Al fin sola sin remedio y profundamente apenada. Con una pobre idea sobre la capacidad solidaria del ser humano y con la autoestima por los suelos, decidí ignorar la fecha y actuar como si estuviera griposa o con resaca: un vasito de leche, un buen libro y a pasar la noche en " el cine de las sábanas blancas"; no sin antes cerrar a cal y canto puertas y ventanas para no sentir el alegre bullicio jaranero de la calle.
Oscurecía en Gigia mientras que,
acurrucada en la cama entre almohadas y edredones, buscaba consuelo en mi vicio solitario favorito: leer con gula y delectación. Había elegido para tan funesta ocasión una novela especialmente querida, buscando recuperar en su compañía los buenos momentos pasados durante su proceso de creación, a siete manos y pico.
Mi consciencia empezaba a confundirse con mi subconsciencia, mi yo fantástico se paseaba por el cementerio de Edimburgo acompañando a Sophie y Deborah para dar el último adiós a Amy, cuando un brusco e inesperado sonido metálico me sacó del dulce tránsito vigilia/ sueño. Alguien pulsaba el timbre de la entrada con insistencia, casi con alevosía. Convencida de que se trataba de un error decidí no abrir, tapar mis oídos con la almohada e intentar recuperar la casi quebrada placidez. La incómoda molestia del insistente "ring" me obligó a levantarme, con la intención de soltar cuatro frescas y mandar a paseo al irritante allanador de moradas.
Anadeando, deslizando los pies descalzos por el suelo y con muy malas pulgas, llegué hasta la puerta. No se oía a nadie; al otro lado reinaba un espeso silencio que me hizo temblar de miedo -acaso un ladrón conocedor de mi soledad, quién sabe si un psicópata-y pensar en una desgracia. Vino a sacarme de mi desesperación la percepción de ciertos vapores olorosos a pesca y cebolla rancia que se colaban a través de la ranura. En un instante mis emociones dieron giro de ciento ochenta grados, mi gesto agrio se tornó alegre y abrí con la mejor de mis sonrisas intuyendo la maravillosa sorpresa que me aguardaba.
No podía ser pero allí estaban, tocando panderetas y muñendo zambombas. El agradable soniquete, unido al estampido de una botella de cava, acompañaba a unas voces mil veces imaginadas que con escasa armonía gritaban: " Feliz Nochebuena Ángeles, venimos a a acompañarte. Hemos oído tu llamada y no podíamos faltar". Con explícitas y nada disimuladas lagrimitas de emoción, me abalancé sobre la cojita Sophie destrozando las flores de Pascua que traía, abracé a la elegante dueña de los ojos esmeralda y a su paquete de turrones y estrujé al seductor Jack que me estrechó con una botella de espumoso en cada brazo. También a Sapo casi oculto tras una enorme cesta de Navidad, a Amy que había resucitado para venir a mi casa, a Carlos Escobedo a Walter y a todos los que mi memoria había evocado en la noche más amarga, mientras sentía oscurecer en mi alma.
Texto: Ángeles Hernández Encinas
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PS: Dedicado a las siete plumas que me ayudaron a comprender que la distancia es una barrera franqueable y que la línea divisoria entre sueños y realidad está sólo en nuestra capacidad recrearlos