Si en los últimos tiempos un componente tan importante como el sillín ha evolucionado enormemente gracias a la utilización de nuevos materiales y conceptos, no lo hizo en menor medida en sus primeros años de vida. Ahora el carbono busca aligerar el peso y los geles y diseños anatómicos ahondan en su comodidad, pero anteriormente fueron otros los inventos que permitieron llegar hasta donde estamos hoy.
“Un ciclista herido en las posaderas es un soldado herido en la cabeza, preparado para que se lo lleven en ambulancia. El sillín será más duro que mullido, aunque sin excesos; sin resortes complicados, deberá estar provisto de un sistema práctico de tensión y de inclinación de su pico. El sillín es la base del ciclismo”. Así glosaba en 1893 Baudry de Sunier la importancia del sillín para el ciclismo. Sabido es que en aquellos tiempos de carreteras destrozadas, el ciclista de posaderas blandas y brazos incapaces de soportar la trepidación de la bicicleta no llegaba muy lejos. Más aún, a Garin, el ganador de los 1.196 km. de la maratoniana París-Brest-París de 1907, sus compañeros le conocían por el significativo apodo de “culo de hierro”, que definía bien a las claras su capacidad de pasar horas y horas sentado en los por entonces incómodos sillines de una bicicleta.
Estos habían nacido con las primeras draisianas, si bien en ellas eran poco más que un simple trozo de madera rectangular sobre el que el jinete apoyaba un cojín. Habría que esperar hasta 1818 para que apareciese el sillín con relleno, tal y como le conocemos en nuestros días. Éste apareció por vez primera en la máquina de Niepce que podemos admirar en el museo de Chalon-sur-Saône. Se trata de un cojín de cuero relleno de crin de caballo y con un adorno de cerdas. Por su forma, este sillín revela su deuda con la hípica, ya que está levantado por sus extremos delantero y trasero. La posterior evolución del sillín viene ligada a la búsqueda de sistemas de suspensión que garantizasen una cierta comodidad. Así, en 1867 hubo sillines colgados de un cable que unía las dos ruedas, y hacia 1870 aparecieron los sillines metálicos acolchados como sillones, con un peso de ¡tres kilos! Ya en 1869 el catálogo de la firma Michelin ofrecía un “sillín de piel barnizado” a 10 francos, un “sillín de piel de trucha” a 15 francos y un “sillín de caucho” a 30 francos. Por los escritos de otro fabricante de sillines apellidado Fauvre conocemos la existencia, en 1868, de “cojines de aire comprimido”, que él critica abiertamente señalando que “el cojín de aire comprimido no vale para nada para hacer largas distancias: la elasticidad del cojín termina por forzar un roce del pantalón sobre la piel”. Pero al margen de las innovaciones de dudosa utilidad, seguían triunfando los fabricantes que denominaríamos al modo clásico. Entre los principales selliers (fabricantes de sillines) parisinos anteriores a la guerra de 1870 hallamos a Courteaux y Brégeon, declarando el primero en su publicidad ser proveedor de las primeras marcas, además de fabricante de maletas y neceseres de viaje, mientras que el segundo dedicaba el grueso de su producción a la exportación.
LA EXPANSIÓN
Con los grandes biciclos los sillines no experimentaron evolución alguna y los isquiones siguieron soportando los baches de las carreteras. Fue en 1880 cuando el director de una fábrica de sillines de Birmingham tuvo la idea de inspirarse en la forma de las sillas de caballería, construyendo un sillín alargado al que añadió unas suspensión de muelles que absorbía las vibraciones y amortiguaba los grandes golpes. Enseñó un prototipo a los dirigentes de la renombrada fábrica de velocípedos Coventry Machine Co. y éstos le encargaron tres docenas de sillines con muelles: había nacido el famoso sillín Brooks. A partir de entonces, paralela e indisolublemente ligado al auge de la bicicleta vino el auge del sillín, que evolucionó en modelos altamente creativos. Las bicicletas estaban por todos los lados. Las estadísticas nos dicen que entre 1890 y 1900 el parque francés de bicicletas pasó de 50.000 a un millón de unidades, e ineluctablemente, con cada una de ellas viajaba un sillín…
Había sillines con suspensión doble, otros con suspensión árabe (Arab cradle spring), llamada así por la disposición de sus dos muelles, ya que uno debajo del otro formando una “S” mecía al conductor de adelante hacia atrás como si montase un camello; y los había finalmente de seguridad como el “Safety Poise”, que no era sino una gran morcilla de cuero unida por sus extremos para dejar un hueco interior en el que se clavaban las posaderas…
EL ANTECESOR
Y luego llegó la revolución. En 1891, el británico Mills ganó la Bordeaux-Paris con una bicicleta equipada con un sillín que ya entonces llamó la atención: estrecho, largo y equipado con tres muelles, el sillín Hammock (ancestro evidente de nuestros actuales sillines de carrera) vio prontamente afrancesado su nombre para denominarse “Hamac”. Pesaba 700 gramos e iba a perdurar en el tiempo por su confort, siendo utilizado por hombres y mujeres, para las que se fabricó un modelo de pico corto. El Hamac fue tan popular como para dar ocasión a algunas canciones picantes y hasta una tesis médica escrita por el doctor O´Followell: ”velocipedia y órganos genitales”. Queriendo mejorarlo se buscaron razones “científicas” para ensanchar su zona trasera. Nació así, en 1895, el primer sillín de forma anatómica, supuestamente ideado para salvaguardar los isquiones: el Chrysty. Inaugurando la era de la ergonomía, este ancho sillín metálico presentaba un canal longitudinal en su centro, colocando a los lados dos cojines de piel rellenos de crin.
