A inicios del siglo XX, el 80 por ciento de la población de Rusia estaba clasificada como perteneciente al campesinado y el resto, la mayoría, hundía sus raíces en él. Sin embargo, a pesar de este dato, a las clases educadas de las ciudades “el mundo del campo les resultaba tan exótico y ajeno como los nativos de África lo eran para sus distantes amos coloniales”. La incomprensión, la violencia y la crueldad que el antiguo régimen inflige al campesinado se transforma en resentimiento, que no sólo desfigura la vida cotidiana de la aldea, sino que también se lanza contra el sistema en un intento de aniquilación del pasado responsable de su trágico destino. Forzados por la pobreza y la ambición de conseguir una vida mejor, los campesinos emigran a las ciudades, para muchos de ellos la cultura urbana significa movimiento revolucionario, progreso, ilustración y liberación humana; llegan e ingresan en las filas del proletariado comprometido con el movimiento obrero militante, organizando clubes y asociaciones ilegales de trabajadores que el gobierno zarista persigue con saña, legislando a favor de los patronos y reprimiendo con la policía. En el desprecio por las condiciones de vida de la gente descansaba el principio de autoridad de la jefatura del zar. El movimiento revolucionario, según sus propias nociones de verdad y justicia, buscaba liberar al pueblo; la presunta finalidad de su campaña era desestabilizar al Estado y encender la chispa de la rebelión popular.
Una y otra vez, la tozuda negativa del régimen zarista de conceder reformas democráticas convirtió un problema político en una crisis revolucionaria. El fin de la monarquía se celebró profusamente en todo el imperio ruso, multitudes entusiastas se reunieron en las calles, donde se hallaba el verdadero poder (el poder de la barbarie). Los símbolos del antiguo régimen imperial fueron destruidos, las estatuas de los héroes zaristas derribadas, los nombres de las calles arrancados, se arrasaron mansiones, iglesias y escuelas; se incendiaron bibliotecas y museos destrozando valiosísimas obras de arte. Los juicios y linchamientos populares eran las expresiones más comunes de la venganza popular, tanto en el campo como en las ciudades. La Rusia de principios del siglo XX parecía haber regresado a la brutalidad de la Edad Media. El derrumbe estrepitoso de todo el sistema favoreció a los bolcheviques que controlaban su propio entorno mucho mejor organizados y mucho más ávidos por obtener el poder que ningún otro partido. El propósito último de Lenin (estratega máximo del partido, trabajando entre bastidores) era conseguir el poder, para él no significaba un simple medio, sino un fin en sí mismo. Los bolcheviques no se asemejaban a ningún partido occidental, más bien constituían una casta elitista situada por encima del resto de la sociedad, los herederos de la burocracia imperial rusa, en 1921 en Rusia el número de funcionarios duplicaba al de obreros, conformaban la base social dominante del nuevo régimen; no eran proletarios, sino burócratas.
En el camino hacia la utopía comunista todas las esperanzas centradas en la Revolución fueron abandonadas. En lugar de ser una fuerza constructiva, la Revolución había sido una fuerza destructiva, en lugar de liberación humana había provocado esclavitud y en lugar de progreso espiritual de la humanidad había conducido a la degradación. Suya fue la primera de las dictaduras del siglo XX que glorificó su propio pasado violento mediante la propaganda y la adopción de símbolos y emblemas militares. Profético sonaba el eco de la advertencia de Trotsky: La Organización del Partido primero sustituirá al Partido como tal, después el Comité Central sustituirá a la Organización del Partido y después un simple dictador sustituirá al Comité Central.
“El estado, por muy grande que sea, no puede homogeneizar a la gente ni mejorar a los seres humanos. Todo lo que puede hacer es tratar a sus ciudadanos de manera equitativa e intentar asegurar que sus actividades libres se dirijan hacia el bien común”. (Orlando Figes)