviesan los círculos en espiral. Gin Sling elige el más excelso teatro para su venganza sobre sir Guy, la festividad del Año Nuevo chino, que se celebra por toda la ciudad y especialmente en su casa, con un grupo selecto de invitados (cuyos puestos en la mesa vienen señalados por unas figuritas de cuerpo entero que recrean su aspecto exterior, una de las cuales, la más significativa, perderá la cabeza de un plumazo…) y en cuyos festejos tiene especial protagonismo la subasta de muchachas adolescentes, de jóvenes, pequeñas y complacientes (a la fuerza) muchachitas que harán las delicias de los maduros colonizadores occidentales, que se disponen en cestas colgantes (como las que trasvasan las ganancias de las mesas de juego a las cajas fuertes de Gin Sling) y que recrean la imagen del pasado que, secretamente, conecta a sir Guy y a Gin Sling.

En este marco, en el que dominan las líneas rectas (la mesa larga, las macizas puertas de acceso al comedor, los grandes espejos pintados con motivos chinos, primordialmente dragones, que impiden reflejar por completo la realidad al mismo tiempo que deforman la porción de imagen expuesta ente ellos) es el que acoge el tremendo desenlace, el de fin e inicio de ciclo, el de muerte y resurrección, el que hace que ni siquiera una institución de Shanghai como Gin Sling pueda apartarse de la acción de la policía y de la justicia que siempre han hecho la vista gorda con su negocio y con los diversos tráficos que se sucedían o convivían en él. El Año Nuevo y una pregunta recurrente lanzada a sir Guy (“¿le gusta el Año Nuevo chino?”), a veces en tono folclórico, esta última vez como un retruécano siniestro, retumban en una celebración del odio destructor y de la depravación más absoluta. El horror vacui tan querido del cineasta, esos escenarios sobrecargados de mobiliario, enseres, objetos, ruidos, filigranas y decoraciones y pinturas abigarradas, líneas coincidentes o divergentes que cruzan el encuadre, objetos y sombras que se interponen entre la cámara y los personajes como agobiante metáfora visual, casi tangible, de un tormento interior, de una conciencia abarrotada de remordimientos, recargada de deudas, de preguntas y de anhelos imposibles de cumplir, es la estilizada e idealizada puesta en escena de dos conceptos, el de pecado y el de expiación, que para Sternberg suponen el motor de la vida, hasta el extremo de que todos y cada uno de esos personajes que ocultan a sí mismos su verdadera identidad para poder a su vez disimularla ante otros, disfrazarse delante de los demás (de reina de la noche, de respetable hombre de negocios, de doctorados que no responden a ninguna enseñanza, disciplina o conocimiento, de vestimentas chinas ajenas, de jóvenes ingenuas que no lo son en absoluto…), luchan denodadamente por huir del punto al que están condenados, sin embargo, a llegar para encontrarse, renegar de sí mismos, de la ficción que han hecho de sus vidas respectivas, a pagar el alto precio, el más alto precio, y renunciar.


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