Aquel mismo año se presentó en sociedad otro modelo de sillín, igualmente popular: el “Papillon”. Ancho, corto y sugestivo merced a su forma y presentación de mariposa, mereció las prontas críticas del doctor Carlo Bourlet, un doctor en ciencias que por entonces se dedicaba a analizar la bicicleta en todos sus aspectos. “Este sillín no es nada práctico”, escribió. “La supresión total de su pico le quita al ciclista la estabilidad sobre el mismo, no puede quitar las manos del sillín fácilmente; una sacudida brusca le desmonta y le hace caer a caballitos sobre el tubo superior del cuadro, lo que es muy peligroso”.
Ya a principios del siglo XX observamos que el sillín comienza a adquirir su forma moderna. Su cobertura es de cuero y la carcasa de alambres de níquel enrollados en espiral. Más adelante llegarán el de carcasa de aluminio y posteriormente los de cuerpo de plástico recubierto de cuero. Luego vendrán los sillines almohadillados, los sillines dotados con alma de gel o elastómeros, los ultraligeros y un largo etcétera más. Pero esa es otra historia que contaremos más adelante.
BROOKS, SILLINES CON AURA DE MITO
Fabricados en serie en Inglaterra desde 1866, los sillines de cuero Brooks fueron un accesorio muy apreciado por los mejores ciclistas de las décadas comprendidas entre 1930 y 1960. Nacieron en 1865, cuando un joven llamado John Boultbee tuvo la feliz idea de sustituir el duro sillín de madera de su velocípedo por una silla de montar de caballo fabricada en cuero. En 2005, 142 años después, Brooks England fabricaba cada año más de 100.000 sillines en su fábrica de Smethwick, cerca de Birmingham, Inglaterra. Sillines de cuero hechos a mano, que se exportan a países tan distantes como Alemania, Japón, Suecia, Holanda o Estados Unidos.
Fabricados con cueros especialmente seleccionados y rematados con unos característicos remaches de cobre, aquellos eran unos sillines muy duros en principio que, con el uso y el tiempo se iban volviendo dóciles y adaptados a la geografía corporal de cada ciclista. No obstante y a pesar de su elevada calidad y excelente acabado, algunos campeones preferían darles luego un toque italiano. Así Bahamontes elegía los trabajados por Otussi, un artesano que les quitaba los herrajes y ablandaba el material a base de una grasa especial y contundentes golpes de martillo que “trabajaban” aquel cuero tan bueno, pero tan rocoso y resistente como para llagar las posaderas más tiernas.
Cuando los sillines se mojaban con la lluvia, se endurecían notablemente al volverse a secar. Por eso se les sometía a un “tratamiento especial”: se les metía papel de periódico o trapos en su parte inferior, para que absorbiesen el agua, y luego se les golpeaba con un mazo de madera o el mango de un martillo para que volvieran a su ser. Siempre que corría el Tour, Bahamontes llevaba un sillín Brooks de repuesto en su maleta, ya que antaño los sillines eran un accesorio muy personal que había que malear (tras muchos kilómetros de rodaje) hasta que se ajustase como un guante a la anatomía de cada corredor. Un accesorio mimado y muy valorado del que, una vez domado, los ciclistas no querían separarse. Sirva como prueba de ello una anécdota acaecida al final de la Vuelta a España de 1956 que ganase Jesús Loroño. Terminada la carrera en Bilbao, al poco de cruzar la línea de meta, un rico y caprichoso almacenista de vinos se dirigió a Jesús para hacerse una jugosa proposición. Le daba 6.000 pesetas por su bicicleta, “con barro y todo”, que quería comprar para hacerle un regalo a su hijo. Loroño no se lo pensó dos veces y le dio inmediatamente el sí con la única condición de reservarse el manillar y el sillín (un Brooks), que ya los tenía hechos al cuerpo.