Ospina. La serpiente sin ojos

Publicado el 19 junio 2013 por Santosdominguez @LecturaLectores


William Ospina. La serpiente sin ojos. Mondadori. Barcelona, 2013.
Detrás de las selvas cerradas había un reino de agua.  
A ese reino de agua los llamaban los indígenas la serpiente sin ojos. Y los españoles, que manejaban otra mitología y creyeron ver en sus orillas a mujeres guerreras a caballo, lo llamaron Amazonas.
Allí llegó Pedro de Ursúa cuando buscaba el país de la canela. Y allí volvió en busca de El Dorado en una segunda expedición amazónica, entre 1559 y 1561, en la que Ursúa encontraría la muerte cuando la cólera de Lope de Aguirre  -el déspota lleno de espadas y cuchillos, que controlaba por el terror los campamentos, siempre rodeado por su guardia siniestra- se sublevó contra la corona de Felipe II.
De esta segunda expedición trata La serpiente sin ojos, con la que William Ospina cierra una prodigiosa trilogía sobre la conquista que publica Mondadori, como las dos novelas anteriores, Ursúa y El país de la canela.
Quienes conocen la obra de Ospina saben que es seguramente el más interesante de los escritores latinoamericanos actuales, el equivalente de lo que representaron en sus mejores momentos García Márquez o Vargas Llosa, un escritor consciente de que, como él mismo ha explicado, no puede ignorar que está escribiendo después de Borges y de Rulfo, de Neruda y de García Márquez, y en la lengua riquísima que tenemos después de ellos para interrogar nuestro pasado y nuestro futuro.
Autor de una obra poética memorable en la que destacan El país del viento y ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?, ensayista lúcido y comprometido con la problemática realidad de su país y del continente, con títulos fundamentales como Las auroras de sangre, sobre Juan de Castellanos, y En busca de Bolívar, se internó en el terreno de la novela cuando ya era un poeta y ensayista reconocido.
Y lo hizo de forma espectacular en 2005, con Ursúa, la primera entrega de una trilogía sobre la conquista a la que siguieron El país de la canela y La serpiente sin ojos.
Si en la primera la guerra y en la segunda el viaje eran los ejes temáticos, en La serpiente sin ojos el centro de interés es el amor apasionado y destructivo por Inés: de Atienza  
Para Inés se afanaban las nodrizas indias, para Inés tejían los tejedores, para Inés traían las llamas los cántaros con leche de vaca y los bultos de maíz y de trigo, y ante Inés se inclinaban las filas de indios sujetos en las encomiendas. Veían en ella el poder de los nuevos amos que ahora sometían la cordillera, pero también la dignidad y la imagen de los poderes que se habían desplomado con los truenos de Cajamarca. 
En conjunto, una trilogía que reúne a Homero y a Shakespeare, a los cronistas de Indias y a Cervantes en la construcción de una épica del fracaso y la desmesura, del asombro y la crueldad, de las selvas y la sangre, del viaje y la muerte, el cuento y el canto, la ambición y las cicatrices, la heroicidad y la locura.
Con una rara mezcla de crueldad y maravilla sobre cuyo equilibrio se sostiene el conjunto de la narración de aquellos delirantes excesos, Ospina corona una trilogía monumental y densa que exige una lectura tan lenta y asombrada como pudo ser la travesía de los intrincados laberintos americanos por aquellos aventureros febriles y violentos enloquecidos por la ambición y la naturaleza:
Venían de todas partes y cada uno tenía un pasado. ‘Yo nunca les pregunto por sus orígenes’, me dijo Ursúa en el astillero, ‘puedo presumir que todos guardan una historia turbia, pero aquí llegan buscando la oportunidad de ser valientes, de ser héroes y de ser ricos’. Lo cierto es que casi se veía en sus rostros que no sólo andaban buscando un futuro sino huyendo de recuerdos tortuosos, maquinando la mejor manera de vengarse de su propio pasado.
Una bajada a los infiernos de la violencia en una narración tan exuberante como la selva, tan torrencial como la corriente del Amazonas, que culmina la trilogía amazónica de William Ospina, un autor deslumbrante, heredero de los cronistas de Indias, de Carpentier o de García Márquez, maestros en transmitir su propio asombro al lector.
Santos Domínguez