En una tierra como la asturiana, donde el agua manaba en abundancia, tan sólo hubo que esperar a que el ingenio de nuestros antecesores ideara la manera de encauzar su fuerza. Y así surgieron por la Asturias centenaria molinos, mazos, batanes y otros ingenios movidos por la fuerza del agua corriente sabiamente utilizada.
Muchos de estos artilugios se los ha llevado el viento de la ignorancia. Por suerte, algunos quedan. Los más son molinos, como hemos podido comprobar en alguno de los senderos que se dibujan al lado de nuestros ríos (Ruta de los molinos, en el concejo de Ribadesella; La cascada de Oneta, en el de Villayón...). Mayor fortuna aún supone contar con un conjunto de ingenios como los que se conservan en Os Teixois, una aldea del concejo de Taramundi, de cuya capital dista unos cinco kilómetros (ver mapa), convertida en un auténtico museo, vivo e interactivo, donde podemos observar el funcionamiento de los artilugios allí existentes: mazo, batán, molino, rueda de afilar...
Las casas, situadas a la orilla del arroyo das Mestas cuyas aguas alimentan el conjunto, conservan el aspecto que debieron tener siglos atrás, con muros de mampostería y tejados de pizarra
Si lo que toca es afilar cuchillos, navajas u otros utensilios de cortar, no hay más que conducir el agua hasta el lugar donde se encuentra la piedra. Se precipitará por el desnivel moviendo las aspas, el eje... y la piedra convertirá el metal romo en afilada herramienta de cuidar.
Consta que algunos de estos artilugios ya estaban en funcionamiento a mediados del siglo XVIII. Tiempos aquellos en que los campesinos sólo rompían su aislamiento si acudían a las ferias y mercados que de tanto en tanto se celebraban por la zona. El resto del año tocaba echar mano de lo que se producía, tanto en lo que tocaba a la alimentación como al vestido. No se contaba con un gran surtido donde elegir, pero sí que se podía conseguir que los tejidos fueran menos ásperos y burdos. Sólo era preciso que la fuerza del agua moviera unos mazos que golpearan una y otra vez las telas hasta convertirlas en preciadas estameñas o en lucidos sayales.
De pronto, las adormecidas brasas recobran su viveza; una ávida llamarada asciende hacia el techo desprendiendo chispeantes ascuas; la negra estancia se ilumina, al tiempo que el metal comienza a teñirse de rojo fundente. No hay fuelle, sólo agua.
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